Julian Barnes tenía 32 años cuando conoció a Pat Kavanagh y 62 cuando murió. Desde que le diagnosticaron la enfermedad fatal hasta que todo acabó pasaron 37 días. Fue en el otoño de 2008. Niveles de vida intenta meterse en el agujero de lo que pasó después. “Entonces, ¿cómo te sientes?”, escribe.
“Como si te hubieras caído desde una altura de sesenta metros, y hubieras aterrizado con los pies por delante en un arriate de rosas, con un impacto tan fuerte que te ha clavado en la tierra hasta las rodillas, y una conmoción que te ha reventado los órganos internos y los ha proyectado fuera de tu cuerpo. Así se siente uno, ¿y por qué debería parecer otra cosa?”.
El largo periodo de duelo, la pura aflicción. En ese mar de corrientes contrarias se debatió Julian Barnes durante un largo tiempo tras la muerte de su mujer. Todas las hipótesis que el dolor fabrica, todas las tentaciones de precipitarse al abismo, la violencia de la conmoción y la pura indiferencia ante el mundo: “La posición defensiva, acurrucada, a la que nos fuerza para sobrevivir nos vuelve más egoístas.
No es un lugar elevado en el aire; no ofrece vistas. Ya no puedes oírte vivir”. Así lo cuenta, así despliega Barnes las estancias del infierno con esa elegancia tan británica que consigue, si puede decirse así, pasar él mismo desapercibido. Y es que, seguramente, este libro no es una historia de Julian Barnes: es una historia de amor y es una historia de aflicción.
Y como lo que va persiguiendo es algún tipo de sentido, despliega también a su manera un “espacio moral”. Por eso al principio la pista que nos daba aquel caballero antiguo, el físico Jacques Charles. En las primeras páginas de Niveles de vida, Julian Barnes recoge unos comentarios que seguramente resultan esenciales para acercarse al asunto central del libro.
Son unas observaciones que hizo Jacques Charles el 1 de diciembre de 1783: “Cuando sentí que me alejaba de la tierra, mi reacción no fue de placer, sino de felicidad”, comentó. Habló también de “un sentimiento moral”, y añadió finalmente: “Me oía vivir, por así decirlo”. Jacques Charles era físico y se pronunció en estos términos tras la primera ascensión de un globo de hidrógeno: él viajaba dentro, se alejaba del suelo, podía observar desde las alturas el mundo cada vez más diminuto… y se supo simplemente feliz.
Se oía vivir, dijo; y también se refirió a un “sentimiento moral”. Las observaciones se comprenden fácilmente, no es difícil imaginar lo que pudo significar aquel momento, el hecho de desprenderse por primera vez del suelo metido en una de esas particulares canastas y levantar vuelo, así que incluso no resulta disparatado compartir –aunque sea remotamente– las emociones de aquel caballero antiguo, que nada sabía aún de aviones, ni tampoco de los espectaculares desplazamientos que se hacen estos días por las alturas.
Lo que resulta más difícil es explicar lo que significan realmente sus palabras. ¿Por qué distingue entre placer y felicidad, por qué habla de “sentimiento moral”, qué quiere decir exactamente cuando habla de oírse vivir?
“Juntas dos cosas que no se habían juntado antes. Y el mundo cambia”. Y, efectivamente, a lo largo de Niveles de vida va a intentar ir puliendo este asunto, bajarlo a tierra, darle consistencia, hilvanarlo en unas cuantas historias.
Enseguida se refiere, por ejemplo, a los viajes que hicieron en globo un coronel –Fred Burnaby–, una actriz –Sarah Bernhardt– y un fotógrafo –Félix Tournachon, más conocido como Nadar–, y encuentra otras tantas irresistibles observaciones sobre la experiencia de volar que, como la del físico Jacques Charles, tienen toda la pinta de dar en el clavo.
Sarah Bernhardt apuntó que por encima de las nubes “no hay silencio, sino la sombra del silencio”, y Nadar descubrió que ahí arriba sentía “como si viviese por primera vez”. “Con qué facilidad se disipan la indiferencia, el desprecio, la desmemoria... y surge el perdón”, dijo. ¿Es tal vez esta idea del “perdón” la que podría ayudar a entender por qué dentro de un globo surge esa suerte de “sentimiento moral”?
