12.3.20

Mad Men: El ayer, el hoy y el abismo 2015



El pasado 5 de abril la cadena AMC comenzó a emitir en Estados Unidos los siete episodios finales de Mad Men, que echará su cierre definitivo el próximo 17 de mayo. Hacer cábalas sobre el destino final de Don Draper y compañía es tarea complicada y algo inútil, pues son señas de identidad de la serie su aparente opacidad y su esquivo arco dramático central, siempre bifurcado en meandros, digresiones y gozosas tierras de nadie donde se dibujan radiografías perfectas de personajes centrales, secundarios y aún más secundarios. Mad Men nunca ha pretendido contarnos exclusivamente una historia con principio y final, y ha dedicado en cambio ocho años a tallar el mármol con esmero hasta obtener la descripción perfecta de un mundo y una era, los años sesenta americanos, de la que entresacar simbologías con el pasado, el presente y el futuro de allí, de aquí y de todas partes. «Diseccionar la condición humana», podríamos decir algo ingenuamente, pues poner eso por escrito con la mejor intención y banalizar la serie es todo uno.

Porque sentarse a escribir sobre Mad Men y buscarle adjetivos tiene algo de ejercicio frustrante: cuando uno cree haber dado con ellos y los pone sobre el papel todos adquieren ese tufillo a lugar común, a refrito. Estas líneas son el resultado de cinco o seis párrafos previos borrados, y aun así ya ven que no ha quedado gran cosa, porque pocas descripciones hacen justicia a la serie y esta escapa a todos los calificativos. También al de «perfecta», porque ni siquiera es eso, aunque los por lo demás escasos valles y zonas vacilantes de la serie se hayan visto compensados por un nivel medio apabullante, y ello sin contar el cosquilleo en la espalda que uno ha sentido al final de capítulos memorables como «Shoot» (1×09), «Signal 30» (5×05), «The Strategy» (7×06) o el celebradísimo «The Suitcase» (4×07).

Despachemos por tanto esta introducción buscando un adjetivo para salir del paso: digamos, por ejemplo, que es una serie «totalitaria», pues en su obsesión por contarnos absolutamente Todo sobre Todo (así, en general) ha llegado a un punto en que ciertamente cualquier cosa puede suceder al final. Como la vida misma, vaya. Por eso no nos lanzaremos aquí a aventurar hipótesis inútiles sobre los mil posibles finales de la serie. Muy al contrario: no es tiempo de mirar al futuro, sobre todo a ese futuro (por lo demás sombrío) que se dibuja ya en el horizonte inmediato, con una televisión privada de más entregas de Mad Men. Prepárense, porque será duro.

Intentemos por tanto no asomarnos a ese abismo, y pensemos que Mad Men es como un amigo que parte lejos, del que nunca volveremos a saber nada más y a cuenta del que nos entregamos desde ahora a un sano ejercicio de evaluación nostálgica de los momentos vividos. No desvelaremos aquí grandes detalles de la serie (algo que de hecho, como sabrá quien la haya visto, tiene las más de las veces algo de revelación insustancial) ni enumeraremos sus momentos más divertidos, impactantes y conmovedores, sino que nos limitaremos a listar varias de sus bondades. Quizá con ello consigamos atraer al culto a todos aquellos espectadores que la abandonaron a las primeras de cambio, bien porque la serie no respondió a sus expectativas, bien porque esta se cuida mucho de medir su distancia con el público, lo cual constituye a la vez lo mejor y lo peor que puede decirse sobre ella. Sus detractores tienen de hecho mucho y muy interesante que decir, y es esta paradójicamente otra de sus bondades: su característica de permanente objeto de discusión.

