21.6.16

Svetlana Aleksiévich "Los muchachos de zinc: Voces soviéticas de la guerra de Afganistán"

El libro de Aleksiévich sobre la intervención soviética en Afganistán es relevante porque arroja luz sobre uno de los conflictos bélicos que más se desconocen aún hoy, arrinconado en la penumbra y eclipsado por la deslumbrante desintegración de la Unión Soviética, pese a ser esencial para entender la configuración geopolítica del mundo actual y la fuente de algunos de sus conflictos.
En medio de la cháchara propagandística de los medios oficiales, que enturbiaban y falseaban la realidad de lo que pasaba en la caja de Pandora asiática, tierra de montañas y desiertos ingobernables, Aleksiévich se enfrontó al último tabú de la Unión Soviética: el de los soldados internacionalistas y liberadores soviéticos.

El último gesto de Brézhnev, que empujó al país a una cruzada contra los hostiles al ideario comunista, constituyó un acto reflejo de la vieja dinámica belicista: mantener con el despliegue del ejército la cohesión de la Unión Soviética, tres de cuyas repúblicas (Uzbekistán, Tayikistán y Turkmenistán) se veían amenazadas por los vientos revolucionarios de inspiración islámica procedentes de Irán y por la oposición creciente y violenta de los sectores más conservadores afganos.

La cúpula política del Kremlin no supo interpretar que la situación en Afganistán –país teóricamente neutral, pero muy cercano a la influencia de Moscú desde el final de la Segunda Guerra Mundial– no se resolvería sacando los tanques a la calle, como en Berlín en 1953, en Budapest en 1956 o en Praga en 1968. Y, fiel a su modus operandi, envió a un contingente de soldados relativamente pequeño, formado por jóvenes reservistas mal equipados, y peor entrenados, que, más que luchar por ideales, se vieron forzados a hacerlo por instinto de pura supervivencia: se encontraron en un país extranjero que, lejos de considerarlos un ejército liberador, como el de sus abuelos, los tenía por invasores.

La sociedad afgana estaba dominada por una animadversión creciente contra el Gobierno filosoviético del Partido Democrático Popular de Afganistán a causa de las reformas radicales que éste quería implantar en el país, ignorando su estructura tradicional, anclada en el feudalismo, profundamente religiosa y eminentemente rural, así como el sentimiento inquebrantable de lealtad hacia la familia y el clan. Y esta hostilidad se intentó liquidar por parte de los soviéticos con sus medios habituales, aunque, como ya dijo Alejandro Magno, Afganistán se puede ocupar, pero nunca conquistar.

Persas, mongoles, británicos, soviéticos, estadounidenses: todos ellos han probado en su momento la inmensa capacidad de resistencia de este pueblo y el desastre militar al cual conduce inexorablemente en una tierra que es un auténtico «cementerio de imperios». Borís Gromov, uno de los comandantes de mayor rango de las fuerzas rojas allí destinadas, y el último militar en abandonar el país a través del Puente de la Amistad que conecta con la ciudad uzbeca de Termez, ya en territorio soviético, dijo: «La guerra en Afganistán ha evidenciado una gran ruptura entre la teoría y la práctica».

Los jóvenes soldados, con una preparación precaria de tres meses antes de entrar en combate, lucharon, escépticos, en una guerra asimétrica, sin frentes definidos, que impusieron las guerrillas de muyahidines, conocedoras del terreno, inmunes a las adversidades del medio y entregadas devotamente a su causa. En el otro bando, los soviéticos, en una sangría constante de hombres y de recursos, sólo consiguieron controlar una quinta parte del territorio, lo que provocó un éxodo masivo de afganos de un país en ruinas: la única táctica que resultó eficaz para los soviéticos, a fin de no verse sometidos a los ataques selectivos de los muyahidines, fue seguir una política de tierra quemada, es decir, arrasar pueblos, cultivos, árboles, canales y todo aquello que pudiera servir de escondite a los rebeldes afganos.

El conflicto afgano-soviético atizó el avispero del yihadismo, con la connivencia de otros países fronterizos y la ayuda de potencias mundiales, que veían en los muyahidines un contrapeso prioritario para poner freno a la expansión de las áreas de influencia soviéticas en la recta final de la Guerra Fría. La grieta afgana, pues, acabó teniendo unos efectos totalmente imprevistos: entre otros, el descrédito del Ejército Rojo, una situación que espoleó los movimientos de protesta de otras repúblicas socialistas al constatar que ya no era una fuerza coercitiva invencible.

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