Veinte siglos antes un centurión romano había soñado junto a esta columna (…) Se había quedado allí para defender las posesiones del Imperio, y mientras Roma se pudría, los bárbaros acampaban a sus puertas y las mujeres y las hijas de los senadores esperaban a la noche para acostarse con ellos…”
“¿Qué pensaban los centuriones romanos abandonados en tierras de Africa y que con algunos veteranos y algunos auxiliares bárbaros, siempre dispuestos a la traición, trataban de mantener las colonias del Imperio mientras que en Roma el pueblo se sumergía en el cristianismo y los Césares en el libertinaje?”
Los campos de prisioneros de Indochina.
Francia.
Argelia.
Enfermos del mal amarillo, la nostalgia invencible de Indochina, los Centuriones son arrastrados hasta Argelia, fieles sólo a sí mismos y a su idea del mundo. Francia, esa patria esquiva e incómoda, dirigida por burgueses incapaces, avanza de renuncia en renuncia mientras De Gaulle guarda un inmenso silencio. Pero los centuriones demostrarán que están por encima de la política y la derrota. Son los nuevos creyentes en una fe de pureza y sacrificio, de camaradería viril y lealtad fraternal.
El autor obtuvo una fama considerable con este libro, que puede ser una pasable novela de aventuras pero es una excelente obra psicológica. Una novela en un sentido muy francés, en la que la trama es una excusa para reflexionar sobre un momento histórico a la vez que para describirlo. Los personajes, todos ellos, resultan bastante planos. Y la trama de la novela no es tal. Simplemente relata el viaje desde la derrota de Dien Bien Phu hasta la guerra de Argelia por parte de un grupo de oficiales paracaidistas franceses. La fuerza de la obra, la que le ha dado su carácter mítico, es la reflexión permanente sobre el significado de la vida y de la guerra para un oficial de una unidad de élite destinado en una guerra colonial.
Larteguy, que posiblemente se describe a sí mismo en varias ocasiones, resume el sentir de los hombres del mediterráneo en una reflexión breve pero evocadora: “Amantes de las frases y las chicas bien hechas”.
Y en eso consiste el libro, en las conversaciones de oficiales paracaidistas, brutales y endurecidos, donde meditan sobre la existencia y su sentido. Formulan juicios filosóficos sobre el mundo a través de discursos más declamados que pronunciados, cómo en una obra de teatro clásica, ofreciendo su pensamiento perfectamente estructurado y dotado de un tinte literario, casi poético. Por el modo en que razonan y se expresan, en como emiten juicios que han meditado largamente en horas de lectura y reflexión, se podría decir que los oficiales paracaidistas que describe podrían pasar por estudiantes de teología (no en vano, llegan a encontrarse con un seminarista y a “convertirlo”). Son los comisarios políticos de una nueva fe.
Larteguy fue oficial francés y un periodista especializado en conflictos bélicos. No dejó de transmitir en su novela la que era su opción vital: Una decidida defensa del colonialismo francés, un anticomunismo ferviente y una crítica profunda a la corrupción, racismo y brutalidad que sostenían precisamente ese mismo colonialismo que le seducía. En casi todas las situaciones el autor muestra el punto de vista de los “enemigos” de un modo comprensivo, exponiendo a las claras como a los soldados franceses les faltaba una fé semejante a la del enemigo, sin la que era imposible derrotar a los insurgentes.
No sería el menor mérito para sacar esta novela de 1960 de la estantería de la nostalgia el hecho de que el general Petraeus la citó como una de sus obras de referencia. Sin embargo, casi todo lo que se expone, nos parecerán verdades de Perogrullo. La propia novela deja claro que las soluciones simples no resuelven problemas complicados.
Publicado por Urogallo
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