Y es que tras ocho años en antena el público se divide entre los que ven en Mad Men un soporífero producto de lujoso envoltorio dedicado a dar vueltas y más vueltas en torno a la nada y quienes medimos parte de nuestros ciclos vitales recientes en torno a las sucesivas resurrecciones de Don Draper, las desternillantes punzadas de sarcasmo de Roger Sterling, los esputos de hiel, egoísmo y miseria moral de Peter Campbell, la enésima demostración de inmadurez de Betty Draper o la última mirada de descubrimiento del mundo de su perspicaz hija Sally. Para nosotros, esta «serie en la que no pasa nada», como he escuchado decir en varias ocasiones, posee, muy al contrario, una complejidad dramática deslumbrante. Pero ¿de qué va Mad Men exactamente?:

«Well, I hate to break it to you, but there is no big lie. There is no system. The universe is indifferent». Don Draper (1×08: «The Hobo Code»)

Mad Men es entre muchas otras cosas el acercamiento, cauteloso y descarnado a la vez, al hermético mundo interior de ese genio de la publicidad llamado Don Draper, demiurgo creador de vidas perfectas para los demás, capaz de vestir con el perfume de los sueños cualquier producto de sus clientes y hacerlo atractivo para todo un país, y al mismo tiempo incapaz de hallar satisfacción en su producto más calculado: su propia identidad. Draper surgió de una nada disfrazada de pobreza y miseria y alcanzó el sueño americano por él mismo concebido solo para darse de bruces con La Nada, la de verdad. Y ahí lleva siete temporadas, mirando aterrado a su vacío interior y exterior, flirteando con mil mujeres y con la muerte a un tiempo, encontrando solo una perenne aflicción con las primeras y la única verdad irrefutable con la segunda. La caída de Don Draper de los créditos iniciales de Mad Men dura ya ocho años, y hay quien dice que ya le vale a Matthew Weiner, creador de la serie, por seguir jugando a dar vueltas en torno a lo mismo. Sin embargo, ¿no llevan millones de seres humanos mucho más tiempo encerrados en prisiones mentales como la de Draper?

«If you can’t tell the difference between which part’s the idea and which part’s the execution of the idea, you’re of no use to me». Peggy Olson (6×02: «The Doorway»)

Pero Mad Men no es solo la serie sobre el alma rota de Don Draper. También es la historia de brillantez, superación de mil barreras sociales y éxito no exento de decenas de sacrificios y frustraciones del personaje que en ocasiones reclama legítimamente para sí el protagonismo de la serie: Peggy Olson, espejo femenino de Don e imagen humanizada del reverso más tenebroso de este. En sus múltiples periodos de desorientación, Draper reencontrará la mejor versión de sí mismo en los momentos de soledad compartidos a deshoras en la oficina con quien empezó siendo su secretaria. Dos de esos momentos, en la cuarta y séptima temporadas, son puntales absolutos de la serie, posiblemente los mejores de ocho años de guiones cuidadosamente afilados para pasar por el filtro de la excelencia.

«Direct marketing? I thought of that. It turned out it already existed, but I arrived at it independently». Peter Campbell (1×04: «New Amsterdam»)

Mad Men es también un tratado sobre la ambición, el desengaño y la infelicidad, pero las miradas al abismo de Don Draper a menudo parecen una tarde en la playa comparadas con el flirteo permanente con la insatisfacción del inefable, miserable y odioso Peter Campbell: un trepa de ambición desmedida, una rata que tiene por corazón un charco de bilis, un tipo que irradia tanta frustración que sus varios escarceos amorosos tienen algo de plaga bíblica: pocas mujeres salen indemnes del contacto con sus ácidos encantos, y alguna terminará sus días en un manicomio. Campbell es con todo uno de los personajes más atractivos y divertidos de Mad Men, sobre todo en sus primeras temporadas, hasta el punto de que uno lamenta que su presencia, por lo demás ininterrumpida, haya pasado a un segundo plano en las últimas entregas de la serie. Pero afortunadamente el flexible arco dramático de Mad Men es terreno abonado para la sorpresa, y por ello el personaje ha resurgido en ocasiones a la primera línea cuando menos lo esperábamos, y hemos disfrutado viéndole correr de nuevo, avanzando enfermizamente en pos de la siguiente meta con su propio ego como único compañero.