Autorretrato de Gaspard-Félix Tournachon, llamado Nadar (h. 1865). Fred Burnaby, Sarah Bernhardt y Nadar existieron de verdad, así que si alguien los ha metido en un libro tendría que ser por fuerza en uno de historia.
Julian Barnes se ocupa, por ejemplo, de explicar con detalle la obsesión de Nadar por atrapar desde las alturas lo que se ve desde allí y las dificultades que tuvo al hacerlo con unos dispositivos todavía muy primitivos, los de la fotografía de entonces.
Pero el escritor británico se atreve también a contar la relación que tuvieron Sarah Bernhardt y Fred Burnaby. Les hace decir cosas, revela su intimidad, incluso se pronuncia sobre sus afectos. Llega a apuntar, sin ir más lejos, que el coronel Burnaby estaba tan contento por tener, en su relación con la actriz, “las cosas sencillas que el corazón deseaba” que incluso “se oía vivir a sí mismo”.
Vaya: ¿puede un historiador tomarse tantas licencias? ¿Existen unos límites precisos, hay fronteras, peajes que pagar, cuando a la hora de escribir se mezcla la ficción con la realidad? Este viejo problema ha vuelto recientemente a las mesas de disección de los periódicos a propósito de diferentes novelas donde, efectivamente, aparecen hombres y mujeres que existieron de verdad y, digámoslo así, podría no resultar fácil distinguir que ocurrió realmente y qué ha entrado en esas versiones de contrabando.
¿Cómo diablos puede saber un escritor del siglo XXI que un militar del siglo XIX “se oía vivir a sí mismo” en esos momentos de doméstica complicidad que había conquistado al convertirse en amante de una célebre actriz? No hay que fiarse de Julian Barnes.
En la novela que lo hizo célebre a mediados de los ochenta del siglo pasado, El loro de Flaubert, también se saltaba algunos protocolos que los prescriptores de los géneros han establecido sobre el mapa de la imaginación: hasta aquí, la realidad; de allí en adelante, la pura ficción.
¿Crónica periodística, pieza histórica, memorias, novela, autoficción? Ya no hay manera de colocar cada cosa en su cajón, los escritores saltan de un sitio a otro, se escapan por la tangente. Muchas de las piezas de Enrique Vila-Matas y Javier Cercas, el último libro de Antonio Muñoz Molina,"Como la sombra que se va",
las últimas entregas de Luis Landero y Carlos Pardo, algunos de los trabajos de Ignacio Vidal Folch y Rodrigo Fresán y tantos otros, y fuera de aquí, la obra entera de Sebald o el ciclo de Karl Ove Knausgard: ¿de qué estamos hablando exactamente?
El escritor es un artista de la mezcolanza, pero seguramente cada propuesta tiene su propia lógica y hay algunas que se acercan más que otras a esa excelencia que todos persiguen. Quizá por eso importe más que el afán de colgarle una definición precisa a cada libro, encontrarle la punta del hilo desde la que puede destejerse con mayor provecho la compleja trama de elementos que cada obra literaria convoca.
En Niveles de vida, donde Julian Barnes se ha empeñado en subirse a un globo, y acompañar en sus viajes al coronel Burnaby, a la iconoclasta Sarah Bernhardt –cuando llovía, decía “que era demasiado flaca para mojarse; simplemente se colaría entre las gotas”, cuenta el escritor británico– y al fotógrafo Nadar, hay un momento en el que se le escapa una frase que de tan evidente produce chispazos: “Pero al elevarnos, podemos caer en picado. Hay pocos aterrizajes suaves”, escribe.
Y después: “Cada historia de amor es en potencia una historia de aflicción. Si no al principio, más tarde. Si no para uno, para el otro. A veces para ambos”. La actriz Sarah Bernhardt (1844-1923), fotografiada por Nadar entre 1860 y 1865.
De eso va Niveles de vida, ése es su asunto: una historia de amor que es una historia de aflicción. Lo que los escritores persiguen muchas veces no es más que eso, encontrar las palabras para darle forma a lo que los está deshaciendo, y poder mantenerse así enteros. “
¿Cómo se puede transformar la catástrofe en arte?”, se preguntaba Barnes en el capítulo que dedica en Una historia del mundo en diez capítulos y medio a La balsa de la Medusa, el cuadro de Théodore Géricault. Eso es lo que ocurre en Niveles de vida, que Barnes está contando un naufragio en el que resulta que el náufrago es él mismo.
