Leí por primera vez a John Ashbery una noche que me encontraba en una gran casa de invitados en la que yo era el único huésped, en un claro en un bosque, en Bard College, al norte del Estado de Nueva York. Durante horas había rugido una tormenta. Poco a poco el viento se calmó y cesó la lluvia, y dejó de oírse el fragor de los árboles, altas coníferas oscuras. El cielo estaba despejado y tan reluciente de constelaciones como los cielos de las noches limpias de invierno de la niñez. Inquieto en la habitación, sin poder dormirme, sin una lectura que me apaciguara, era consciente de la amplitud desierta de la casa donde me encontraba. Era una de esas veces en las que uno llega a un sitio y tiene una profunda sensación de intensidad espacial, una conciencia muy aguda de las posibilidades contenidas en ese lugar, una punzada en la imaginación. Puede que no suceda nada memorable, pero está muy claro que podría suceder. Lugares así aparecen luego obstinadamente en los sueños y en las novelas.
Para ser una casa americana la calefacción era deficiente. Pero se trataba de un edificio antiguo, de un aire colonial. Me puse un jersey por encima y salí de la habitación con un sentimiento de estar haciendo algo no del todo lícito. Explorar a media noche una casa desconocida y deshabitada tiene sus rituales, sus atractivos. Los retratos de muertos severos, los arranques de escaleras al fondo de los corredores, el sobresalto de los espejos repentinos, el crujido de los propios pasos en el parqué y en los peldaños de madera, que despiertan un instinto de sigilo. En una cocina impoluta y perfectamente equipada alguien había dejado puesta para mí la mesa del desayuno, bajo una luz blanca excesiva que relucía en las superficies de aluminio. Seguí explorando y encontré una biblioteca. Aquí la luz era tan escasa que dejaba grandes zonas en sombras. Quizás yo no sabía dar con los interruptores adecuados. Al fondo de la biblioteca unos ventanales muy altos daban a un jardín. Había un piano de cola, y sobre el teclado una partitura muy hojeada. Era la Sonata opus 960 de Schubert. Por vicio de lector estuve curioseando los anaqueles de la biblioteca. Había colecciones encuadernadas de revistas de musicología como de más de un siglo atrás, en alemán y en inglés.
Entre esos tomos sombríos, alguien había dejado un libro que muy visiblemente no tenía nada que ver con ellos, con un delgado lomo naranja que me atrajo de inmediato. En ese momento el nombre del autor me sonaba apenas, y el título del libro no me decía nada, John Ashbery, Portrait in a Convex Mirror. Hay algo adictivo para la mirada y para las manos en un libro de poemas bien editado: la delgadez misma, los espacios en blanco, la tipografía. Cuando volví a la habitación lo llevaba conmigo.
Mi lectura de Ashbery quedó asociada a esa noche, a la extrañeza y el silencio de la casa. Lo leía a la luz de una de esas lámparas de mesa de noche americanas, siempre más altas y anticuadas que las europeas. La escritura inusitada y persuasiva de Ashbery me llegaba con más nitidez en aquel silencio, en la soledad de la habitación y de la casa, de la conciencia alerta. Después supe que era o había sido profesor en Bard College durante muchos años. Busqué fotos suyas en Internet: un viejo fuerte, corpulento, con el pelo blanco, fornido de torso, con una expresión de burla y amabilidad y casi dulzura en los ojos muy claros.
Leyendo a Ashbery aquella primera vez me encontraba a ratos fascinado y a ratos perdido, desorientado en el salto de un verso a otro, en la secuencia entrecortada y simultánea de los versos y de las frases que se encabalgaban en ellos y se quedaban en suspenso. Había una oralidad rara en aquellos poemas, un tono de soliloquio murmurado en voz baja y de corriente de conciencia que se desborda más porque transcurre en silencio. Un poema parecía que empezaba de una forma dignamente previsible y de pronto había cambiado de sentido y de tono. Hasta la persona del verbo era otra. En John Ashbery el yo habitual de la poesía sufre mutaciones inexplicadas y continuas. De la primera persona y la segunda se pasa a la tercera y a un nosotros tan innominado, tan indeterminado como ese él o esa ella que surgen un momento y se van. Yo comprendía mejor lo que estaba leyendo, o al menos lo aceptaba, porque se correspondía con el lugar donde me encontraba, con las discontinuidades espaciales y temporales de aquel día: un viaje en tren por la orilla del río Hudson, entre bosques otoñales; trayectos en coche por carreteras y zonas de casas aisladas y población muy dispersa, granjas con caballos, cercas blancas, prados ondulándose, centros comerciales, letreros iluminados de Taco Bell y McDonald’s en el atardecer. Un party académico con mucha gente, muchas voces cruzándose; luego, la soledad en la casa de invitados; la tormenta y después el silencio; la respiración callada del bosque; mi propia extrañeza de forastero, mis inseguridades españolas, el esfuerzo de responder a las grandes sonrisas y a las efusiones americanas, tan eficientes y tan pasajeras, el barullo de las frases sueltas, entrecruzándose en el aire, junto al tintineo de las copas.
