¿Le gustaría localizar a la mejor literatura de hoy? Agáchese, búsquela literalmente por los suelos, verá cómo enseguida la encontrará. La tienen por ahí tirada, abandonada en los rincones. El otro día, al disponerme a salir hacia Portugal, hacia el festival de cine de Estoril, busqué en la librería del aeropuerto un libro que me acompañara en el viaje. Me acordé de que acababa de publicarse la correspondencia entre J.M. Coetzee y Paul Auster y di ingenuamente por sentado que, siendo dos autores sobradamente conocidos y tratándose de una flamante novedad, encontraría el libro sin más problema.
Ante mi sorpresa, sólo tras unos minutos de paciente búsqueda por las estanterías y de tener que viajar visualmente por las más horrendas portadas de best-sellers que hubo nunca, acabé encontrando lo que buscaba en un lugar bien difícil: a ras de suelo, junto al reino de las ratas. Ahí es donde muchos tienen situado a Coetzee, el que probablemente sea el mejor narrador contemporáneo vivo. Creo que eso dice mucho del estado de las cosas.
Lo pienso y veo que no debería haberme extrañado tanto de todo esto, pues a fin de cuentas sé perfectamente que vivimos en el imperio de los E. L. James, Sylvia Day, o de los aterciopelados relatos de Hilary Boyd, la autora de Estoy embarazada y trabajo ¿qué debo hacer? Pero soy humano, todavía lo soy, y me afectó tener que agacharme para rescatar aquel Coetzee&Auster.
Escribió Wallace Stevens que el hombre es un eterno principiante. Y seguramente llevaba más razón que un santo. La prueba es que en el avión que iba a llevarme a Lisboa y nada más adentrarme en el libro comprado en el aeropuerto, quedé sorprendido al encontrar en la página 16 una carta de septiembre de 2008 en la que Coetzee le decía a Auster que se sentía feliz de que fueran a coincidir en muy pocos días en el encuentro de cine de Estoril. Como me dirigía precisamente hacia ese festival, la coincidencia me hizo reaccionar como si fuera un principiante en este tipo de sorpresas y hasta me sentí turbado cuando en realidad debería haber recordado que esa clase de azares se dan en la vida real con frecuencia y más si uno lee libros en los que está Paul Auster.
Me interesaron las páginas del libro dedicadas al tema de la amistad. Para el gran Auster, las mejores relaciones amistosas, las más duraderas, se basan en la admiración mutua. Coetzee, por su parte, considera que si realmente cuesta tanto decir algo interesante sobre la amistad, entonces se materializa otra idea: que a diferencia del amor o de la política, que no son nunca lo que parecen, la amistad sí es lo que parece. Dicho de otro modo: la amistad es transparente; por serlo, por ser siempre lo que parece y nada más, ya desde muy antiguo no ha sido nunca tema para la filosofía.
Con los amigos, a diferencia de lo que nos pasa con los amores, no es imprescindible verse, a veces incluso es mejor no verse durante mucho tiempo. Me viene ocurriendo esto desde hace años con Adolpho Arrietta, nuevo nombre de guerra del cineasta madrileño Adolfo Arrieta, mi buen amigo en fiestas del Paris de los años setenta y al que desde aquella época veo una vez cada quince o veinte años sin que la amistad y la admiración hayan jamás encogido lo más mínimo. Encontré a Adolpho en Estoril, donde el festival proyectaba en sesiones nocturnas su obra underground de los años setenta, y pude volver a ver –diría también que releer-, después de tres décadas sin acercarme a ella, su extraña y fascinante Tam-Tam, película tan festiva como apocalíptica, rodada en el peculiar Saint-Germain de 1974: una ficción que hoy es un valioso documento sobre cierta juventud parisina de aquellos años (todos eran mis amigos) y también un trágico testimonio de cómo pasa el tiempo, sobre todo, ay, para los que no han muerto.