“El pintor no es suavemente llevado río abajo hasta el remanso soleado de esa imagen acabada, sino que trata de mantener el rumbo en un mar abierto de corrientes contrarias”, escribió a propósito del trabajo de Géricault.
El largo periodo de duelo, la pura aflicción. En ese mar de corrientes contrarias se debatió Julian Barnes durante un largo tiempo tras la muerte de su mujer. Todas las hipótesis que el dolor fabrica, todas las tentaciones de precipitarse al abismo, la violencia de la conmoción y la pura indiferencia ante el mundo: “La posición defensiva, acurrucada, a la que nos fuerza para sobrevivir nos vuelve más egoístas.
No es un lugar elevado en el aire; no ofrece vistas. Ya no puedes oírte vivir”. Así lo cuenta, así despliega Barnes las estancias del infierno con esa elegancia tan británica que consigue, si puede decirse así, pasar él mismo desapercibido. Y es que, seguramente, este libro no es una historia de Julian Barnes: es una historia de amor y es una historia de aflicción.
Y como lo que va persiguiendo es algún tipo de sentido, despliega también a su manera un “espacio moral”. Por eso al principio la pista que nos daba aquel caballero antiguo, el físico Jacques Charles. En las primeras páginas de Niveles de vida, Julian Barnes recoge unos comentarios que seguramente resultan esenciales para acercarse al asunto central del libro.
Son unas observaciones que hizo Jacques Charles el 1 de diciembre de 1783: “Cuando sentí que me alejaba de la tierra, mi reacción no fue de placer, sino de felicidad”, comentó. Habló también de “un sentimiento moral”, y añadió finalmente: “Me oía vivir, por así decirlo”. Jacques Charles era físico y se pronunció en estos términos tras la primera ascensión de un globo de hidrógeno: él viajaba dentro, se alejaba del suelo, podía observar desde las alturas el mundo cada vez más diminuto… y se supo simplemente feliz.
Se oía vivir, dijo; y también se refirió a un “sentimiento moral”. Las observaciones se comprenden fácilmente, no es difícil imaginar lo que pudo significar aquel momento, el hecho de desprenderse por primera vez del suelo metido en una de esas particulares canastas y levantar vuelo, así que incluso no resulta disparatado compartir –aunque sea remotamente– las emociones de aquel caballero antiguo, que nada sabía aún de aviones, ni tampoco de los espectaculares desplazamientos que se hacen estos días por las alturas.
Lo que resulta más difícil es explicar lo que significan realmente sus palabras. ¿Por qué distingue entre placer y felicidad, por qué habla de “sentimiento moral”, qué quiere decir exactamente cuando habla de oírse vivir?
“Juntas dos cosas que no se habían juntado antes. Y el mundo cambia”. Y, efectivamente, a lo largo de Niveles de vida va a intentar ir puliendo este asunto, bajarlo a tierra, darle consistencia, hilvanarlo en unas cuantas historias.
Enseguida se refiere, por ejemplo, a los viajes que hicieron en globo un coronel –Fred Burnaby–, una actriz –Sarah Bernhardt– y un fotógrafo –Félix Tournachon, más conocido como Nadar–, y encuentra otras tantas irresistibles observaciones sobre la experiencia de volar que, como la del físico Jacques Charles, tienen toda la pinta de dar en el clavo.
Sarah Bernhardt apuntó que por encima de las nubes “no hay silencio, sino la sombra del silencio”, y Nadar descubrió que ahí arriba sentía “como si viviese por primera vez”. “Con qué facilidad se disipan la indiferencia, el desprecio, la desmemoria... y surge el perdón”, dijo. ¿Es tal vez esta idea del “perdón” la que podría ayudar a entender por qué dentro de un globo surge esa suerte de “sentimiento moral”?
Autorretrato de Gaspard-Félix Tournachon, llamado Nadar (h. 1865). Fred Burnaby, Sarah Bernhardt y Nadar existieron de verdad, así que si alguien los ha metido en un libro tendría que ser por fuerza en uno de historia.
Julian Barnes se ocupa, por ejemplo, de explicar con detalle la obsesión de Nadar por atrapar desde las alturas lo que se ve desde allí y las dificultades que tuvo al hacerlo con unos dispositivos todavía muy primitivos, los de la fotografía de entonces.