«Men don’t take the time to end things. They ignore you until you insist on a declaration of hate». Joan Holloway (5×07: «At the Codfish Ball»)

Desde un punto de vista estrictamente superficial, y como indican la mayoría de sus sinopsis, Mad Men es la historia de una agencia publicitaria del Midtown de Manhattan en los años sesenta. Hay efectivamente una espina dorsal del relato anclada en las múltiples y memorables campañas publicitarias nacidas del frenético y alcoholizado ambiente de la oficina, cuyo ritmo de trabajo marca como si de un metrónomo se tratara el inconfundible movimiento de caderas de la eficaz, inteligente e irresistible Joan Holloway, jefa de las secretarias y responsable última de que todo funcione en la agencia. Pero dado que Mad Men es también el relato de las innumerables barreras sociales con las que chocaban las mujeres por entonces, la autoridad de Joan, incontestable y bien ganada entre las secretarias de la oficina, se diluye por contacto con los jefes de verdad, esos hombres que no ven en ella más que un objeto sexual, que ganan diez veces más por trabajar bastante menos y que constituyen la imagen de todas sus frustraciones personales. Hay por ello algo eléctrico en su relación con la otra gran heroína de la serie:

Joan Holloway (a Peggy): «So all you’ve done is proved to them that I’m a meaningless secretary and you’re another humorless bitch». (4×08: «The Summer Man»)

Y es que una de las líneas argumentales más fascinantes de Mad Men es la que constituyen las vidas paralelas de Joan y Peggy, dos personas radicalmente opuestas que se enriquecen mutuamente pese a sus muchos desencuentros, y que logran escalar dentro de la agencia por medios bien diferentes en pos de un objetivo merecido que tienen prohibido de antemano. Se dice que Mad Men es desde su propio título una serie sobre hombres, hombres muy machistas, pero es también uno de los mejores, más profundos e inteligentes relatos recientes sobre el universo femenino. Y sin embargo, de todas las mujeres de Mad Men la que reclama insistentemente la efigie o el trono de Eva a la presencia más relevante de la serie es sin duda Betty Draper:

«What you call love was invented by guys like me, to sell nylons». Don Draper (1×01: «Smoke gets in your eyes»)

Cuando escuchamos a Don Draper en el episodio piloto decir esta frase tan alegre y buenrollista a uno de sus ligues durante una cena en Manhattan poco podíamos imaginar que tuviera una esposa esperándole en casa. Pero la tenía, y la frase ya nos anticipaba el estado mental de esa mujer: Betty Draper, creación impresionante de la actriz January Jones, pieza fundamental de la serie desde aquel inolvidable «Shoot» (1×09) y personaje imposible de relegar a un segundo plano incluso cuando la lógica dramática lo pedía. La fría y fascinante presencia de January Jones es tan irreemplazable que cuando le surgió una rival en la trama y en el casting (Megan, interpretada por Jessica Paré) Jones se revolvió entre las capas de maquillaje que la engordaron hasta extremos grotescos (mucho más allá del embarazo, real, de la actriz) y se elevó por encima de varias tramas algo pobres escritas para su personaje para seguir reclamando el trono, pudiendo decirse incluso que acabó desplazando a la inicialmente sugerente Megan a un segundo plano. Su Betty es infantil y cruel a un tiempo, y seguramente el personaje más infeliz de toda la serie, lo cual en Mad Men equivale a lograr ser el más malo entre los nazis, por lo menos.

«I’m so many people». Sally Draper (7×02: «A Day’s Work»)

Sally, primogénita de Don y Betty Draper, es la fusión perfecta entre la amargura vindicativa de su madre y la inteligencia egoísta de su padre. También el desagüe sobre el que se vierte la angustia existencial de ambos. Un personaje tan complejo solo podía brillar en manos de una intérprete de primer orden. Los productores de Mad Men no sabían el tesoro que tenían entre manos el día en que eligieron a una niña de apenas ocho años para un papel puramente alimenticio, de esos que se reservan para las escenas de transición o el fondo del plano. Sin embargo, según avanzaban las temporadas la actriz Kiernan Shipka empezó a robar escenas a sus padres en la ficción hasta convertir a su Sally Draper en un personaje sin el que ya es imposible concebir la serie ni tampoco (y esto es quizá lo más relevante) al propio personaje de Don Draper. La relación del cerebro publicitario más valioso de Madison Avenue con su hija adolescente, cargada de matices y subcapas, es otra de esas recompensas que Mad Men reserva a su público más fiel en forma de súbitas e inolvidables conmociones dramáticas.

