El hecho de estar atado, encadenado a un sitio es a veces más cálido y rico en secretas ternuras que la libertad sin fronteras, que deja abiertas puertas y ventanas al mundo entero y en cuyas estancias luminosas el hombre es muy pronto atacado por un frío glaciar o un calor opresivo. Joseph Marti, el protagonista de El ayudante (1908) es un buen ejemplo del personaje voluntariamente sumiso que caracteriza la obra de Robert Walser (1878-1956), un personaje hecho para ser dominado y que cae en los brazos de los demás arrastrado por un sentimiento de dependencia absoluta.
Hay algo de sensual y noble en el comportamiento de Joseph: prefiere no-ser a ser porque en su interior piensa que, al fin y al cabo, en el mundo hay seres muchos más poderosos que él, y aunque se identifica con los débiles y sufre por ellos, no deja de reconocer sus marcadas limitaciones en el oficio de vivir. No hay abyección alguna, no es el hombre que se arrodilla humillado: es el hombre que triunfa en su conformidad.
Aunque la novela sólo narra unos meses como ayudante en la oficina de un inventor, adivinamos que cualquiera que sea su destino, Joseph se adapta inmediatamente a él y a su particular mirada sobre el mundo: en el momento en que pone los pies en la casa del ingeniero Tobler, Joseph baja a su oficina «por una escalera que más parecía hecha para gallinas que para personas». Esta apreciación contrasta poderosamente con la majestuosidad de la casa, adquirida por Tobler tras heredar una fortuna.
Prácticamente toda la historia se desarrollará dentro de esos espléndidos muros que son como una jaula de oro para el protagonista. Sin embargo, no todo es reluciente: el ingeniero Tobler ha dilapidado su dinero tanto en la compra de la villa para él y su familia, como en el diseño y comercialización de una serie de inventos cuyo interés comercial resulta ridículo. Joseph ha entrado como ayudante de un ingeniero terco e inocente que no vende nada pero cuya voluntad y entusiasmo es admirable a los ojos de su ayudante, y no solo de él, sino también de la mujer del inventor.
A medida que avanza la historia observamos que el trabajo de Joseph va tendiendo más hacia las tareas propias del hogar que de la oficina técnica: empieza columpiando a Frau Tobler y termina cuidando el jardín y limpiando los cristales de las ventanas. Pero no por ello se rebaja Joseph, sino más bien lo contrario: se encuentra feliz porque ayuda a la alegría de esa casa cada vez más sumida en la miseria por los delirantes sueños de su propietario.
Curiosamente, conforme Joseph aumenta su propia estima, siempre dentro de su mediocridad, la situación económica de su jefe empeora, y con ello, va disminuyendo la categoría moral de los habitantes de la villa. Herr Tobler apenas si aparece por ella, siempre en la cantina de la estación esperando un tren que lo lleve a ninguna parte; Frau Tobler, aburrida, testigo lúcido del desencanto conyugal, apenas si hace otra cosa que hablar con Joseph y jugar a las cartas con los pocos amigos que le van quedando a la pareja, dejando a sus hijos al cuidado de una criada que se ensaña con la pequeña de la casa, Silvi, verdadera víctima del desmoronamiento familiar.
Mientas tanto, Joseph continúa con su escasa labor como ayudante, despidiendo de la oficina a los acreedores con exquisitas cartas en las que defiende a su jefe de forma expeditiva. En esos momentos aparece otro Joseph, el sirviente que se impone con un poder ilimitado contra quienes tienen legítimo derecho sobre un negocio ruinoso. No hay nada de servil en ello: está al servicio de un hombre brillante al que hay que defender por depositar su confianza en él, aunque ni siquiera le pague su salario.
Se sabe que en las reuniones con amigos que Kafka organizaba para leer fragmentos de su obra, se terminaba el discurso entre grandes risotadas. En Robert Walser, como en Kafka, hay un humor sutil y exquisito que nace del contraste entre la realidad y el pensamiento o la conducta de los personajes. El lector está leyendo una cosa, pero Walser le quiere decir otra, y en esa perplejidad es donde hallamos la verdadera magia de esta novela. Cuando ha transcurrido casi toda la estancia de Joseph como ayudante, en la creencia de que el inventor-jefe es un hombre perseguido por la mala suerte a pesar de su clarividencia para los negocios, asistimos a una escena reveladora: Frau Tobler cae enferma y su marido, para ayudarla en su convalecencia, le ofrece su último invento, «la silla para enfermos», en la que se ha gastado una fortuna. La descripción de la prueba efectiva del artefacto es un claro ejemplo de cómo un escritor puede convertir un drama en algo ridículo con unas pocas y acertadas palabras.
Entonces es cuando vemos la cara real de la novela: los personajes se caracterizan, no por lo que son, sino por lo que no son. Así, Herr Tobler aparece como un hombre audaz e impávido, con un brazo fuerte y una mano firme, pero no precisamente en sus aspiraciones, sino en la capacidad de aguantar las tormentas y las adversidades, sintiéndose feliz, no por los esfuerzos coronados por el éxito, sino por el poder que tiene para no asfixiarse en el fracaso.
De esta manera, la novela se convierte en la negación de lo que podría haber sido, en el relato de lo que nunca sucedió a sus protagonistas. Robert Walser utiliza para ello una técnica en la que la ironía se apodera del punto de vista del narrador en tercera persona, que está tanto dentro como fuera de la escena, siempre gravitando su atención sobre el diligente Joseph, personaje lleno de matices inesperados, tan inesperados como cada uno de los párrafos de esta asombrosa obra maestra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario