Como ya todo el mundo lo sabe en este salón, y como será divulgado a partir de esta misma noche a los cuatro vientos y en treinta y dos lenguas, incluyendo el guaraní, me llamo Enrique Vila-Matas. Muchos, a partir de este momento memorable, me llamarán Doctor, como a uno de los más entrañables personajes de una novela mía titulada: Doctor Pasavento —experto en el arte de desaparecer. Así pues, no se extrañen si al final de esta velada solemne, en lugar de mi figura de carne y hueso (oculta en esta vestimenta medieval), de piel teñida por los soles de otoño del Mediterráneo —allá donde nací, como dice una canción de mi amigo Serrat— y en parte bruñida por el resplandor vespertino y caribeño que baña la principesca mansión de mi amigo del alma Sergio Pitol, en Xalapa, Veracruz, no se extrañen, digo, si al final de todo esto desaparezco por alguna alameda del fin del mundo.
No se extrañen si al buscarme encuentran una de esas magníficas máquinas solteras ideadas por Marcel Duchamp, desnudo bajando una escalera desde la buhardilla del edificio donde viviera Marguerite Duras, y portando la maleta que llevaba Walter Benjamin en su pavorosa y letal huida por la frontera franco-española, muy cerca de Port Bou. Sí, señoras y señores, me llamo Enrique Vila-Matas. Llámenme Doctor, Doctor Vila-Matas.
Muchas gracias a todos por estar aquí… Y ahora le concedo la palabra a mi amigo Quintero, samurai de los Andes.
Gracias, Enrique: nos quedó muy bien esta brevísima y portátil pieza de impostura y de ventrílocuos, casi de Locus Solus, que nos recomendó en una cantina de Guadalajara, en noviembre del 96, el Napoleón de las Letras Centroamericanas: don Augusto Monterroso. Deberíamos incorporarla a una próxima edición de América de Franz Kafka, en el capítulo inconcluso del Gran Teatro de Oklahoma, donde al final iremos a parar todos.
Y ahora sí, señoras y señores, doy comienzo a mi perorata.
Cuando se me encomendó la honrosa tarea de intervenir en el acto solemne donde la Universidad de los Andes otorgaría a Enrique Vila-Matas el título de Doctor Honoris Causa en Letras, la más alta distinción concedida por nuestra Bicentenaria casa de estudios, acepté encantado. Luego pasé unas semanas dando vueltas y vueltas como una peonza buscando un punto de apoyo, aquella palanca que tanto ansiara Arquímedes para mover el mundo, y yo para moverme en el mundo de Vila-Matas, para navegar en ese mar proceloso de Odiseo que se divisa desde la luminosa ventana del apartamento del escritor en la Travesía del Mal en Barcelona. Mare nostrum, azul.
Decidí entonces que para celebrar al amigo y al escritor, debería adentrarme de nuevo en su mundo, es decir en su escritura, en esa maravillosa construcción verbal que viene enriqueciendo y vilamatiando desde hace ya más de treinta años nuestra reseca y enjuta lengua castellana, como que nació y se desarrolló en las áridas mesetas de Castilla. Acercarme además a la elegante figura del dandy de Cataluña, que se pasea orondo y refistolero, regalándonos su esplendorosa y leve sonrisa de gato de Chesire, desde el barrio de Gracia en la ciudad Condal, hasta una esquina de la Mérida de Picón-Salas, allí donde el mismo Enrique descubrió el auténtico “Aleph” de Jorge Luis Borges. Ya sabemos que Vila-Matas en su travesía transoceánica, como si viajara en el Transatlántico de Gombrowicz, hizo escala en Dublín para celebrar el 105º aniversario del mítico periplo de Leopoldo Bloom y luego se detuvo en New York para tomarse un capuchino con Paul Auster.
En fin, que tomé la decisión irrevocable de hacer un discurso vila-matiano, una semblanza personal alejada de la caspa y la solemnidad, próxima al afecto y la amistad, eso sí reconociendo como un ferviente lector los valores intrínsecos de una obra perdurable que he visto en algunos casos germinar, desarrollarse y crecer, hasta alcanzar el esplendor y la maestría de sus últimas realizaciones. Pienso en Bartleby y compañía, pienso en Dietario voluble.