«Remember Don: when God closes a door, he opens a dress». Roger Sterling (1×10: «Long Weekend»)

Mad Men será recordada por varios diálogos memorables, pero es posible que en cualquier Top 10 de citas más recordadas de la serie la mitad pertenezcan a ese monumento al cinismo y la desinhibición que es Roger Sterling, mentor de Don Draper en el mundo de la publicidad, canalla de los pies a la cabeza y quizás por ello el personaje predilecto de buena parte del público. Las citas de Sterling son ya un subgénero de Mad Men, y supongo que todos tenemos nuestra favorita (la mía es ese «Jesus! It’s like Iwo Jima out there!» y todo lo que le sigue en 3×06: «Guy walks into a advertising agency»). Por más que sea un hijo de perra de primera clase, es imposible no querer a Roger, quizás porque queremos impregnarnos de parte de la gloriosa mugre de su vida vacía rodeada de alcohol, lujo y mujeres. Además el personaje funciona dramáticamente a todos los niveles: como espejo y destino sombrío de Don Draper, como barrera social de Joan, como precursor de los Gordon Gekko y demás fríos tiburones reales y ficticios de las finanzas y como protagonista absoluto de los momentos más crudamente divertidos (y surrealistas) de la serie. Se dice con razón que el actor Jon Hamm lo tendrá difícil para desprenderse de la sombra del personaje de Don Draper en el futuro, pero no lo tendrá mucho más fácil el fantástico John Slattery, que con su Sterling ha definido un nuevo arquetipo sobre el que medir a cualquier futuro cabronazo de ficción.

«Philanthropy is the gateway to power». Bert Cooper (2×07: «The Gold Violin»)

¿En qué se convierte un hombre cuando lleva años instalado en la cima de su negocio? Dado que las décadas trabajando como un depredador incansable pasan factura, es posible que termine su vida laboral convertido en un león dormido, en una avispa que ha escondido su aguijón bajo los cojines para volver a usarlo solo en ocasiones señaladas, en un viejo de apariencia serena, manejable e inofensiva en cuyos escasos momentos de apertura se adivina una vida dedicada al canibalismo voraz. Quizás todos los hombres que acaban así se parecen a Bert Cooper, el anciano jefe de Don y Roger, ese tótem del capitalismo que maneja los hilos de la agencia desde su propio templo de oro, un pulcro despacho de inspiración japonesa en el que concede ocasionales audiencias a sus subordinados, que deben quitarse los zapatos antes de entrar para escuchar sus enseñanzas: «El crack de 1929. Nunca entendí a los suicidas. Realmente hay gente que no cree en este país». Cooper, con su aire despistado, tiene también algo de sabio. Quizás simplemente porque sabe lo principal: que en el fondo no es más que un materialista de manual, como supimos cuando compró aquel cuadro de Mark Rothko. Pero nadie es blanco ni negro en Mad Men, y por eso Cooper nos dijo también aquella frase inolvidable de «las mejores cosas de la vida son gratis».

«Am I to entertain your ballad of dissatisfaction, or has something actually happened? Because I am at work, dear». Lane Pryce (3×10: «The Color Blue»)

