Ahí está el caso de Joseph Conrad, que, un día en alta mar, decidió pasarle a un rudo marino llamado Jacques el manuscrito de su primera novela, La locura de Almayer. Conrad le preguntó si le aburriría mucho leer algo con una caligrafía como la suya, y Jacques respondió que en absoluto y lo hizo acompañándose de un inesperado tono cortés y añadiendo: “Lo leeré esta noche”.
Elegir como primer lector a un tosco lobo de mar fue correr un riesgo innecesario. Pero a veces esos trances abren grandes puertas. A la mañana siguiente, Conrad se acercó a Jacques y, con un tembloroso hilillo de voz, le preguntó si le había interesado lo que había leído. Tras un breve pero tremendo silencio, obtuvo esta respuesta: “¡Ya lo creo!”. Quiso entonces saber Conrad si le había resultado clara la historia. “Por supuesto, perfectamente”, dijo su primer lector.
Conrad ya no pudo olvidar nunca detalles de aquel momento: la cortinilla de su litera contoneándose de un lado a otro, la lámpara del mamparo trazando un círculo sobre el balancín de cardán.
Jacques no añadió ni una palabra más, pero su sobria respuesta había abierto un gran camino. Asusta pensar qué habría sido de los lectores de Conrad si aquel marino, sin saberlo, hubiera tenido alma de destripador de clásicos. O de crítico cascahuevos.
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