Decidí transitar los senderos abreviados de la literatura portátil, y luego de encomendarme al espíritu de Raymond Roussel me aventuro en este merecido y emotivo homenaje a Vila-Matas con una lectura titulada: UN SHANDY EN LAS REGIONES EQUINOCCIALES, que pudiera llamarse a secas: DOCTOR VILA-MATAS. Concebida esta lectura como el guión de una película, protagonizada por el mismo Enrique y dirigida por Jean-Luc Godard. Vamos ya a filmar. Luz, cámara, acción.
ESCENA UNO: De la mano de una señorita de compañía.
Otoño de 1955. A una hora temprana y bajo una ventisca gris ceniza, por una calle del barrio de Gracia de Barcelona avanza un niño de siete años llevado de la mano por una señorita de compañía, severa, recatada y monjil. El niño, ya lo adivinaron, es Enrique camino de la escuela, portando en bandolera el pesado bulto escolar repleto de libros, cuadernos y de una libretita donde va anotando las primeras palabras que le llaman la atención: escapulario, vergel, cinematógrafo, almácigo. Sin que el niño tenga conciencia de su tarea, aquella libreta es una representación de sus futuros dietarios y la primigenia raíz de su vocación de escritor. El infante paseante se sabe desde siempre un infatigable explorador y acucioso observador, y en aquel recorrido habitual que se habrá de prolongar a lo largo de una década irá barriendo con su mirada detalles del entorno que su memoria prodigiosa guardará para un futuro museo de artefactos inútiles nimbados de una belleza colosal: la verde herrumbre de un farol, el resplandor terroso de un muro de ladrillos, las formas románicas de un portal, la sombra de una golondrina como una ráfaga contra una blanca pared.
A mediados de los cincuenta, en aquella ciudad mediterránea no se respiraban precisamente aires de libertad. El Caudillo se había aposentado desde hacía tiempo en la lejana Madrid y gobernaba con garra de hierro, por la gracia de Dios. Barcelona era tal vez su víctima más encarnecida, por europea, bilingüe, próspera y rebelde. Puertas adentro, sin embargo, en el hogar de Enrique se susurraba con optimismo que el futuro, aunque impreciso y lejano, los recompensaría con generosidad. Mientras tanto, el niño Enrique, camino a la escuela intenta librarse de la fina y recia mano de la señorita para saltar en un solo pie por la solitaria calleja jugando a una imaginaria rayuela, expresando con su danza callejera la inmensa alegría de vivir.
Siempre me ha llamado la atención el hecho nada casual de que en la obra de Vila-Matas la política pareciera estar ausente o encapsulada en la psicología de algunos personajes, en ningún caso expuesta de forma directa, menos aún como una actitud militante. Este rasgo por demás significativo denota la fuerza de una elección. Enrique siempre ha sabido que ser libre es poseer la capacidad de elegir. Y él ha elegido una propuesta estética, radical y profundamente original. Ante el realismo rampante que imperaba en la literatura peninsular y que se ocupaba (y se ocupa todavía, tal vez con razón) de conjurar los espectros de una guerra fratricida y civil, Vila-Matas apostó por una literatura ligera e irónica, ligada a los reclamos de la cotidianidad, imaginativa y ocurrente, plena de un humor risueño, inteligente y elegante, enraizada en la tradición de la modernidad, alejada de lo parroquial, abierta a las nuevas formas, fundamentada en el arte como forma de vivir, que no establece diferencia alguna entre la vida y el acto de escribir. Pues ya se sabe que escribir es una de las formas más espléndidas y radicales de ejercer la libertad.
Nos despedimos entonces del niño Enrique, que al pasar frente al legendario cine Metropol se detiene para observar un cartel y aprovecha una distracción de la señorita para librarse de la tibia atadura, y con un grito de apache a esa hora matutina, en el centro de la calle solitaria bailar eufórico su propia rayuela.
ESCENA DOS: En el Tequila Express.
Conocí a Enrique Vila-Matas en el hall de un hotel situado frente al majestuoso Zócalo de Ciudad de México el 28 de noviembre de 1992, justo un día antes de la segunda intentona golpista de aquel año en mi país. Ambos habíamos sido invitados, junto a un grupo de narradores de diferentes países, a un encuentro en México D.F. y Guadalajara, Jalisco. Desde un primer momento, tal vez por razones estéticas, esotéricas y nicotínicas, Enrique y yo congeniamos, como si en los así recordados como años de castigo yo hubiera sido su compañero de pupitre en el colegio de los padres maristas, o como sí él por aquellas mismas fechas (somos rigurosamente contemporáneos) me hubiera acompañado en el anca de Diablo, mi caballo, en mi diaria travesía hacia la escuela en un páramo de Trujillo. Se podría conjeturar entonces que aquel encuentro tenía visos de reencuentro. Sin embargo, lo que quiero destacar aquí es la figura literaria del simpático y extraño escritor que yo acababa de conocer.
En el 92, aunque poco conocido, Enrique Vila-Matas ya era un escritor hecho y derecho. En el 85 había publicado Historia abreviada de la literatura portátil, precedida de Impostura (1984) y del cuarteto inicial de sus libros de varia invención. Una casa para siempre apareció en el 88, y los cuentos de Suicidios ejemplares (1991) alcanzaban una segunda edición. En México se le apreciaba en un selecto círculo que incluía a Sergio Pitol, Juan Villoro, Augusto Monterroso y Álvaro Mutis, pero, a decir verdad, la crítica peninsular, con las excepciones del caso, lo trataba con cierto desdén.
Historia abreviada de la literatura portátil comenzaba a despuntar como un veloz pez espada que emerge de las profundidades y apenas asoma la nariz. Aquel libro de dimensiones modestas se iba a convertir con el paso del tiempo en un objeto de culto, en la cantera donde hoy vienen a abrevar los miles de vila-matianos dispersos en los más recónditos lugares del planeta. Desde su portada minimalista nos mira de reojo, a ras de la visera de su boina de piloto, una encarnación de Enrique Vila-Matas, mucho antes de la existencia del Photoshop: montado en un bólido de época, 1929, a punto de salir disparado rumbo a las alamedas del fin del mundo. En este breve libro, al igual que en la iniciática novela Impostura, están las claves y los postulados esenciales, y las manías y las fobias y las estrategias narrativas de la obra entera de Enrique Vila-Matas, hoy por hoy un escritor imprescindible e ineludible en el concierto de la modernidad, en cualquier idioma y en cualquier lugar. Curiosamente, el menos ibérico de los escritores españoles se ha convertido en el paladín de las letras castellanas, digno heredero de Cervantes, sobrino de Borges y primo hermano de Juan Villoro.
Aunque se me acuse de explorador impune me detendré unos instantes en este primer fruto dorado de la imaginación de Vila-Matas. Concebido quizá como un divertimento, como un homenaje no tan secreto al Raymond Roussell de Impresiones de África, e imbuido claro está de cierto espíritu Dadá, y aspirando (digo yo) a convertirse en uno de aquellos objects trouvés a la manera de Duchamp, Historia abreviada… resulta a todas luces encantador e inclasificable. Una sociedad secreta de discretos y risueños conspiradores que abogan por el triunfo del arte portátil, de fácil transportación. Máquinas solteras, simulaciones, espejos, golems y odradeks van armando un delicioso puzzle en el cual vemos desfilar con sus trajes casuales a lo más granado de la fauna artística de la así llamada vanguardia del siglo XX. Convertidos cada uno, a su manera y sin saberlo, en protagonistas de la novela de un joven shandy: Enrique Vila-Matas (Shandy: suerte de dandy, cuya genealogía deriva de la célebre novela de Laurence Sterne: Tristram Shandy). No voy a narrar aquí las peripecias de aquellos ilustres y chalados artistas, ni siquiera les daré una pista acerca del enigmático capítulo titulado: “Nuevas impresiones de Praga”. Y me abstendré de consignar la lista de los sesenta y tantos celebérrimos personajes que se pasean por las páginas de la novela, sólo nombraré a Man Ray, Pola Negri y Georgia O’Keefe.
Y para justificar el título de esta escena, “En el Tequila Express”, les contaré que al día siguiente de haber conocido a Vila-Matas, él y yo junto a una tropa de escritores latinoamericanos, casi todos curdos y ninguno del Kurdistán, abordamos un tren nocturno y lentísimo rumbo a Guadalajara. Una leyenda urbana pretende hacernos creer que en aquella etílica travesía yo le salvé la vida a un elegante y atildado escritor catalán que no cesaba de contar chistes muy graciosos, aunque subidos de tono, delante de un auditorio de mexicas beodos y carentes de humor, que en un arranque de furia al estilo Jalisco pretendían arrojar al divertido escritor por la ventanilla del tren. Enrique dice que no se acuerda de aquel suceso digno de una película de Buster Keaton. Sin embargo, cuando alguien alude al ya mítico episodio, Enrique sonríe, no sé por qué.
