5.2.15

John Irving "Avenida de los Misterios" 2015

Si, como se predicaba en 'Una oración para Owen', la memoria es un monstruo, ¿cómo sorprenderse de que 'Avenida de los misterios' nazca, crezca, se reproduzca y muera por esporas, dispersa e inaprehensible tan irregular y fascinante como la primavera? Esto no es una novela, es un río desbordado.

Y así son los recuerdos de Juan Diego Guerrero (o Rivera), el escritor que no es ni mexicano ni norteamericano sino todo lo contrario, el escritor que quiere dejar los betabloqueantes para que el pasado fluya como si soñara despierto, y que, sin transición, consiguió que su viaje a Filipinas para cumplir lo que le prometió a su adorado misionero gringo en el lecho de muerte se mezcle con el origen de su cojera; con el paisaje apocalíptico de su infancia como 'niño de la basura' en Oaxaca; con su hermana Lupe, la vidente a la que sólo él podía traducir; con su madre prostituta y su perro ladrador y poco mordedor, y con tantas otras cosas, ideas, objetos y sucesos que sería imposible enumerar aquí.

Le discutiremos a Irving su afición por definirse como un novelista del XIX, que no sabe ni le interesa lo que es el modernismo, mucho menos la posmodernidad. A ratos parece que leamos lo nuevo de Murakami, a ratos un manuscrito de Gabriel García Márquez olvidado en las catacumbas de Macondo.

Hay huérfanos, padres inciertos, padres adoptivos, circos, travestis, sexualidad versátil y medicamentosa, y cientos de reflexiones sobre el oficio de escribir, que también lo son sobre el oficio de leer. Por cada tema podríamos encontrar una o más novelas de Irving que se ha entregado a él en cuerpo y alma. Dickens, tal vez, pero pasado por la sensibilidad ‘gonzo’ de los que se han educado en el realismo mágico o de los que, de jóvenes, llevaron bien visible la edición de bolsillo y en alemán de 'El tambor de hojalata' para ligar.

Lo más curioso es que la montaña rusa de 'Avenida de los misterios' parece discurrir sin conflictos aparentes, tal vez porque José Diego Rivera no es capaz de entender que es su singularidad, su capacidad de adaptación, diríamos que su optimismo, el que nos interna, por ejemplo, en el infierno maloliente de los vertederos de basura de Oaxaca como si fuera un paseo por un paraíso perdido de complicidad fraternal, sin más peligro que el de un maldito accidente fortuito, pero en el que nunca sentimos que ningún problema vaya a causar un mal irreparable, porque la vida siempre sigue, igual y distinta.

El vitalismo de la prosa de Irving neutraliza la sobredosis de tramas, la selva de meandros narrativos, los encuentros casuales (esa madre y esa hija que actúan como guías levitantes, fantasmas o vampiras que no salen en las fotos), la arborescente implausibilidad de un personaje que necesita vivir en el pasado para dejarse llevar por el presente, no tanto por indolencia como porque el mundo lo ha hecho así, lo ha forjado a la medida de su caótica arbitrariedad.




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