29.2.20

Ridley Scott "Alien" 1979 (El bicho-Tirso Montañez)


«Cuando se te pasa el entusiasmo inicial y toca decidir qué pinta tiene el bicho, te das cuenta de la que se te viene encima y no puedes pensar en otra cosa». Estas palabras de Ridley Scott, director de Alien, resumen el dilema al que tuvo que hacer frente al inicio del rodaje. A grandes rasgos, la trama de la película era recurrente en filmes de serie B, por lo que para diferenciarse de ellos deberían hacer valer la fuerza bruta, es decir, la pasta. Con un presupuesto de casi doce millones de dólares (de finales de los setenta), en principio contaban con suficiente margen de maniobra como para crear un organismo extraterrestre creíble y aterrador como no se había hecho hasta entonces.
No estamos exagerando si decimos que la película dependía de un solo elemento. Una década antes, Stanley Kubrick había dejado el listón altísimo en la representación de naves espaciales con 2001: Una odisea del espacio, rodada también en los Estudios Shepperton en Inglaterra. Así que en ese aspecto, aunque se consiguió un logrado diseño de producción con aire low-tech («de camioneros espaciales» se decía en el entorno del filme), la batalla se libraba en otro campo: diseñar una criatura que rompiera con los cánones del género. 

Durante la preproducción se barajaron varias alternativas, bocetadas por diversos autores, que bien parecían dinosaurios, pulpos gigantes o un ente raro con cuatro patas, antenas y garras como una mantis. Cuando Dan O’Bannon, el guionista de la película, le enseñó la obra del polifacético artista H. R. Giger, Scott dijo fascinado: «O se han acabado mis problemas o acaban de empezar». Y es que materializar de forma verosímil los paisajes y criaturas biomecanoides características de la obra del suizo se planteaba como una tarea compleja y costosa.  

Hasta llegar al xenomorfo que triunfó en pantalla tuvieron que atravesar un largo camino por el que fueron desechando ideas, desde reducir el tamaño de la cabeza (la primera propuesta de Giger presentaba un cráneo de metro ochenta de longitud), pasando por una piel traslúcida (que dejaba entrever demasiado la silueta del hombre que vestía el disfraz del extraterrestre), llenar la carcasa transparente de la cabeza del Alien con gusanos vivos (otra idea descabellada de Giger) o prescindir de ojos o cuencas vacías en el diseño final (se ha demostrado que es más aterradora una «cara» sin ojos). Todos estos descartes fueron grandes aciertos. 

Para resumir el esfuerzo por el detalle en la recreación del alienígena y su entorno, basta dar un par de datos: solo el set del Space Jockey costó medio millón de dólares, mientras que confeccionar el traje de xenomorfo a base de látex, huesos y tubos, un cuarto de millón. Pero claro, no solo se trataba de crear un organismo adulto, sino de acertar en el diseño de sus distintas etapas vitales: el huevo que se abría en flor (y no con una abertura en forma de vagina), el abrazacaras también sin ojos (felizmente materializado sin cabeza y descartado un boceto cíclope) y el sangriento rompepechos (que en su primera aproximación estaba inspirado en la obra pictórica de Francis Bacon y parecía un «pavo amorfo desplumado»). 

Estas cuatro fases del desarrollo del Alien, por cierto, también supusieron una revolución tanto desde el punto de vista biológico como en el narrativo: el espectador contemplaba, impotente, cómo el xenomorfo se iba transformando progresivamente en algo más aterrador, aunque lo descubría demasiado tarde. Pasaba de encontrar lo que parecían inquietantes huevos en una nave extraterrestre, a ver esa especie de asfixiante escorpión acoplado a la cara del infeliz Kane (John Hurt), hasta llegar a uno de esos momentos imborrables de la historia del cine, cuando el rompepechos irrumpe haciendo honor a su nombre. Y, después, se descubría que aquel pequeño híbrido entre piraña y serpiente se había transformado en una bestia de más de dos metros de altura con varias filas de dientes metálicos y una mandíbula-lengua retráctil. 

No se daba tregua al espectador: el villano se transformaba continuamente en una espiral de horror sin esperanza. Además, hábilmente, se fueron eliminando los personajes que parecían tener más fuerza o que despertaban más empatía o afinidad con el espectador, hasta que solo quedó la tercera al mando, la siesa Ripley (Sigourney Weaver). Y ojo, que aún pudo haber sido peor ya que Scott planeaba cargarse a toda la tripulación, pero la Fox le convenció de que era demasiado desalentador para el público: querían que la gente fuese a ver la película, no que al acabar se cortaran las venas en sentido longitudinal. 

El ritmo, la ambientación claustrofóbica de la Nostromo, el diseño irreal de la nave extraterrestre, las sorpresas (una bestia cambiante, la actitud de Ash, la arisca computadora central, el falso final, etc.) fueron aciertos, sin duda, muestra de una película concebida y rodada con maestría. Pero si el Alien hubiese sido, digamos, el típico marciano verde cabezón, aquello no habría hecho más que engordar la extensa lista de películas con bicho. No fue así; Alien es la mejor criatura de la historia del cine: El Bicho con mayúsculas. 

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