ESCENA TRES: Mérida, mi herida.
Tal vez en el tren nocturno o al día siguiente en Guadalajara, o quizá de labios de su querido amigo Juan Villoro que en el 91 había estado por estos lares, Enrique se enteró por primera vez de la existencia de esta ciudad serrana, Mérida, mi herida, ubicada en las estribaciones norteñas de la cordillera de los Andes, al occidente de un país surrealista llamado Venezuela. Tal vez por esa curiosidad suya de viajero impenitente, Enrique aceptó sin vacilación alguna asistir a la II Bienal de Literatura que tuvo lugar en Mérida en septiembre del 93. En tan singular ocasión acudieron a Mérida, desde 14 países, narradores y críticos de diversas tendencias, unidos en torno al arte de narrar, destacándose entre la legión extranjera: Sergio Pitol, Jesús Díaz, Juan Villoro, César Aira, R.H. Moreno-Durán, Sergio Chejfec, Dick Gerdes, Hernán Lara Zavala, Héctor Libertella, Edgardo Rodríguez Julia, y la nutrida delegación local encabezada por Salvador Garmendia, Oswaldo Trejo y Julio Miranda.
Enrique nos regaló, en su inolvidable intervención, una deliciosa primicia. Con voz de actor, que recordaba a su admirado Marcelo Mastroiani, leyó los 27 fragmentos de “Recuerdos inventados”, que al año siguiente daría título a su Primera Antología Personal. Recuerdo que cuando Enrique leyó el fragmento Nº 7 que dice así: “Me llamo Sergio Pitol y pienso, cuando leo a Tabucchi, en ciertos pasajes de la pintura metafísica italiana en que todo es muy nítido, muy exacto, muy certero, y al mismo tiempo definitivamente irreal”, un aprendiz de crítico, maracucho, que estaba a mi lado, comentó: “Vos veis, primo, yo creía que el maestro Pitol era una persona mayor”. Sergio Pitol, que acababa de cumplir 60 años, estaba sentado en la primera fila y sonreía encantado. Ojalá y esta noche nadie se confunda y diga que Enrique Vila-Matas tiene rasgos aindiados o de japonés —como yo.
En aquella segunda incursión de Enrique Vila-Matas a las Regiones Equinocciales del Nuevo Mundo, pues sólo había estado antes en México, fueron muchos los lazos y vínculos que el joven narrador logró establecer y cimentar con sus pares escritores de aquí y de allá. Su huella quedó impresa en nuestra memoria colectiva, y algunos cuentan de él anécdotas increíbles y divertidas, muchas de ellas inventadas o soñadas. Alguien afirmó, jurando sobre las cenizas de Italo Svevo, furioso y consabido fumador, haberlo visto a altas horas de la madrugada jugando baccarat en un antro llamado La Otra Banda de Lautréamont en compañía de Pepe Barroeta. Yo daría mi mesada por haberlo visto, como me contó que lo había visto una amiga mía de Biscucuy, conversando en el parque trasero del hotel con el espectro elegante, de punta en blanco, con sombrero y bastón, de don Fernando Pessoa.
De la manera que sea, a Enrique Vila-Matas esta ciudadela del gótico tardío le sentó muy bien, requetebién. Me atrevería a decir que Mérida se ha convertido para él en una de sus ciudades fetiches. ¿Junto a París, Praga y Lisboa? ¿Será que como París, Mérida no se acaba nunca? Pero el romance del escritor con la ciudad serrana apenas comenzaba. Luego vendría lo mejor, que veremos en la escena siguiente.
ESCENA CUATRO: Mérida revisitada.
