2.6.15

John Banville "Antigua luz"

En un momento de Antigua luz, el prestigioso y crepuscular actor de teatro Alexander Cleave se cruza con un extraño y plutoniano argentino: un tal Fedrigo Sorrán, dedicado al negocio de la minería y de «lo subterráneo», quien, de pronto, deja de hablarle de oro y diamantes para referirse a agujeros negros, al distante pero imposible de ignorar resplandor de estrellas muertas y, en una clara referencia a un libro titulado Los infinitos, a los celos que sienten los dioses que nos contemplan y vigilan.
Y el sexagenario Cleave no entiende muy bien de lo que habla este desconocido, pero comprende perfectamente a lo que se refiere. Porque desde hace años Cleave está atravesado por el rayo misterioso de un dolido e íntimo agujero negro que no deja de proyectar la luz inolvidable de alguien que ya no está allí pero que se niega a marcharse de su vida y de sus pensamientos: su fatal hija suicida Cassandra «Cass» Cleave.

Cleave evoca y pone por escrito -con modales y tempo que recuerdan a El mar- un traumático episodio de su adolescencia en un pueblo irlandés en la década de los cincuenta. El tempestuoso y ardiente affaire amoroso que tuvo, a los quince años, con la señora Gray: treinta y tres años, madre de su mejor amigo.

Allí, entre los pliegues de un ayer irrompible hecho cuerpo de mujer y pasión sin límite, Cleave busca refugio de un presente cada vez más fragmentado (donde, mientras el rodaje parece recrear la falta de montaje lógico de su aquí y ahora, entran y salen personajes como la formidable e implacable y detectivesca researcher Billie Stryker, una de los mejores y más intrigantes creaciones femeninas de Banville) para acabar asumiendo que nunca supo nada de todo. Que su idea de lo sucedido no era más que eso: una idea, otro papel a interpretar o malinterpretar.

Porque tal vez -y de ahí que Cleave, en un momento sombrío e incandescente de Antigua luz, prefiera no darse por enterado de la obvia clave que le ofrece una mujer a la que apenas conoce- lo mejor sea continuar en la oscuridad.

Ya lo advierte el narrador desde la primera página: «Imágenes del pasado remoto se agolpan en mi cabeza, y la mitad de las veces soy incapaz de distinguir si son recuerdos o invenciones. Tampoco es que haya mucha diferencia, si es que hay alguna. Algunos afirman que, sin darnos cuenta, nos lo vamos inventando todo, adornándolo y embelleciéndolo, y me inclino a creerlo, pues Madame Memoria es una gran y sutil fingidora».

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