Viendo Tam-Tam al lado de Paulo Branco (alma del festival y seguramente el último de los productores independientes de Europa), no podía dejar de pensar en El estado de las cosas, la película que él financiara a Wim Wenders en 1982 y que tanto varió la vida de algunos de mis más viejos amigos, film esencial para mi generación, rodado en invierno en un destartalado hotel de Praia Grande, frente al oleaje del Atlántico que se desparramaba en aquella película sobre una piscina vacía, hoy en día todavía ahí frente al océano, cerca de la carretera de Sintra a Lisboa, “tan lejos de todo y tan cerca de mí”, que diría Pessoa.
El hotel de Praia Grande lo había visitado aquella misma tarde, con la rara impresión de recordar el lugar sólo por una película, pero sintiéndolo directamente ligado con fuerza a mi vida, de la misma manera, por ejemplo, que en cierta ocasión me sentí muy ligado a un terremoto no vivido, sólo leído: aquel movimiento de tierras de Lisboa que originó olas de pleamar tan intensas que subieron hasta Holanda.
Viendo Tam-Tam y su visión apocalíptica sobre estado de las cosas en el mundo de entonces, un estado en el fondo tan dulce comparado con el de ahora, tan terrorífico, no pude dejar de pensar todo el tiempo en las olas que por la tarde había visto desplomarse sobre la piscina del hotel de Praia Grande y también en el duro monólogo final de la película de Wenders, aquel soliloquio que denunciaba el estado de las cosas en la industria del cine y avisaba de las catástrofes que nos esperaban para tiempos venideros. Para algunos, aquel monólogo fue el final de un período de inocencia de toda una generación, quizás porque El estado de las cosas tuvo la virtud de alertarnos, tal como hace hoy cierta literatura, de los problemas que cada día con más fuerza la industria le creaba al arte.
Al salir de la proyección de Tam-Tam, noté que aún seguía viviendo en el momento exacto en el que, por la tarde, en compañía de amigos, había visto la piscina de Praia Grande frente al imponente Atlántico. Lo conté en la cena que siguió en un restaurante chino incrustado en el Casino de Estoril, a cien metros del hotel donde en 1968 trabajé como actor secundario en Al servicio de su majestad (interpretada por George Lazenby y Diana Rigg), aquel film de la serie Bond surgido de una irregular adaptación al cine de la que quizás sea la mejor de todas las novelas de Ian Fleming sobre el agente 007.
Después, ya de regreso al hotel, en la terraza de mi cuarto frente a la soledad del Atlántico, miré al océano como sólo podría mirarlo un actor secundario de una película secundaria de Bond y no me pude relajar nada, tal vez a causa de los insistentes presagios de tormentas y porque veía en mi imaginación, de forma casi enfermiza, a la Europa de hoy infestada de fantasmas, cargada de señales del pasado, y porque me llegaba con el viento la obsesiva perorata de un charlatán que aseguraba que el mundo occidental estaba desgastado por las conflagraciones, la palabrería y el alcohol. Y Europa irremisiblemente muerta desde la primera guerra mundial. Todo lo que en la actualidad nos sucedía a los europeos venía directamente de aquellos lodos, todo incluso la especie de castigo que venía cayendo sobre nuestro continente desde tiempo ya casi inmemorial, porque todo, decía el charlatán, venía de más lejos de lo que creíamos. Hitler subiendo aquella montaña, y luego bajándola cadáver en compañía de todos los cadáveres que había originado.
Y así fue cómo, de pronto, las olas del Atlántico parecieron querer abrir entre ellas una brecha por la que tal vez se pudiera huir, lo que me empujó tanto a sentarme para pensar como a desarticular conjuros y acordarme de Blanchot que decía que así como la literatura se encaminaba hacia sí misma, hacia su propia esencia, que consistía en su desaparición, la noche se encaminaba hacia sí misma, hacia su propia esencia, que, como no podía ser más evidente, consistía en no dejarnos dormir.
ENRIQUE VILA-MATAS
El País, Babelia, 1 diciembre 2012
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