Cuando a finales de julio de 2001, el jurado encargado de fallar el XII Premio Internacional de Novela “Rómulo Gallegos” anunció que el ganador era Enrique Vila-Matas, una ráfaga de aire fresco recorrió el espectro de la narrativa escrita en español desde algún suburbio de Los Ángeles, donde tiene sus lectores, apuesto a que sí, hasta la mismísima Patagonia, novelada por Juan José Saer. Y a mí en particular una alegría muy grande me subió al corazón. Yo mantenía con Enrique una correspondencia intermitente, y hacía unos pocos meses había recibido de él un regalo invalorable: un ejemplar de Bartleby y compañía (2000), que devoré en un par de sesiones, fascinado y deslumbrado como un auténtico fan. Sin embargo, el premio mayor que se le otorga a un novelista de lengua castellana se le había concedido por una extraña y paradójica y melancólica novela, El viaje vertical.
Ambas novelas habían resultado finalistas en el prestigioso certamen que en ocasiones anteriores había reconocido a escritores de la talla de Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes, Fernando del Paso, al paisano de Enrique y archirival a muerte en asuntos del balompié: Javier Marías, y en la edición anterior nada menos que a Roberto Bolaño, que se habría de convertir en el escritor paradigmático de su generación y en un mito que al día de hoy continúa “abriendo brechas por las que habrán de circular las nuevas corrientes literarias del próximo milenio”, es decir de este milenio, según escribiera el mismo Vila-Matas. Lo cierto fue que en la decisión de premiar El viaje vertical primaron los conceptos de género, pues alguien podría poner en tela de juicio el carácter de novela de Bartleby y compañía. Y así la decisión, al parecer salomónica, recompensó por partida doble la labor tesonera de un escritor que había estado labrando con paciencia de santo y maestría de joyero, y disfrutando como un chino en primavera, una obra llena de encanto y decididamente original.
Ambas novelas habían resultado finalistas en el prestigioso certamen que en ocasiones anteriores había reconocido a escritores de la talla de Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes, Fernando del Paso, al paisano de Enrique y archirival a muerte en asuntos del balompié: Javier Marías, y en la edición anterior nada menos que a Roberto Bolaño, que se habría de convertir en el escritor paradigmático de su generación y en un mito que al día de hoy continúa “abriendo brechas por las que habrán de circular las nuevas corrientes literarias del próximo milenio”, es decir de este milenio, según escribiera el mismo Vila-Matas. Lo cierto fue que en la decisión de premiar El viaje vertical primaron los conceptos de género, pues alguien podría poner en tela de juicio el carácter de novela de Bartleby y compañía. Y así la decisión, al parecer salomónica, recompensó por partida doble la labor tesonera de un escritor que había estado labrando con paciencia de santo y maestría de joyero, y disfrutando como un chino en primavera, una obra llena de encanto y decididamente original.
El premio Rómulo Gallegos para Enrique Vila-Matas significó su consagración internacional. En su palmarés, hoy enriquecido, aparece como el primer reconocimiento que recibió. Luego del Rómulo, como suele llamarlo con cariño Enrique Vila-Matas, le han otorgado los más connotados premios en una especie de efecto dominó. Incluso en España y Cataluña han reconocido, aunque tardíamente, su labor. Y justamente en Mérida, en el Alma Mater de nuestra universidad, Enrique Vila-Matas, sin duda el más original escritor de la España actual, recibe su primer Doctorado Honoris Causa en Letras. Les aseguro, señoras y señores, que a partir de ahora le ofrecerán muchos más.
Es necesario observar al Enrique Vila-Matas que en compañía no de Bartleby sino de Paula de Parma vino a Caracas la primera semana de agosto de 2001 a recibir su galardón. ¿Qué tanto había crecido desde que lo conocí hacía casi 10 años en México D.F.? ¿Cuántos libros publicados desde su recordada presencia en la Bienal de Mérida en el 93 y este viaje en vuelo vertical hasta la capital venezolana, cuna del Libertador?.
Lejos de Veracruz (1995), Extraña forma de vida (1997) y El viaje vertical (1999), publicados en el interregno, forman una especie de trilogía acerca del arte de desaparecer, es decir acerca de la pérdida de identidad, escenificados por protagonistas de diversas edades. La presencia de Sergio Pitol, Fernando Pessoa y el padre de Enrique, un recio catalán nacionalista, figuras emblemáticas y paternales en todos los sentidos, acentúan el carácter falsamente autobiográfico de estas elaboradas ficciones. Vila-Matas publicó en esa década prodigiosa, además de las tres novelas citadas, centenares de artículos en periódicos y revistas, un libro de relatos (Hijos sin hijos, 1993) y tres colecciones de artículos y ensayos. Me demoraré un par de minutos —que quisiera prolongar y compartir con todos ustedes en una lectura maratónica hasta agotar el libro entero, que no se agota nunca, se los juro por Odín— en Bartleby y compañía, considerado por miles de vila-matianos como su Ópera Magna, su Obra Maestra.
