5.11.19

Daniele Giglioli ¿Por qué abril es el mes más cruel?

«Abril es el mes más cruel», todos lo saben, lo saben hasta las piedras, al menos desde aquel mes de octubre de 1992 en que Eliot publicó la versión definitiva de La tierra baldía.
«Abril es el mes más cruel», porque «engendra / lilas de la tierra muerta, mezcla / recuerdos y anhelos, despierta / inertes raíces con lluvias primaverales». Cruel, porque no hace como el invierno, ese invierno que «nos mantuvo cálidos, cubriendo / la tierra con nieve olvidadiza, nutriendo / una pequeña vida con tubérculos secos». No, abril es cruel, porque no le acompaña la nieve olvidadiza sino una insana, loca e inesperada ansia de vivir.
Cuanto más se siente la vida, la propia naturaleza, decía santo Tomás, tanto más se olfatea el terrible olor de la muerte. Un olor tan acre, tan pungente y penetrante que, sin unas raíces reales a las que aferrarse, paraliza, hace ir a tientas hacia la otra orilla del río de la ansiosa agitación y la inacción desesperada.

Los personajes de La tierra baldía muestran todos esta ambivalencia, como el narrador del primer canto, por ejemplo, que pregunta qué raíces podemos encontrar en la miseria que vivimos: «¿Cuáles son las raíces que arraigan, qué ramas crecen / en estos pétreos desperdicios? Oh hijo del hombre, / no puedes decirlo ni adivinarlo; tú solo conoces / un montón de imágenes rotas». Un montón de imágenes sin nexo alguno que cuanto más se acumulan más hacen brotar sudor por el cuello, ese terror que se siente cuando, en un segundo de reposo, nos asalta la sensación del no-sentido, el terror sin objeto de la ausencia de significado: «(ven a cobijarte bajo la sombra de esta roca roja) / y te enseñaré algo que no es / ni la sombra tuya que te sigue por la mañana / ni tu sombra que al atardecer sale a tu encuentro; / te mostraré el miedo en un puñado de polvo».

Son figuras de la irrealidad, de un mundo que sentimos y añoramos como verdadero y material, pero en el que normalmente vivimos como si careciera de evidencias, de cuerdas lo suficientemente fuertes como para obligarnos y ligarnos: «Ciudad irreal, / bajo la parda niebla del amanecer invernal, / una muchedumbre fluía sobre el puente de Londres, ¡eran tantos! / Nunca hubiera yo creído que la muerte se llevara a tantos».

Pero si la figura del mundo puede parecer irreal, no significante, hay razones para la sangre, antes incluso que para la fe, pues La tierra baldía es la obra de un Eliot aún no creyente. Razones que gritan lo contrario: por eso abril es cruel, porque no hace como el invierno, no nos ayuda a acallarlas, nos obliga a mirarlas y a mirar con ellas el terror de que puede no haber respuesta. Y si no hay respuesta, pero la sangre la pide a gritos, la misma sangre la buscará como pueda y como sabe, a menudo tratando de recrear el invierno, instalándose en un orden más o menos tranquilo, más o menos viciado, como la «señora» del segundo canto, presa del terror de que su mundo dorado se derrumbe: «¿Qué haré ahora? ¿Qué haré? / ¿Salir tal como estoy y andar por la calle / así sin peinar? ¿Qué haremos mañana? / ¿Qué haremos siempre?».

En la otra orilla, pero con el mismo signo, el dejarse llevar mecánicamente por el discurrir de los momentos, como el clarividente narrador Tiresias muestra en el episodio de la mecanógrafa y el empleadillo. Ella vuelve a casa a la hora del té y recoge la mesa aún sucia desde la mañana; él, «uno de esos sujetos cuyo empaque le sienta / como una chistera sobre un millonario», «sonrojado y decidido empieza el asalto» con sus «manos exploradoras», manos que «no encuentran resistencia» pero que ni siquiera son deseadas, si bien es cierto que al final del abrazo ella, que se queda sola después del «beso protector» con que él se despide, a duras penas se da cuenta de que todo ha terminado. Más aún, que algo ha sucedido: «Ella se vuelve y se mira un momento en el espejo, / sin advertir que su amante ya no está; / su cerebro formula un vago pensamiento: / “Bueno, el asunto terminó ya, y me alegro de que así sea”».

