22.4.20

Enrique Vila-Matas " Recuerdos inventados"

A las diez en punto de la noche estaba frente al portal de la casa de Rita Malú, y un mayor­domo muy alto le cerraba el paso. Dijo Pampanini:
   -Soy uno de los invitados.
   -¿Por qué uno?
   -¿No hay otros?
   -Ande, pase.
Avanzó por un pasillo, cruzó un pequeño sa­lón y, a medida que iba siendo introducido (es un decir, porque el mayordomo había desapare­cido) en una intrincada red de estancias, fue ca­yendo en la cuenta de que aquél era el tipo de sitio en el que uno sabe que, en cualquier mo­mento, le van a dar un susto. Y así fue. De pron­to chirrió una puerta y, abriéndose sola, dejó ver a Rita Malú que estaba apoyada en una li­brería y se alisaba sus largos guantes impolutos como el marfil.

   -Me alegro de haber venido —dijo él, apro­ximándose a la anfitriona.
   -Yo también —dijo ella.
   -Pero, ¿no es ésta su casa?
   -Ande, suba.

Subieron por una escalera de caracol al terra­do de la casa. Allí estaban varios grupos de invi­tados. Había también farolillos rojos, un piano y cierta alegría. La vista era espléndida, pero Pampanini sintió cierto vértigo y, además, ya desde la primera presentación, presintió que aquello po­día acabar mal. Mientras dos señoras se arroja­ban pasteles de nata a la cabeza, un americano al que llamaban Glen le confundió con un rea­lizador de cine ya fallecido. Tras un solemne sa­ludo, e indiferente a la batalla de las dos señoras (muy fogosas, romanas probablemente), el ame­ricano felicitó a Pampanini por la extrema belleza de su obra, haciendo especial hincapié en aquella emocionante secuencia en la que una esclava se bañaba desnuda en el Tigris. Pampanini iba a protestar cuando una vieja dama le reprochó el ateísmo de sus primeros films.

   -Menos mal que luego se convirtió al catoli­cismo —le dijo la vieja dama.
   -Sin duda me confunden con otro —dijo Pampanini.

 Glen, el americano, encendió lentamente un cigarrillo. La vieja dama fue en busca de un hombre de notable papada y barriga muy pro­minente, un tal Rossi, al que pidió que tocara el piano. El hombre suspiró, se levantó, tropezó con el pie de Pampanini al pasar, y, sentándose de­lante del piano, inclinó la cabeza, permaneciendo inmóvil durante varios segundos. Luego, despa­cio y muy suavemente, dejó el cigarrillo en un cenicero e inclinó otra vez la cabeza. Así estuvo un buen rato hasta que, por fin, levantando la ca­beza, dedicó su actuación al insigne realizador de cine que tanto les honraba aquella noche con su presencia. Pampanini intervino para aclarar, de una vez por todas, la confusión en torno a su identidad.

   -Ese hombre murió hace ya tiempo —dijo Pampanini.

Todos se rieron, e incluso hubo quien, creyén­dola ingeniosa, aplaudió la frase. Entonces, Pam­panini le pidió a Rita que aclarara todo aquel lío.

   -Usted puede aclararlo mejor que yo —le dijo ella, como enfadada.
   Pampanini fue hasta el piano y, apoyándose en él, dijo con voz firme y serena:
   -Me confunden ustedes con un cadáver. Yo soy técnico en caligrafía y trabajo en el Ayun­tamiento. Me llamo Alfredo Pampanini.
   De nuevo, risas y aplausos

 -No me molestaría nada —continuó él— toda esta lamentable confusión de no ser porque yo, señores, nunca voy al cine. Es más, jamás he pisado una sala de cine en mi vida. Ni tan siquie­ra de niño, cuando estaba de moda pasar los do­mingos en uno de esos oscuros locales. Tenía y tengo siempre la imaginación demasiado ocupa­da como para perder el tiempo sentándome frente a una pantalla a esperar a que aparezcan cua­tro fugaces sombras.

Era cierto. De niño, Pampanini estaba siem­pre tan entretenido en sus solitarios juegos que sus padres nunca hallaron el momento oportuno para llevarle al cine. Pasada la infancia, tampoco sintió nunca la menor curiosidad por entrar en una sala. Siempre que le proponían hacerlo, bus­caba un pretexto, más o menos convincente, para evitarse lo que, para él, no era más que una tor­tura. Sospechaba que el cine era el arte más en­gañoso de todos y el único en el que nunca nada era cierto.

-No logrará engañarnos —dijo la vieja dama—. Pero Pampanini ya se había ido. En un rincón del terrado, Rita estaba presentándole a dos jóvenes amigas. Ambas se llamaban Geno­veva. «No puede ser cierto», pensó Pampanini. Una de ellas, la más guapa, trató de advertirle de cierta amenaza que flotaba en el ambiente y le dijo

   -¿No ha visto usted esos pájaros?
   Había un número bastante elevado de pájaros colocados sobre un alambre.
   -¿Y qué hay de particular en ello? —dijo él.
   Rita le cogió del brazo y le condujo al extre­mo opuesto de la fiesta. Durante el trayecto, le preguntó si era verdad que no le gustaba el cine. Pampanini le dijo:
   -Así es. ¿Y sabes por qué? Pues porque en el cine nunca nada es cierto, nunca.

Mientras decía esto, Pampanini no dejaba de girar constantemente la vista hacia el lugar don­de estaban las dos Genovevas. Una de ellas, la menos guapa, le gustaba mucho y estaba pensan­do en entablar una conversación más duradera con ella cuando vio que Glen, el americano, se acercaba furioso a Rita y le recriminaba que hu­biera tan poco alcohol en la fiesta.

   -¿Y para qué quiere usted beber tanto? —terció Pampanini.
   -Para marearme.
   -¿A mí?
   -Ande, siéntese.

Glen le acercó una silla y Pampanini, que no se atrevió a negarse, se sentó en ella. Aún no se había recuperado de su sorpresa cuando, con mayor sorpresa todavía, vio como de una espec­tacular bofetada Glen le cruzaba la cara a Rita.

Como nunca había visto nada parecido, se que­dó pasmado. No puede ser cierto, se dijo. Glen huyó por los tejados y Rossi emprendió su persecución. Poco después, Rossi perdió pie al saltar de un tejado al otro y resbaló. A punto ya de caer, logró agarrarse del canalón del tejado y su som­brero cayó al abismo. Algunos invitados rieron como enloquecidos. No, no puede ser cierto, se dijo Pampanini. Y siguió allí sentado, literalmente pasmado.

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