Esa mezcla de lucidez y aturdimiento está en los poemas de Ashbery. Escribió mucho y publicó mucho hasta su muerte, hace apenas dos semanas, y se dejó llevar a conciencia por una sobreabundancia que jugaba astutamente con la textura de la palabrería y algunas veces ya no podía distinguirse de ella. Pero siempre, en cada uno de los poemas que escribió, hay una proximidad con la música que yo no he visto casi nunca en la literatura. Como en una pieza musical, el sentido pleno de un poema de Ashbery está contenido en él mismo, y va modificándose y renovándose de una frase a otra. Pero no es una música medida, con principio y fin, con una estructura predeterminada, ni en forma de sonata ni de canción clásica de jazz. Un poema de John Ashbery avanza con tanteo y destreza en el espacio en blanco de la página, desprendido de lo que vino antes y en apariencia inconsciente de lo que viene después, como una improvisación de Keith Jarrett o de Cecil Taylor, o como las ondulaciones y fulgores aislados de partículas sonoras en una pieza tardía de John Coltrane
ANTONIO MUÑOZ MOLINA
16 SEP 2017
Poemas escogidos de John Ashbery
Limosna para el apicultor
Comete mejores errores así.
Pásalo durante el desayuno:
la familia y todo el mundo
con un sentimiento parecido al poder,
pleiteando. Menos pesada, tu estrategia textual
descartó otras opciones, por lánguida.
Arrancan las parejas en el polvo,
comienzan. De nuevo.
Pasó a ser parte de la empresa por la noche.
El 26 cae en lunes.
Anteproyectos y similares
El hombre al otro lado de la calle parece feliz,
o complacido. A menudo el botones escapa del suelo.
Después de mucho jugar a las fuerzas armadas
eres mi propio mejor cliente.
Ya he hecho cinco de esos.
Y mi halloween. Pídeme que no lo diga.
El viejo quiere verte -Ahora.
Está bien, pero encuentra el tuyo.
¿Quieres dejar de usar estos?
Quienes ganaron la otra vez me dieron que me sentase en el orinal.
No hagas que otro se ponga lo que tú no te pondrías.
Cómo andar por la ciudad mi amor.
Hombres en ropa interior… Un campo biográfico
como donde vivíamos en las montañas,
una caída. Sí, ya sé que tienes.
Mercancía buenísima, ya sabes, mascotas.
Esculturas rústicas de afuera.
(No van a ver a nadie).
Un humor de tranquila belleza
La luz de la tarde era como miel entre los árboles
cuando me dejaste y caminaste hasta el final de la calle
donde terminaba abruptamente el crepúsculo.
El puente levadizo, similar a un pastel de boda, descendió
hasta la tímida flor del nomeolvides.
Tú subiste a bordo.
Ardientes horizontes pavimentados de pronto con piedras de oro,
sueños que tuve, incluyendo el suicidio,
soplan el globo de aire caliente y lo alejan.
Está reventando, está a punto de reventar
con algo invisible
justo durante estos días.
Nosotros escuchamos, y a veces oímos,
algo que se acerca
y hacemos que la sangre descienda, y cosas así.
Los museos se tornaron entonces generosos, y vivieron en nuestro aliento.
Pensamientos de una muchacha joven
«Hace un día tan bonito que tenía que escribirte una carta
desde la torre, y para decirte que no estoy enfadada:
lo que pasa es que resbalé en la pastilla de jabón del aire
y me ahogué en la bañera del mundo.
Vales demasiado para llorar mucho por mi causa.
Y ahora renuncio a ti. Firmado, La enana».
Pasé por allí a última hora de la tarde
y la sonrisa todavía iluminaba sus labios
igual que desde hace siglos. Ella siempre sabe
cómo ser absolutamente deliciosa. ¡Oh, hija mía,
preciosa, hija de mi último jefe, princesa,
ojalá no tardes en aparecer!
