La primera novela de Javier Marías, Los dominios del lobo (1971), vivamente apreciada en su momento por un sector de la crítica, se resintió de la concurrencia de diversos factores externos que impidieron que se prestara a su autor toda la consideración que merecía. Ante todo, no debe olvidarse la juventud de Marías -que tiene en la actualidad veintiún años-: estamos acostumbrados, por lo menos en alguna medida, a la precocidad en los poetas, pero un narrador precoz es cosa en la que difícilmente nos avenimos a creer (a menos, y éste es justamente el caso, nada usual, de Javier Marías, que se trate de alguien lo bastante inteligente como para preferir velar las armas de su oficio a intentar -sabedor de que esta pretensión es cosa propia de edad más madura- sentar plaza de nuevo Joyce de buenas a primeras).
En segundo lugar, la aparición del libro coincidió, o poco menos, con una situación conflictiva en su editora que perjudicó su difusión y distribución. En tercer lugar -y he dejado para el final lo más importante-, ni el modo de hacer de Marías estaba pensado para halagar los gustos beocios de buena parte de nuestra opinión literaria -y pienso tanto en la tendencia conservadora como en la que pasa por avanzada-, ni en la fecha de su aparición había surgido el pintoresco mecanismo que, de un tiempo a esta parte, se ha creado en torno al fantasma de cierta presunta "nueva novela española".
El balance de esta última operación -llevada a cabo, como se sabe, conjuntamente por dos editoriales, y extensible a alguna otra- es, a mi modo de ver, clarísimo: los novelistas de más edad y experiencia que han reaparecido en la presente ocasión han confirmado sustancialmente su trayectoria anterior, para bien o para mal, según los casos; los más jóvenes -los que publicaban por primera vez, o poco menos- han arrojado un saldo casi enteramente negativo.
No se han producido, en suma, en esta campaña verdaderas revelaciones, ni han surgido a la luz talentos de los que anteriormente no hubiéramos tenido ya noticia. Que la tan mentada nueva novela existe es un hecho; pero debemos buscarla en otra parte: por ejemplo, y principalmente, en Juan Benet, en el último Juan Goytisolo, en el último Torrente Ballester. (Soy consciente de las diferencias de todo orden que separan a estos escritores).
Y, si a los más jóvenes nos atenemos, me parece claro que su recién aparecida Travesía del horizonte -que, por ir más a contrapelo de los gustos del día, acaso desconcierte a algunos- confirma ampliamente las cualidades de su novela anterior y sitúa a Javier Marías en una posición de privilegio entre los narradores peninsulares menores de treinta años.
No por tratarse, entiéndaseme bien, de la última palabra del escritor; no aspira a serlo; sí por evidenciar, dentro del marco que el autor se ha fijado, un gusto literario nada común y un dominio muy notable del género o patrón narrativo elegido. Marías no ha pretendido -y en esta renuncia a escribir "su" gran novela a los veinte años reside, sin duda, su primer acierto- convertirse de la noche a la mañana en el autor de una obra enciclopédica; más bien le ha preocupado utilizar el divertimento, el homenaje literario y aun el pastiche confesado para progresar en la conquista de un mundo propio; escribir conscientemente "a la manera de..." como etapa previa a la manera individual que podrá desarrollar más adelante.
Este aprendizaje o ejercicio, frecuentísimo en los poetas, no se da tan a menudo de modo consciente en los novelistas; más raro es aún que, como ocurre en el caso de Marías, los resultados tengan validez y entidad estética por sí mismos; de estas peculiaridades, y del deliberado exotismo de los modelos elegidos, derivarán, a lo que entiendo, las principales dificultades de comprensión con las que puedo tropezar una obra como Travesía del horizonte.
El lector hará bien, a mi modo de ver, en prescindir, en una primera lectura, del llamado "libro primero"; estas páginas iniciales, que es muy útil leer terminada la obra, pueden dar, en cambio, colocadas al comienzo, una idea muy errónea de las características de aquélla.
Lo que singulariza a Travesía del horizonte es, por una parte, el voluntario anacronismo y extranjería de su estilo y sus temas; por otra parte, su diafanidad, exenta de las primeras pretensiones vanguardistas que convierten en plúmbeos y miméticos mamotretos no pocas novelas de los compañeros de generación de Marías. Dos modelos, a lo que entiendo, ha tenido principalemente presentes nuestro autor: Conrad y Henry James. (Más marginalmente, quizás otro de la misma época, que ya mencionaré).
