Hay un muerto. Las cámaras de televisión, los periodistas y los invitados a la cena donde se concede el premio literario más rico del mundo, 100 millones de pesetas, esperan el nombre del vencedor, y la voz corre por el hotel Venice: no hay vencedor, hay un muerto. El muerto es el plutócrata Lázaro Conesal, banquero, mecenas del inmenso premio literario. Hay un muerto, un crimen y un detective, porque entre los 500 invitados ronda José Carvalho. Es El premio, de Manuel Vázquez Montalbán.
En la noche de la fiesta literaria teme el ataque de sus socios, de los literatos resentidos, de las mujeres despechadas, de los magnates de la competencia, de los jerarcas socialistas: Conesal es también millonario en enemigos.
El instinto de percepción y la inteligencia del maestro Manuel Vázquez Montalbán transfiguran la actualidad burbujeante en episodio nacional. La atmósfera de sus novelas policíacas la componen los gestos efímeros de una época, los más corrompidos: gestos corrompidos por su extrema novedad de titular periodístico, enfermos de novedad, moribundos.
El premio transcurre en vísperas de una nueva transición, en el presagio de la derrota socialista. Madrid es una ciudad de un millón de dossiers, la feria de las cloacas al aire, y el detective Carvalho, gallego de Barcelona, viaja por un Madrid Manhattan de rascacielos babélicos, hacia el hotel Venice, templo griego de 30 pisos y color rosa, muestrario del diseño de vanguardia, escenario para un asesinato.
El premio transcurre en vísperas de una nueva transición, en el presagio de la derrota socialista. Madrid es una ciudad de un millón de dossiers, la feria de las cloacas al aire, y el detective Carvalho, gallego de Barcelona, viaja por un Madrid Manhattan de rascacielos babélicos, hacia el hotel Venice, templo griego de 30 pisos y color rosa, muestrario del diseño de vanguardia, escenario para un asesinato.
Los hoteles son mundos de novela negra, lugares extranjeros y transitorios. El hotel de El premio es el más transitorio, caricatura y exageración: no es un hotel para una sola noche, sino para una sola cena, la cena de un premio literario. En el hotel hay un muerto y una legión de sospechosos, los invitados al banquete. Son literatos, ricos, políticos, Leguina y la ministra de Cultura, único ministro en tecnicolor de la historia de España.
Aquí está la corte literaria, barraca de monstruos pasada por el túnel de la risa: un premio Nobel, un duque de Alba, un académico viejo y duro como un pan mohoso y duro, el mejor poeta homosexual de Cuenca y el escritor joven más viejo de Europa.
Aquí está la corte literaria, barraca de monstruos pasada por el túnel de la risa: un premio Nobel, un duque de Alba, un académico viejo y duro como un pan mohoso y duro, el mejor poeta homosexual de Cuenca y el escritor joven más viejo de Europa.
Y están los críticos más independientes: el más temido de España dialoga sobre novela policíaca con una señora de piernas cortas de ciempiés de sólo dos patas, cúbica y reptil, dos independientes pagados por el plutócrata y difunto Conesal.
Y están los multimillonarios de los años de oro, caricaturas que nacen de mezclar dos o tres personajes de telediario verdadero: los personajes ficticios de El premio son un cóctel de individuos de nuestra realidad. Lázaro Conesal, emblema de los nuevos ricos del régimen democrático, dueño del premio, del hotel y de casi todos los invitados al banquete, rubio platino con gomina, fue importador de productos soviéticos en los días de Franco y ahora es un advenedizo que se hunde.
Es la víctima: morirá en la noche de su caída, cuando ni el presidente, ni el Rey ni el Papa le responden al teléfono. Será un garabato retorcido por la estricnina, con una mancha de semen en el pijama de seda. Vázquez Montalbán añade un detalle de pura novela negra: la viuda le acaricia un pie desnudo al muerto.
Y aquí está Carvalho, casi 25 años después del primer Carvalho, antiguo agente de la CIA, antiguo comunista: hombre antiguo, especialista en whisky de malta, mirón aburrido por los salones del hotel Venice. Ahora mira por la rendija de una puerta a dos hombres que se besan con gula, o intercambia una mirada cómplice con el escritor posmarxista Sánchez Bolín, aficionado al pan con tomate y a las bromas de izquierda, Vázquez Montalbán visto por Vázquez Montalbán.
Anda nostálgico Carvalho en la mejor de sus aventuras, nostálgico del Carvalho con 10 años menos y de la mujer que lo guió en Asesinato en el Comité Central, como si Vázquez Montalbán empezara a sentir nostalgia de los personajes que inventó una vez.
Anda nostálgico Carvalho en la mejor de sus aventuras, nostálgico del Carvalho con 10 años menos y de la mujer que lo guió en Asesinato en el Comité Central, como si Vázquez Montalbán empezara a sentir nostalgia de los personajes que inventó una vez.
El narrador de El premio trata el tiempo como si fuera un hotel que nos permite ir de una habitación a otra: nos introduce en el banquete asesino, retrocede luego a la víspera, vuelve a la hora del envenenamiento, registra el interrogatorio de los sospechosos, y, un capítulo después y unas horas antes, reconstruye los pasos que los sospechosos admitieron o negaron en los interrogatorios.
El tiempo de El premio se muerde la cola en un sucederse de asuntos de cama doméstica y ruina pública, amor como excremento y dinero como excremento, y nos deja una sospecha negra: el mundo se repite, siempre el mismo, serpiente venenosa que se muerde la cola.
El tiempo de El premio se muerde la cola en un sucederse de asuntos de cama doméstica y ruina pública, amor como excremento y dinero como excremento, y nos deja una sospecha negra: el mundo se repite, siempre el mismo, serpiente venenosa que se muerde la cola.
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