¿Qué es Bartleby y compañía? La crítica ha respondido de las más diversas maneras a esta pregunta más bien retórica. Para mí, este raro libro, al parecer inclasificable, es un híbrido en el más amplio sentido de la palabra, mezcla de narración y reflexión, de novela posmoderna y ensayo a lo Montaigne, que concentra lo mejor y lo esencial de la literatura de Vila-Matas. Un audaz y vertiginoso recorrido por los territorios de la escritura. Utilizando como excusa o leit motiv los extraños casos de aquellos escritores militantes del No, es decir de la no escritura, ágrafos o estíticos o silenciados por la locura o por alguna otra tragedia colectiva o personal. Con exquisita elegancia y con un muy fino humor, de manera sutil, exhaustiva y divertida, Vila-Matas se adentra en el mundo de los escritores, sorprendiéndolos en el instante mismo de disponerse a escribir o a negarse a hacerlo, husmeando en sus miserias y tribulaciones, siempre con una actitud comprensiva y compasiva, descubriendo en aquellas instantáneas, ciertamente instantes de vida, la fragilidad del ser humano y la inutilidad de cualquier esfuerzo. Y así, lo que pareciera un erudito y entretenido paseo por las letras, de la mano de un fanático de la literatura, se convierte en un reclamo existencial, en la postulación de una metafísica.
Me abstendré por razones de tiempo de glosar y comentar los 86 capítulos de este libro excepcional, que contiene una especie de suma literaria, pues en cada párrafo se abren posibilidades rizomáticas que van formando una tupida red que apunta a una verdadera enciclopedia de obras y autores. Lo que sí debo señalar es que Enrique Vila-Matas, particularmente en este libro, tiene una muy personal forma de leer. Lee a fondo, buscando la nuez. Lee como un buzo de aguas profundas, demorándose en cada detalle, encontrando en sus audaces inmersiones auténticas joyas, piedras preciosas teñidas de ámbar con reflejos de coral, que al ser expuestas a la luz del sol destellan con reflejos enceguecedores. Vila-Matas posee el extraño poder de alumbrar lo que lee, dotándolo de una nueva luz. Cuando nos acercamos a lo que Vila-Matas ha leído nos encontramos con la sorpresa grata, a veces avergonzada, de que si antes habíamos frecuentado ese texto o ese autor, lo habíamos hecho con anteojeras o definitivamente con los ojos vendados. Vila-Matas es un iluminador.
Vuelvo al segundo viaje de Vila-Matas a nuestra ciudad. Luego de recibir el Rómulo, Enrique aceptó una invitación de la Universidad de los Andes, y aquí permaneció durante más de dos semanas temperando, charlando, escribiendo y paseando con Paula de Parma. Me atrevo a decir que de aquella feliz estancia de Enrique en Mérida surgió un pacto entre el eminente y querido escritor y la ciudad y su gente. Pues no sólo se le recuerda y estima, sino que él mismo desde su bunker en Barcelona se ha encargado de ir tejiendo y estrechando nuevos lazos fundados en el afecto y en su prodigiosa generosidad.
ESCENA CINCO: En el Bauma.
En el Bauma, uno de los sitios emblemáticos de Barcelona, una noche de junio de 2002, cuando ya la mayoría de los clientes había claudicado y el lugar lucía casi vacío, Enrique Vila-Matas pronunció una frase que me llamó poderosamente la atención. La anoté en una libretica y la reproduzco aquí: “Quiero ser el escritor que ilumine la decadencia de Europa”. Piedad Londoño e Ignacio Martínez de Pisón, compañeros en aquella fresca noche veraniega, tal vez no recuerden este detalle. Y cuando en una ocasión se lo comenté a Enrique, se hizo el sueco. Sin embargo, bastará con observar, registrar y leer lo que Vila-Matas ha venido haciendo desde aquella mítica declaración del Bauma para comprobar cómo nuestro Doctor Honoris Causa en Letras ha venido cumpliendo al pie de la letra y con empeño digno de alabanza y admiración su tarea de iluminador. Veamos cómo y por qué. Me referiré sólo a sus últimos cinco libros de narrativa.