Como Los papeles de Aspern, Travesía del horizonte tiene por tema o eje central el manuscrito póstumo de un escritor; como La lección del maestro y otros muchos relatos de James, se encamina al descubrimiento de un misterio que terminará por reverlarse inexistente, trivial o principalmente alegórico. A esta línea central vienen a superponerse dos motivos tangenciales: la historia del capitán Kerrigan, que es un collage conradiano a medio camino entre la parodia y el homenaje, y el pintoresco relato del secuestro escocés del pianista, que evoca de modo irresistible los episodios absurdos o inexplicables que sirven de punto de partida a las mejores narraciones policiales de Conan Doyle.
Deliciosamente convencional y decimonónico, el estilo de Travesía del horizonte sirve con notoria habilidad a sus propósitos. Sin duda, la proporción de pastiche es muy grande; pero sería erróneo juzgar a Marías utilizando como referencia lo que no haya entrado en su intención.
No se pretende, en Travesía del horizonte, que creamos en la verosimilitud psicológica, social o moral del relato; la adhesión al estilo del novelista que se nos pide concierne, pues, sino a la fidelidad con que se haya incorporado al tono propio de Marías la manera de los modelos que le han guiado. Conrad, James o Conan Doyle se convierten, en cierto modo, en subgéneros; no es que Marías haya utilizado hallazgos o procedimientos de estos autores, sino que, erigiendo en género aparte la novela conradiana, la novela jamesiana y el relato de Conan Doyle -voluntariamente reducidos a su discruso externo, esto es, vaciados de su significación moral, en los dos primeros casos, o del resorte de la intriga, en el último- los ha abordado con el mismo espíritu con el que antaño un poeta incipiente podía escribir imitaciones de Propercio o de Petrarca.
En los mejores casos -y, entre todos, el Proust de los pastiches es el ejemplo excelso- ello fue preludio, a veces muy dilatado, a la cristalización del universo novelesco y el repertorio estilístico propios de cada autor. Evidentemente, sólo al futuro cumple informarnos de la trayectoria posterior de Javier Marías. Por lo pronto, por raras entre nosotros, las cualidades de su Travesía del horizonte debieran bastar para que se siguiera esta trayectoria con una atención a la que muy pocos de los nuevos novelistas peninsulares pueden, hoy por hoy, aspirar razonablemente.
No son malos, sino todo lo contrario, los modelos elegidos; es independiente a todas luces la actitud; es casi siempre hábil, y muy brillante a veces, la ejecución. ¿confirmará el futuro, ya en otros registros, tales cualidades? Tenemos razones para esperarlo.
Pere Gimferrer
El balance de esta última operación -llevada a cabo, como se sabe, conjuntamente por dos editoriales, y extensible a alguna otra- es, a mi modo de ver, clarísimo: los novelistas de más edad y experiencia que han reaparecido en la presente ocasión han confirmado sustancialmente su trayectoria anterior, para bien o para mal, según los casos; los más jóvenes -los que publicaban por primera vez, o poco menos- han arrojado un saldo casi enteramente negativo.
No se han producido, en suma, en esta campaña verdaderas revelaciones, ni han surgido a la luz talentos de los que anteriormente no hubiéramos tenido ya noticia. Que la tan mentada nueva novela existe es un hecho; pero debemos buscarla en otra parte: por ejemplo, y principalmente, en Juan Benet, en el último Juan Goytisolo, en el último Torrente Ballester. (Soy consciente de las diferencias de todo orden que separan a estos escritores).
Y, si a los más jóvenes nos atenemos, me parece claro que su recién aparecida Travesía del horizonte -que, por ir más a contrapelo de los gustos del día, acaso desconcierte a algunos- confirma ampliamente las cualidades de su novela anterior y sitúa a Javier Marías en una posición de privilegio entre los narradores peninsulares menores de treinta años.
