Un escritor judío se resiste a abandonar el edificio en el que vive. Van a derribarlo y todos los vecinos han aceptado marcharse para que lo derriben. Salvo este hombre, obsesionado con acabar su libro antes de la mudanza. Poco después se cuela de manera ilegal en el edificio otro escritor primerizo: un negro decidido a escribir un libro.
A partir de ese punto nos encontramos en terreno conocido: la rivalidad entre ambos, los consejos mutuos sobre la obra en marcha (lo que deviene en rencores si se dicen las verdades), el tema de la dualidad, los desvelos y las angustias, las costumbres de cada escritor, el tema de la creación y sus lastres.
Un escritor metido en plena faena, en plena construcción de su obra, a veces es peligroso. Malamud lo sabía. Dos extractos: A pesar de haber estado sentado ante su mesa durante horas, aquel día, por primera vez en más de un año, Lesser había sido incapaz de escribir una sola frase.
Era como si el libro le exigiera que dijera más de lo que sabía; no podía hacer frente a sus despiadadas exigencias. Cada palabra pesaba como una roca. Cuando uno lleva diez años escribiendo un libro, el tiempo añade tiempo a cada palabra; pesan como rocas.
El peso de esperar el final, de convertirse en libro. Por mucho que luchara por proseguir, el pensamiento y las decisiones se le resistían; Lesser sentía que la depresión se posaba en su cabeza como un cuervo enfermo.
Cuando no conseguía escribir, dudaba de su propio yo y esta duda se manifestaba con reservas sobre la calidad de su talento y entonces se preguntaba si sería talento real o una mera ilusión que él había mantenido para seguir escribiendo.
Y cuando dudaba de sí mismo no podía escribir. Sentado ante la mesa bajo la brillante luz de la mañana, mientras hojeaba las páginas escritas el día anterior, le habían entrado ganas de vomitar: lenguaje, forma, su plan, su finalidad. Aquel maldito, incompleto, interminable libro, lo mareaba. La disciplina de escribir, la vida totalmente entregada y en última instancia limitada del escritor
Un escritor metido en plena faena, en plena construcción de su obra, a veces es peligroso. Malamud lo sabía. Dos extractos: A pesar de haber estado sentado ante su mesa durante horas, aquel día, por primera vez en más de un año, Lesser había sido incapaz de escribir una sola frase.
Era como si el libro le exigiera que dijera más de lo que sabía; no podía hacer frente a sus despiadadas exigencias. Cada palabra pesaba como una roca. Cuando uno lleva diez años escribiendo un libro, el tiempo añade tiempo a cada palabra; pesan como rocas.
El peso de esperar el final, de convertirse en libro. Por mucho que luchara por proseguir, el pensamiento y las decisiones se le resistían; Lesser sentía que la depresión se posaba en su cabeza como un cuervo enfermo.
Cuando no conseguía escribir, dudaba de su propio yo y esta duda se manifestaba con reservas sobre la calidad de su talento y entonces se preguntaba si sería talento real o una mera ilusión que él había mantenido para seguir escribiendo.
Y cuando dudaba de sí mismo no podía escribir. Sentado ante la mesa bajo la brillante luz de la mañana, mientras hojeaba las páginas escritas el día anterior, le habían entrado ganas de vomitar: lenguaje, forma, su plan, su finalidad. Aquel maldito, incompleto, interminable libro, lo mareaba. La disciplina de escribir, la vida totalmente entregada y en última instancia limitada del escritor
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