La madrugada en que el cuerpo de Jimmy Minor aparece flotando en las oscuras aguas del canal, ni Quirke ni su hija Phoebe pueden intuir hasta qué punto esa muerte va a remover sus propias vidas. Mientras Phoebe abre los ojos a una sensualidad desconocida, la investigación arrastra a Quirke de regreso al infierno de su infancia en el orfanato católico de Carricklea.
El escenario, Dublín, años cincuenta del siglo XX, una ciudad en la que él vivió su infancia y su adolescencia y que, por ello mismo, tiene las claves propias que hacen de su novela un lugar conocido, un hogar reflejado de mil formas. Quirke vuelve a la obra de Black después de ese paréntesis en La rubia de ojos negros en que cedió su protagonismo a Marlowe, en claro homenaje a su ídolo, Raymond Chandler, ídolo de todos nosotros, desde luego.
En el discurso que Banville ofreció con motivo del Premio Príncipe de Asturias de las Letras, en 2014, reivindicó el poder de la frase: "Con frases pensamos, especulamos, calculamos, imaginamos. Con frases declaramos nuestro amor, declaramos la guerra, prestamos juramento. Con frases afirmamos nuestro ser. Nuestras leyes están escritas con frases. No es desatinado afirmar que con frases está escrito nuestro mundo".
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