No por tratarse, entiéndaseme bien, de la última palabra del escritor; no aspira a serlo; sí por evidenciar, dentro del marco que el autor se ha fijado, un gusto literario nada común y un dominio muy notable del género o patrón narrativo elegido. Marías no ha pretendido -y en esta renuncia a escribir "su" gran novela a los veinte años reside, sin duda, su primer acierto- convertirse de la noche a la mañana en el autor de una obra enciclopédica; más bien le ha preocupado utilizar el divertimento, el homenaje literario y aun el pastiche confesado para progresar en la conquista de un mundo propio; escribir conscientemente "a la manera de..." como etapa previa a la manera individual que podrá desarrollar más adelante.
Este aprendizaje o ejercicio, frecuentísimo en los poetas, no se da tan a menudo de modo consciente en los novelistas; más raro es aún que, como ocurre en el caso de Marías, los resultados tengan validez y entidad estética por sí mismos; de estas peculiaridades, y del deliberado exotismo de los modelos elegidos, derivarán, a lo que entiendo, las principales dificultades de comprensión con las que puedo tropezar una obra como Travesía del horizonte.
El lector hará bien, a mi modo de ver, en prescindir, en una primera lectura, del llamado "libro primero"; estas páginas iniciales, que es muy útil leer terminada la obra, pueden dar, en cambio, colocadas al comienzo, una idea muy errónea de las características de aquélla.
Lo que singulariza a Travesía del horizonte es, por una parte, el voluntario anacronismo y extranjería de su estilo y sus temas; por otra parte, su diafanidad, exenta de las primeras pretensiones vanguardistas que convierten en plúmbeos y miméticos mamotretos no pocas novelas de los compañeros de generación de Marías. Dos modelos, a lo que entiendo, ha tenido principalemente presentes nuestro autor: Conrad y Henry James. (Más marginalmente, quizás otro de la misma época, que ya mencionaré).
Como Los papeles de Aspern, Travesía del horizonte tiene por tema o eje central el manuscrito póstumo de un escritor; como La lección del maestro y otros muchos relatos de James, se encamina al descubrimiento de un misterio que terminará por reverlarse inexistente, trivial o principalmente alegórico. A esta línea central vienen a superponerse dos motivos tangenciales: la historia del capitán Kerrigan, que es un collage conradiano a medio camino entre la parodia y el homenaje, y el pintoresco relato del secuestro escocés del pianista, que evoca de modo irresistible los episodios absurdos o inexplicables que sirven de punto de partida a las mejores narraciones policiales de Conan Doyle.
Deliciosamente convencional y decimonónico, el estilo de Travesía del horizonte sirve con notoria habilidad a sus propósitos. Sin duda, la proporción de pastiche es muy grande; pero sería erróneo juzgar a Marías utilizando como referencia lo que no haya entrado en su intención.
No se pretende, en Travesía del horizonte, que creamos en la verosimilitud psicológica, social o moral del relato; la adhesión al estilo del novelista que se nos pide concierne, pues, sino a la fidelidad con que se haya incorporado al tono propio de Marías la manera de los modelos que le han guiado. Conrad, James o Conan Doyle se convierten, en cierto modo, en subgéneros; no es que Marías haya utilizado hallazgos o procedimientos de estos autores, sino que, erigiendo en género aparte la novela conradiana, la novela jamesiana y el relato de Conan Doyle -voluntariamente reducidos a su discruso externo, esto es, vaciados de su significación moral, en los dos primeros casos, o del resorte de la intriga, en el último- los ha abordado con el mismo espíritu con el que antaño un poeta incipiente podía escribir imitaciones de Propercio o de Petrarca.
En los mejores casos -y, entre todos, el Proust de los pastiches es el ejemplo excelso- ello fue preludio, a veces muy dilatado, a la cristalización del universo novelesco y el repertorio estilístico propios de cada autor. Evidentemente, sólo al futuro cumple informarnos de la trayectoria posterior de Javier Marías. Por lo pronto, por raras entre nosotros, las cualidades de su Travesía del horizonte debieran bastar para que se siguiera esta trayectoria con una atención a la que muy pocos de los nuevos novelistas peninsulares pueden, hoy por hoy, aspirar razonablemente.
No son malos, sino todo lo contrario, los modelos elegidos; es independiente a todas luces la actitud; es casi siempre hábil, y muy brillante a veces, la ejecución. ¿confirmará el futuro, ya en otros registros, tales cualidades? Tenemos razones para esperarlo.
Pere Gimferrer
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