Para comprender la grandeza de Orson Welles los especialistas del séptimo arte han rastreado de manera obsesiva los cuarenta años que siguieron al estreno de su obra mítica, El ciudadano Kane (1941). Sin darse cuenta que para averiguar cómo fue posible que un muchacho de 24 años, sin antecedentes previos en el mundo del cine, haya sido contratado por Hollywood para dirigir, producir, escribir el guión y actuar en una película sobre un magnate de los medios de comunicación, debían justamente rastrear sus años iniciales. 24 años por cierto que permanecieron durante mucho tiempo a oscuras o que fueron tratados de manera superficial.
En 1999 un excelente actor británico, Simon Callow, famoso hasta ese momento por su aparición en piezas inglesas contemporáneas como Cuatro bodas y un funeral (aquel barbudo que fallece en una de las fiestas) y Un cuarto con vista, publicó el libro que faltaba sobre Orson Welles: 640 páginas (Orson Welles. The Road to Xanadu. Vintage-Jonathan Cape, Londres. Viking Press, Nueva York) que transitan un puente luminoso entre los antecedentes familiares y la llegada de la fama con la película sobre el rey de la prensa sensacionalista, Charles Foster Kane.
El dato relevante aquí es el siguiente: Callow advirtió que Welles había narrado de manera distinta su bagaje familiar y su juventud. Se adjudicó una entrevista con Georges Bernard Shaw, en 1929, que nunca tuvo lugar. Y más tarde rememoró un encuentro con Sara Bernhardt que no pudo ocurrir, porque la actriz francesa estuvo en Nueva York por última vez en 1918, cuando Welles tenía tres años. En entrevistas con André Bazin, y muchos otros críticos notables, Welles difundió que había actuado con Abbey Players de Irlanda, lo que es descabellado.
A partir de esta iluminación, Callow decidió cuestionar todo lo escrito, verificar cada episodio, reconocer los grandes momentos de Welles donde fuera justo hacerlo, y echar por el piso las leyendas que fueran inciertas. En tres entrevistas con Clay, Bogdanovich y Tynan, Welles exigió que se le permitiera imaginar, mentir y contradecirse. Con lo cual Callow demuestra que Welles era a los 21 años un encantador de serpientes que no temía utilizar cualquier fuego artificial para sorprender a su audiencia.
Pero también era un creador legítimo que conmovió al mundo con una gran mentira como la invasión de los marcianos en 1938, con el mero recurso de un micrófono y una agrupación teatral. Ya en ese momento este artista precoz había filmado un cortometraje, The Hearts of Age, curioso trabajo de 1934, realizado por un Orson Welles de 17 años.
En siete minutos, este realizador nato se las arregla para introducir tomas en ángulo que recuerdan las investigaciones de Einsentein y los juegos del surrealismo francés. Tomas que, por cierto, se adelantan al vanguardismo de El ciudadano Kane. En el cierre, el the end necesario se funde sobre una lápida en un cementerio, donde Welles interpreta a la muerte vestido de irlandés.
Esta osadía sólo puede comprenderse en un adolescente que antes había sido un niño adelantado: al cumplir año y medio de vida pronunció una sorprendente reflexión en voz alta. “El deseo de tomar medicinas es uno de los grandes rasgos que distinguen al hombre de los animales”.
En 1925 un recorte periodístico lo describe como actor, poeta y dibujante, con apenas diez años. Ya había recibido dos regalos que marcarían su desarrollo posterior: un juego de magia y un juego de teatro. Ambas pasiones, la ilusión y la representación, fueron monedas corrientes en su carrera posterior.
Aunque su plenitud alcanzó momentos supremos en 1941, muchos antes, cuando desplegaba sus virtudes sobre las tablas demostró ser un director de excepción: “Llegaba al estudio, miraba rápidamente el libreto, tomaba el micrófono, e imponía orden y coherencia al caos previo, como lo haría un director frente a una numerosa orquesta”.
No sólo tenía una voz peculiar, capaz de múltiples modulaciones, sino que llegó a dominar rápidamente los secretos del sonido, las distancias, los ecos, los efectos especiales, las pausas, en toda una disciplina que después supo aplicar en El ciudadano Kane, ha recogido Callow, en un ejercicio por explicar de lo que fue capaz este niño prodigio antes de cumplir 24 años.
Así se entiende que su colega MacLiammóir llegara a decir sobre Welles: “Lo que habría elegido ser si Dios me hubiera consultado sobre mi nacimiento”. Cabe agradecerle a Callow que haya escrito este libro sobre una figura deslumbrante, admirada y odiada en muchos casos, y que en numerosas ocasiones pecó de querer morder más de lo que podía masticar
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