3.10.17

Deborah Levy "Leche caliente" 2016

Hay hallazgos capaces de cambiar un paisaje, desiertos que no echan de menos el agua cuando alguien por sorpresa decide transitarlos. Mensajes en botellas que no necesitan el mar para mover su tuétano, y abandonos tan peligrosos como lo es la gangrena. Pero no es fácil reunirlos sin que la historia suene a astracanada, sin que la piel de la historia se separe de la carne en una maniobra que aleje a los lectores de ella.


No es sencillo sumergirse en una historia tan feroz como lo es Leche caliente sin que te falte el aire, sin que la carne se queme bajo el fuego cruzado que intercambian una madre y una hija en esta casi tragedia griega. Rose y Sofía han volado desde Londres a Almería para que Rose se cure, pero el desierto las convertirá en dos objetivos móviles para el amor, para el dolor, para la pasión, incluso para el matricidio. Parecen dos muñecos que alguien ha metido dentro de un frasco para exhibirlos en una fea maniobra en la que acabarán por explotar como mujeres. Sofía ha venido a librarse del poder opresor que es a menudo la lealtad a su madre:

«Yo tenía la habilidad de minimizar mi día para hacer más importante el suyo».

«Empujé la silla de ruedas con mi madre hasta la mitad de la autovía y la dejé allí».

Rose, la madre, ha venido a dinamitar el futuro de la hija y se comporta como una Medea cuya quietud se vuelve más violenta que cualquier arma, que cualquier mano sobre el cuello indefenso de la hija:

Pero no se conforma sólo con eso y se transforma también en una Medusa que cambia de hábitos y está plenamente decidida a convertir en piedra a su propia hija, aunque al final sea su hija quien quiera cambiar el rumbo de la Grecia clásica pronunciando frases que erosionan su garganta y su corazón, dejando incluso que, día tras día, para hacerse fuerte, un sinfín de invertebrados marinos de cuerpo gelatinoso inoculen su veneno dentro de su cuerpo:

«Si pudiera, aunque solo fuese una vez, fulminar a mi madre con la mirada y convertirla en piedra».

Sin embargo, los deseos no son siempre hombres dóciles y su versión de esta huida hacia la luz acabará siendo un espejismo malsonante de lengua áspera, una película en la que David Cronenberg pagaría por poder filmar uno solo de los fotogramas de esta batalla. Leche caliente es un texto sin fisuras, pero lleno de heridas sobre la identidad, sobre la maternidad, sobre las segundas paternidades y sobre el desamor, o el amor como arma de destrucción masiva. No hay gas más letal que el amor en su versión parental y Deborah Levy (Johannesburgo, 1959) lo cuenta en esta historia con la tranquilidad de quien sabe mirar el desastre y buscar los antídotos para erradicar la epidemia:

«He escrito ensayos sobre la lógica de otras sociedades, pero no tengo idea de mi propia lógica», dice Sofía, una de la protagonistas de esta historia, mientras se sumerge en un triángulo amoroso que ni quiere ni entiende y cuya peligrosa área será quien la libre de la hipoxia emocional a la que la somete el triangulo parental que le sobrevendrá de manera inesperada.

Leche caliente es una novela de amplio espectro en la que se habla de las relaciones maternofiliales extremas, sobre su radicalismo, de identidad sexual, de dependencia, del miedo al cuerpo que no puede ser abrazado por el canon de belleza. De las segundas bodas de los padres que dejan huérfanas a las primeras hijas. Una novela cuyas palabras arden dentro de la boca del lector:

«No estoy segura de cuánto deseo puedo permitirme».

«En la trama principal de mi vida no hay ni un dios ni un padre».

«Mi padre debió de quedar impresionado al descubrir que su hija adulta y pechugona procedente de Londres despertaba el interés sexual de su colega».

«No siempre puedes fiarte de la memoria, no representa toda la verdad».

Los hijos jamás pueden reeducar a un padre o a una madre, los hijos son esclavos de un útero y del semen, y sus efectos colaterales son el único futuro que pueden esperar. Da igual si un hijo ha cumplido la mayoría de edad, da igual si cree tener su propia vida. Y de eso habla esta novela magistral en la que sus párrafos son espejos y sepulcros, en la que una Medea cobarde se olvida de que es una asesina e inicia una tortura emocional contra su hija que acabará llevando a ambas al límite bajo un sol que convierte en hermosas mentiras a todos sus personajes. Un cuadro del dolor en el que el deseo construye un idioma que distorsiona a los protagonistas y que convierte su memoria en un monstruo alucinado con ganas de estar vivo.

«Sofía es camarera por el momento»- dice el padre de la protagonista.

«También soy otras cosas. Tengo una licenciatura y un máster. Soy un ser estremecido por una sensualidad ambigua»- dice Sofía provocando al ausente con la misma saña con que la ausencia del padre la provoca a ella.

Sofía busca la libertad tratando de escandalizar al padre, a la madre, al mismísimo mar Mediterráneo en una danza macabra y plástica, que hará al lector manosear su árbol genealógico para encontrar las claves de su propia memoria emocional.

Leche caliente es una novela dura y brillante, un abismo en el que los puntos cardinales pronuncian los nombres de sus protagonistas en un ejercicio de sadismo útil.

No dejen de leerla, si son hijas, si son madres, si son padres, si son felices, si son infelices, si son heterosexuales, bisexuales, polisexuales, asexuales, porque la libertad que ofrece esta novela es de una belleza y de una verdad deslumbrantes. Reconocerse en el dolor de otros, en el movimiento de otros, en la desesperación y la alegría de otros es un ejercicio que pocas veces se nos ofrece en la vida y en la literatura.


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