Verano
Ahí está ese sonido como viento
Olvidado en las ramas que significan algo
Nadie puede traducir. Y ahí está el aleccionador «más tarde»
Cuando tú consideras lo que una cosa significaba, y lo anotas
Por lo pronto la sombra es abundante
Y difícilmente vista, dividida entre las ramas de un árbol,
Los árboles del bosque, justo como la vida es dividida
Entre tú y yo, y entre todos los demás
Y lo hallándose en etapas siguientes
El periodo de reflexión. Y de repente, estar muriendo
No es ligero o conocido o poca cosa
Solo usado, el calor inaguantable
Y también las pequeñas construcciones tontas sobrecargan
A las fantasías que hicimos: verano, el ovillo de agujas de pino
Los destinos inciertos dados a nuestros actos con sonrisas simbólicas
Llevando a cabo sus instrucciones muy exactamente
-Muy tarde para cancelarlas ahora- , y el invierno, el trinar
De las estrellas frías en el cristal, que describe con amplios gestos
Este estado que no es tan grande después de todo
El verano implica descender como una escalera empinada
Hacia una estrecha cornisa encima del agua. ¿Esto es todo, entonces
Este consuelo metálico, estos tabúes razonables,
O lo que quieres decir cuando lo dejaste? Y el rostro
Se asemeja al tuyo reflejado en el agua
Mi doble erótico
Dice que no tiene ganas de trabajar hoy.
Da igual. Aquí en la sombra
detrás de la casa, protegido de los ruidos de la calle,
uno puede repasar todo tipo de viejo sentimiento,
tirar algunos, guardar otros.
El intercambio
entre nosotros se vuelve más intenso cuando hay
menos sentimientos alrededor para confundir las cosas.
¿Otra vuelta? No, pero las cosas últimas
que encuentras para decir son encantadoras siempre y me rescatan
antes de la noche. Flotamos
en nuestros sueños como una balsa de hielo,
atravesados de preguntas y fisuras de luz estelar
que nos mantienen despiertos, pensando en los sueños
a medida que suceden. Un suceso. Tú lo has dicho.
Lo dije pero lo puedo ocultar. Pero no me da la gana.
Gracias. Eres una persona muy amable.
Gracias. Tú también.
Eco tardío
Solos con nuestra locura y nuestra flor favorita
vemos que no hay de veras nada acerca de qué escribir.
O más bien, es necesario escribir acerca de las mismas cosas.
de la misma manera, repitiendo las mismas cosas una y otra vez
para que el amor continúe y sea gradualmente diferente.
Las colmenas y las hormigas tienen que ser reexaminadas eternamente
y el color del día registrado
cientos de veces y variado de verano a invierno
para que se enlentezca el ritmo hasta una auténtica
sarabanda y se entrevere allí, vivo y reposado.
Sólo entonces la falta de atención endémica
de nuestras vidas puede enroscarse alrededor de nosotros , amistosa,
y con un ojo puesto en esas largas sombras teñidas y afelpadas
que hablan tan hondo a nuestra falta de preparación y
conocimiento acerca de nosotros mismos, los motores parlantes de nuestro día.
Lista de pendientes
El extraño camina hacia los niños, que se adentran
en el cielo. Nace una lección. Hay quienes
dirán que nos hace mejores. No nosotros, sin embargo.
Nacimos para ignorar las señales de aviso
[y negar las coacciones a testigos.
Por lo demás, seguiremos el orden del día que se fraguó para nosotros.
Elegías en lata. «Eso» viene a resumirlo más a menos
mientras nuestro paso por el planeta termina ambiguamente.
Y aunque fuimos propuestos para el cuadro de honor
otros ascendieron en nuestro lugar, guardaron silencio
en la paradoja envolvente. Invitados a inspeccionar coches viejos,
pocos se dieron cuenta de a qué daban su conformidad,
o de cómo el muro vacío convertido en confidencia incriminatoria
florecía en forma de sala de sucesos y casos paranormales…
justo lo que esperábamos del temblor incitante de la tarde marchita.
«De lo más ilustre»… Me voy acercando
aunque no necesite la atención… o casi,
porque sucede, simplemente, ¿o…?
No sé cómo me siento.
Es esta ignorancia de los números y sus consecuencias,
[nosotros incluidos.
Recostado sobre un tartán ambiguo en una cabaña elegante,
[uno escucha
arias olvidadas de un altavoz con forma de petunia.
Donna è mobile. Où va la jeune Hindoue?
Oui, c’est elle, c’est la déesse. Pero no me liberes
todavía. Demasiado poco es demasiado pronto.
Lo mismo da gruñir como un bote a pedales en una zanja
que terminar aceptando como nuestras estas prácticas tardías.
Quedan muchas preguntas
y no quieren saber nada.
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