Pero el escritor británico se atreve también a contar la relación que tuvieron Sarah Bernhardt y Fred Burnaby. Les hace decir cosas, revela su intimidad, incluso se pronuncia sobre sus afectos. Llega a apuntar, sin ir más lejos, que el coronel Burnaby estaba tan contento por tener, en su relación con la actriz, “las cosas sencillas que el corazón deseaba” que incluso “se oía vivir a sí mismo”.
Vaya: ¿puede un historiador tomarse tantas licencias? ¿Existen unos límites precisos, hay fronteras, peajes que pagar, cuando a la hora de escribir se mezcla la ficción con la realidad? Este viejo problema ha vuelto recientemente a las mesas de disección de los periódicos a propósito de diferentes novelas donde, efectivamente, aparecen hombres y mujeres que existieron de verdad y, digámoslo así, podría no resultar fácil distinguir que ocurrió realmente y qué ha entrado en esas versiones de contrabando.
¿Cómo diablos puede saber un escritor del siglo XXI que un militar del siglo XIX “se oía vivir a sí mismo” en esos momentos de doméstica complicidad que había conquistado al convertirse en amante de una célebre actriz? No hay que fiarse de Julian Barnes.
En la novela que lo hizo célebre a mediados de los ochenta del siglo pasado, El loro de Flaubert, también se saltaba algunos protocolos que los prescriptores de los géneros han establecido sobre el mapa de la imaginación: hasta aquí, la realidad; de allí en adelante, la pura ficción.
¿Crónica periodística, pieza histórica, memorias, novela, autoficción? Ya no hay manera de colocar cada cosa en su cajón, los escritores saltan de un sitio a otro, se escapan por la tangente. Muchas de las piezas de Enrique Vila-Matas y Javier Cercas, el último libro de Antonio Muñoz Molina,"Como la sombra que se va",
las últimas entregas de Luis Landero y Carlos Pardo, algunos de los trabajos de Ignacio Vidal Folch y Rodrigo Fresán y tantos otros, y fuera de aquí, la obra entera de Sebald o el ciclo de Karl Ove Knausgard: ¿de qué estamos hablando exactamente?
El escritor es un artista de la mezcolanza, pero seguramente cada propuesta tiene su propia lógica y hay algunas que se acercan más que otras a esa excelencia que todos persiguen. Quizá por eso importe más que el afán de colgarle una definición precisa a cada libro, encontrarle la punta del hilo desde la que puede destejerse con mayor provecho la compleja trama de elementos que cada obra literaria convoca.
En Niveles de vida, donde Julian Barnes se ha empeñado en subirse a un globo, y acompañar en sus viajes al coronel Burnaby, a la iconoclasta Sarah Bernhardt –cuando llovía, decía “que era demasiado flaca para mojarse; simplemente se colaría entre las gotas”, cuenta el escritor británico– y al fotógrafo Nadar, hay un momento en el que se le escapa una frase que de tan evidente produce chispazos: “Pero al elevarnos, podemos caer en picado. Hay pocos aterrizajes suaves”, escribe.
Y después: “Cada historia de amor es en potencia una historia de aflicción. Si no al principio, más tarde. Si no para uno, para el otro. A veces para ambos”. La actriz Sarah Bernhardt (1844-1923), fotografiada por Nadar entre 1860 y 1865.
De eso va Niveles de vida, ése es su asunto: una historia de amor que es una historia de aflicción. Lo que los escritores persiguen muchas veces no es más que eso, encontrar las palabras para darle forma a lo que los está deshaciendo, y poder mantenerse así enteros. “
¿Cómo se puede transformar la catástrofe en arte?”, se preguntaba Barnes en el capítulo que dedica en Una historia del mundo en diez capítulos y medio a La balsa de la Medusa, el cuadro de Théodore Géricault. Eso es lo que ocurre en Niveles de vida, que Barnes está contando un naufragio en el que resulta que el náufrago es él mismo.
“El pintor no es suavemente llevado río abajo hasta el remanso soleado de esa imagen acabada, sino que trata de mantener el rumbo en un mar abierto de corrientes contrarias”, escribió a propósito del trabajo de Géricault.
Julian Barnes y su mujer, Pat Kavanagh, fotografiados en 1991 por Jillian Edelstein. National Portrait Gallery
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