15.3.14

Gabriel García Márquez "Los idus de marzo"

He vuelto a leer esta semana Los idus de marzo, la hermosa novela de Thornton Wilder que leí por primera vez hace unos veinticinco años en una traducción apresurada, y que he releído muchas veces desde entonces con el primer placer. Cuando estaba escribiendo El otoño del patriarca, como era natural, la tuve siempre a la mano como una fuente deslumbrante de la grandeza y las miserias del poder. La he comprado muchas veces en distintos idiomas para compartir mi estremecimiento con amigos del mundo entero, y no recuerdo a ninguno que no hubiera sucumbido ante aquel manantial de belleza.
Ahora la he vuelto a leer cuando menos lo pensaba, en un vuelo apacible de cuatro horas y en un ejemplar ajeno, y sólo ahora he descubierto cuánto ha tenido que ver con mi vida esa novela magistral. Mi preocupación por los misterios del poder tuvo origen en un episodio que presencié en Caracas por la época en que leí por primera vez Los idus de marzo, y ahora no sé a ciencia cierta cuál de las dos cosas ocurrió primero. Fue a principios de 1958. El general Marcos Pérez Jiménez, que había sido dictador de Venezuela durante diez años, se había fugado para Santo Domingo al amanecer. Sus ayudantes habían tenido que izarlo hasta el avión con una cuerda, pues nadie tuvo tiempo de colocar una escalera, y en las prisas de la huida olvidó su maletín de mano, en el cual llevaba su dinero de bolsillo: trece millones de dólares en efectivo. 

Pocas horas después, todos los periodistas extranjeros acreditados en Caracas esperábamos la constitución del nuevo Gobierno en uno de los salones suntuosos del palacio de Miraflores. De pronto, un oficial del Ejército en uniforme de campaña, cubriéndose la retirada con una ametralladora lista para disparar, abandonó la oficina de los conciliábulos y atravesó el salón suntuoso caminando hacia atrás. En la puerta del palacio encañonó un taxi, que le llevó al aeropuerto, y se fugó del país.

Lo único que quedó de él fueron las huellas de barro fresco de sus botas en las alfombras perfectas del salón principal. Yo padecí una especie de deslumbramiento: de un modo confuso, como si una cápsula prohibida se hubiera reventado dentro de mi alma, comprendí que en aquel episodio estaba toda la esencia del poder. Unos quince años después, a partir de ese episodio y sin dejar de evocarlo, o sin dejar de evocarlo de un modo constante, escribí El otoño del patriarca.

Mi primer texto para aprender a descifrar el misterio fue Los idus de marzo. Como lo saben quienes la han leído, la novela es la reconstrucción literaria de los últímos años de la República Romana y de la propia vida de su dictador, Julio César. El pretexto del relato, en torno del cual se construye, es una fiesta ruidosa que Clodia Pulcher y su hermano ofrecían en honor de dos varones ilustres: Julio César y el poeta Cayo Valerio Cátulo. Es una licencia literaria, porque el año de la fiesta, que era el 45 antes de Cristo, Cátulo debía tener unos ocho años de muerto. Pero un escritor grande como Thornton Wilder no podía detenerse en esas menudencias racionalistas. Fue mucho más lejos.

En la novela, el dictador, ataviado con sus mejores galas, abandonó la recepción descomunal que la reina Cleopatra le ofrecía aquella noche, y fue a velar a Cátulo en su lecho de moribundo. "Toda la noche estuvimos oyendo las orquestas y viendo el cielo iluminado por los fuegos artificiales", dijo un testigo supuesto. El autor atribuyó el relato de aquella velación a una carta que la mujer de Cornelio Nipote le escribió a su hermana Postumia, y concluyó que César, para consolar al moribundo, no hizo más que hablarle de Sófocles. "Cayo murió con un coro de Edipo en Colona", decía el relato.

Antes de Los idus de marzo, lo único que yo había leído sobre Julio César eran los libros de texto del bachillerato, escritos por los hermanos cristianos, y el drama de Shakespeare, que, al parecer, le debe más a la imaginación que a la realidad histórica. Pero a partir de entonces me sumergí en las fuentes fundamentales: el inevitable Plutarco, el chismoso incorregible de Suetonio, el árido Carcopino y los comentarios y memorias de guerra del propio Julio César. Todos ellos se refieren, por supuesto, a la diligencia frenética con que los augures oficiales descuartizaban animales y escudriñaban la naturaleza para averiguar el porvenir.

El primero de septiembre del 45 antes de Cristo -según cuenta Thornton Wilder-, el dictador recibió de sus adivinos más de quince informes, entre ellos el de un ganso que tenía manchas en el corazón y en el hígado, y un pichón siniestro que tenía un riñón fuera de lugar, el hígado hinchado y de color amarillo y una piedrecita de cuarzo en el buche. "Yo, que gobierno tantos hombres, soy gobernado por pájaros y truenos", dijo César, aturdido por tantos y tan confusos presagios. No sé dónde leí que había terminado por clausurar el colegio de augures, y escribió contra ellos un libro de protesta cuyo solo título era un poema: Auguralia. Lo busqué durante muchos años, hasta que el crítico Ernesto Volkenin, que es la persona que más sabe de eso en este mundo, me dijo de un modo severo y para siempre: "Ese libro no existió nunca".

A fin de cuentas, Los idus de marzo es sólo una hipótesis sobre la personalidad de César. Pero es una hipótesis que tal vez supere la realidad. "Todos comprendemos muy bien al cocinero de César que se quitó la vida cuando se le incendió el fogón", cuenta un Cornelio Nepote invcritado por Thornton Wilder. Dice que había invitados importantes cuando ocurrió el percance, Y el mayordomo, asustado, obligó al cocinero a que se lo coritara a César. Pero éste no se inmutó cuando lo supo, sino que le pidió de muy buen modo al cocinero que le llevara dátiles y ensalada para sustituir la cena perdida. Entonces el cocinero sahó al jardín y se degolló con el cuchillo de las verduras.

Veinte siglos después de ese suicidio, circuló en España una historia que ilustraba tan bien como aquella sobre la fatalidad del poder. Según esa historia, una nieta del generalísimo Francisco Franco, de unos siete años, dio muestras de disgusto en casa de un ministro cuando vio una atractiva anunciadora en la televisión. "Es una pesada", dijo la niña. Entonces le preguntaron por qué lo decía, y ella dijo: "Porque mi abuelito dice que es una pesada". Aquella fue la última vez en que se vio a la atractiva anunciadora en la televisión.

El 15 de marzo del año 44 antes de Cristo, todo el mundo en Roma sabía que a César le iban a matar. Todo el mundo menos él mismo. Plutarco cuenta que el griego Artemidoro, profesor de elocuencia helénica, se abrió paso a través de la muchedumbre que aclamaba al dictador cuando iba para el Senado, y le entregó un papel escrito de su puño y letra, con la advertencia de que lo leyera de inmediato. César solía entregar a sus secretarios los muchos papeles que le daban en la calle, pero aquel lo retuvo en la mano izquierda para leerlo en la primera oportunidad.

Allí estaban contados los pormenores de la conspiración y la forma en que César sería asesinado. Pero él no lo leyó nunca, pues un instante después entró en el Senado y fue muerto de veintitrés puñaladas. Suetonio termina su relato de este modo: "Antisio, el médico, dijo que de todas aquellas heridas sólo la segunda en el pecho debió haber sido mortal". Cualquier parecido con cualquier otra historia, viva o muerta, será pura coincidencia

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