El mal de Montano (2002), París no se acaba nunca (2003) y Doctor Pasavento (2005) son obras acabadas, de madurez. El autor se sabe dueño de su mundo y de sus instrumentos narrativos. Enfermos de literatura como Montano, bohemios en París como el propio autor jugando a ser Hemingway, o como en el caso de Pasavento, desapareciendo al ser suplantado por un doble falaz, los protagonistas de estas tres novelas se integran de manera natural a la galería de personajes de ficción con tintes autobiográficos que el autor nos ha venido mostrando para así iluminar “la decadencia de Europa” o quizá como él mismo lo dice en su “Breve Autobiografía Literaria”, al referirse precisamente a Doctor Pasavento: para iluminar “la desaparición del sujeto en Occidente”.
Luego de un episodio ciertamente dramático, casi trágico, que él mismo resume en una frase: “Fui a Buenos Aires con la idea de desaparecer unos días y acabé hospitalizado en el Vall d’Hebron en Barcelona”, Enrique Vila-Matas, sacudiéndose las cenizas como un Fénix de la posmodernidad vuelve al cuento con Exploradores del abismo (2007). Ahí nos regala una verdadera joya, la nouvelle “Porque ella no lo pidió”, en la que reaparece un delicioso personaje: Rita Malú, a la que habíamos visto actuando en Historia abreviada de la literatura portátil 22 años atrás. Me atrevo a decir que a partir de esta incursión en las formas breves, y quizá como consecuencia del renacimiento físico del autor, la escritura de Vila-Matas se ha ido puliendo y depurando hasta alcanzar esa suerte de esplendor cálido y reposado que se manifiesta de forma magistral en Dietario voluble (2008).
Debo confesar, ya casi para terminar, que el libro de Vila-Matas que más me ha impactado ha sido precisamente éste: Dietario voluble, lo que denota un crescendo en mi valoración y admiración por su autor. Conservo mi ejemplar lleno de anotaciones y garabatos por todos lados, lo que no suelo hacer cuando leo sin motivación. Dietario… es un libro que se lee con fruición y que se devora como un delicioso manjar. Confeccionado como un diario (diciembre 2005 – abril 2008) que va dando cuenta de lecturas, sueños, encuentros, sorpresas, pensamientos, casualidades, homenajes y las más variadas formas de la narración, me recuerda los Diarios de Kafka, ya que ambos autores hacen uso de sus respectivos dietarios como si se tratara de cuadernos de bitácora. Al título del libro le agregué, con mi nerviosa caligrafía, el siguiente subtítulo: “Crónica iluminada (deslumbrante) de la decadencia de Europa”. Y si he nombrado a Kafka, debo también nombrar a Samuel Beckett, Robert Walser, W. G. Sebald, Thomas Bernhard, Claudio Magris y Antonio Tabucchi, ilustres antecesores de Enrique Vila-Matas, que se pasean, como exploradores impunes, con sus antorchas y linternas, con sus cuadernos en octavo y sus afilados lápices, alumbrando y armando un contrapunto enriquecedor por las páginas de este dietario.
ESCENA SEIS y última: (aún sin título).
Es la que estamos viviendo en este instante y que alcanzará su cenit cuando nuestro querido amigo y escritor, Enrique Vila-Matas, en virtud de sus méritos artísticos y humanísticos reciba el título de Doctor Honoris Causa en Letras. Y que culminará cuando el escritor que ha dignificado su oficio convirtiéndose en un ejemplo viviente para las nuevas generaciones, cuando el autor que pretende ampliar las fronteras de lo humano se posesione de este púlpito episcopal y afirme con voz emocionada y con orgullo, como una vez lo hiciera Gustave Flaubert al referirse al más amado de sus personajes, cuando el Doctor Vila-Matas anuncie a los cuatro vientos: Enrique Vila-Matas c’est moi. Enrique Vila-Matas soy yo.
Mil gracias y buenas noches.
(*) Discurso en la orden del doctorado honoris causa a Vila-Matas en la Universidad de los Andes, Mérida, 10 de julio de 2009.
ME LLAMO VILA-MATAS
EDNODIO QUINTERO
11/07/2009
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