Es un hecho que mucha gente deja de ver Mad Men en la tercera temporada, con mucho la más áspera, sinuosa e inescrutable. Es una lástima, porque a partir de ahí es difícil decir qué temporada de la cuarta a la séptima es mejor, y dado que la serie funciona más como un estudio acumulativo de personajes que como una historia al uso con principio y final, bien es posible asegurar que cada nueva tanda de capítulos ha superado a la anterior. La tercera temporada, por lo demás estupenda, reservó algún que otro momento memorable, y sobre todo nos trajo a ese monumento de flema británica llamado Lane Pryce, interpretado por Jared Harris (hijo del actor Richard Harris, nada menos). Tras dejarnos bucear en su vida privada (con otra de esas esposas condenadas a la infelicidad que pueblan la serie) y mostrarnos sus memorables momentos de soledad alcohólica compartida con Don, el personaje fue creciendo hasta convertirse en central por méritos propios. De hecho la serie mima tanto a sus protagonistas secundarios y los perfila tan magistralmente en cuatro brochazos que uno puede entretenerse imaginando spin-offs para varios de ellos. La riqueza y la complejidad de Mad Men reside en ocasiones en personajes que a menudo no tienen más de cinco líneas de diálogo por capítulo. De todos ellos, seguramente mi preferido es el estrafalario Michael Ginsberg, que nos contó su propia biografía en un monólogo que parecía extraído de una novela de Kurt Vonnegut:

I’m from Mars. It’s fine if you don’t believe me, but that’s where I’m from. I’m a full-blooded Martian. Don’t worry, there’s no plot to take over Earth. I’m just displaced. (…) I can tell you don’t believe me. That’s okay. We’re a big secret. They even tried to hide it from me. That man, my «father», told me a story I was born in a concentration camp, but you know that’s impossible. And I never met my mother because she supposedly died there. That’s convenient. Next thing I know, my ‘father’ finds me in a Swedish orphanage. I was five; I remember it. (…) And then I got this one communication. A simple order. «Stay where you are». (5×06: «Far Away Places»)

Uno lamenta a veces que la serie no tenga nuevas temporadas para saber todavía más de personajes recurrentes como Ken Cosgrove, Harry Crane, Stan Rizzo, Bob Benson, Glen Bishop, Ted Chaough, Duck Phillips, Freddy Rumsen, Salvatore Romano o ese trasunto de Orson Welles con el mismo ego y la mitad de talento llamado Paul Kinsey. La lista es larga. Muchas otras series prescindirían de ellos o directamente eliminarían sus tramas por el bien de la acción. Mad Men los convierte a menudo en protagonistas absolutos cuando menos se espera, y no queda sino celebrarlo.

«Nostalgia – it’s delicate, but potent. Teddy told me that in Greek, «nostalgia» literally means «the pain from an old wound». It’s a twinge in your heart far more powerful than memory alone. This device isn’t a spaceship, it’s a time machine». Don Draper (1×13: «The Wheel»)

Mad Men es también, a su manera, una máquina del tiempo que lanza una mirada nostálgica a los años sesenta americanos. Por medio de un deslumbrante diseño de producción, la serie se lanza a un ejercicio de revisionismo histórico a través de los hechos más relevantes de la década, si bien ello no constituye más que la corteza exterior de un continuo y mucho más interesante análisis de temas atemporales y universales como el matrimonio, la familia, la incomunicación, la soledad, el poder, la guerra de sexos, la búsqueda de la felicidad, la religión, el análisis del yo, el autoconocimiento o la muerte.

Pero si de algo se habla implícitamente en Mad Men es precisamente del ahora, pues son estos personajes que no consiguen hallar un sentido a su existencia, permanentemente insatisfechos, infelices e incapaces de construir una versión aceptable de sus vidas, las mismas personas que diseñaron una parte de nuestro estilo de vida actual, los auténticos fundadores de la moderna sociedad de consumo.

Mad Men ha dedicado ocho años a hurgar en esa herida nuestra con incomparable fuerza dramática y pureza emotiva, pero esta versión inmejorable del concepto de narración por entregas llega ahora a su fin. Nos queda el consuelo de que existen pocos productos televisivos sobre los que se haya escrito más y mejor. La bibliografía online es inmensa y prolija en innumerables detalles de cada episodio. Ello permite volver a la serie una y otra vez para descubrir invariablemente algún elemento inédito y relevante en cada nuevo acercamiento. Algo que solo sucede con las grandes obras, por otra parte.

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