Cuando escribió La tierra baldía, Eliot ya conocía bien el terror del que hablaba, el constante fracaso de cualquier intento de la razón de figurarse un orden definitivo –completo, perfecto– entre los escombros del mundo. Lo veía en la insuficiencia de sus estudios filosóficos, en la insuficiencia de su interés por las religiones orientales, y probablemente ya pre-sentía –aunque sólo lo dirá décadas después en sus Cuartetos– que «la poesía no es la respuesta». Pero justamente esta inmersión en el vacío, en el horror, en el temor de los nervios que parecen atrapados en un dolor sin objeto, es lo que le permite no abdicar. Y lo que sucederá en su razón, en su vida, será prefigurado por lo que sucede en este poema. Porque de repente, de la miseria emerge la voz del mundo: tan fuerte, tan verdadera que obliga a los personajes a elevar la mirada.

Es curioso que quienes alcen la mirada sean los dos peregrinos, dos personajes que parecen los discípulos de Emaús, que al contrario de todos los demás no se detienen sino que siguen su camino, y por eso pueden, y deben, mirar hacia delante e intuir, un tanto sorprendidos, un tanto confusos, una presencia distinta, un «tercero»: «¿Quién es ese tercero que camina siempre a tu lado? / Cuando cuento, sólo somos dos, tú y yo, juntos / pero cuando miro delante de mí sobre el blanco camino / siempre hay otro que marcha a tu lado». Darse cuenta del tercero devuelve a los peregrinos el mundo y la vida en forma de pregunta.

La pregunta sobre «qué sonido es ése que se oye en la altura / murmullo de lamento maternal» o sobre «qué hordas encapuchadas son ésas que hormiguean / por las llanuras infinitas, tropezando en las grietas», hasta el estallido final de la voz del trueno, con la pregunta suprema: «Datta: ¿qué hemos dado? / Amigo mío, la sangre que sacude mi corazón / la espantosa audacia de un momento de debilidad / que un siglo de prudencia no puede borrar / por eso y eso sólo es por lo que hemos existido / y ello no se hallará registrado en nuestros obituarios / ni en los recuerdos que cubre la benéfica araña / ni bajo los sellos que rompe el flaco notario / en nuestros vacíos aposentos».

Un instante de abandono, un solo instante, darse cuenta de un tercero al que seguir para estar en paz: «Damyata: el barco obedeció / alegremente a la mano hábil para la vela y el remo / el mar estaba tranquilo, tu corazón podía haber respondido / alegremente a la invitación, palpitando obediente / a las diestras manos». La tierra desolada, el país fracasado, queda atrás, ya no se le ve. Pero la pregunta no arredra, es más, se agudiza: «¿Pondré por lo menos orden en mis tierras?». Y si lo conseguimos, ¿cómo? Así, mientras todo parece volver a caer, mientras «Hyeronimo está otra vez loco», en justamente en los pedazos, en los desechos del mundo, donde Eliot intuye el camino: no el llanto sobre las ruinas, sino las ruinas como material dado y necesario para construir, para salir del horror, para encontrar finalmente al «tercero» que camina a nuestro lado y no el odio a abril. Para poder finalmente anhelar, en la acción, la paz, el shantih, esa «paz que sobrepasa la comprensión» con la que Eliot termina el poema, dejando, para él para nosotros, el mundo como oración:

Con estos fragmentos he apuntalado mis ruinas

pues entonces te acomodaré yo. Hyeronimo está otra vez loco.

Datta. Dayadhva. Damyata.

Shantih Shantih Shantih

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