2.5.16

Gabriel Matzneff "Ebrio del vino" 1990

“Ya sea heterosexual u homosexual, el amor siempre es ilegítimo. El amor siempre es un escándalo. Un hombre libre, le gusten las chicas o los chicos, siempre está expuesto a la venganza de los transeúntes honestos. A un espíritu libre, las leyes que le permiten amar, o que se lo prohíben, le importan un carajo.”
Capítulo 1

    «MAÑANA cumplo diecisiete años, ¡qué horror!»
    Nil sonríe, se lleva la carta a los labios, la besa levemente. El papel contiene el membrete del colegio inglés donde Anne-Geneviève pasa el mes de julio. Dentro de una semana estará en París, aunque no por mucho tiempo, pues sus padres han decidido que regrese cuanto antes a la Vendée, a casa de su abuela materna. Lo que hace sufrir de las adolescentes es la dificultad de tener con ellas alguna relación un poco continuada. El castigo del enamorado de los niños se denomina espera. Esta naturaleza incierta, fragmentaria, de los amores con personas muy jóvenes, esta dimensión de ausencia, le parece a Nil más agotadora y terrible que las imprecaciones de las madres y la autoridad del Código penal.

    Nil ha leído la carta de su amante colegiala en la acera de la calle Monsieur-le-Prince. La ha encontrado en el buzón cuando bajaba. Tiene que verse con su amigo Rodin frente al enrejado de los jardines de Luxembourg, y quiere ser puntual. Se mete la carta en el bolsillo y aprieta el paso. Rodin ya ha llegado. Nada más entrar en el jardín el frescor de los árboles y la hierba les embarga los sentidos. «A la sombra de las hayas, nos sentimos renacer»: a Nil le viene al pensamiento, fugazmente, la canción de los exploradores que su amiguito Jean-Marc canturreaba a los doce años. No hace tanto bochorno como en el asfalto. En una palabra: se respira mejor.

    —Indudablemente —salta Rodin—, me gusta París en otoño. Los parisinos han ido a matarse a las autopistas. Solamente quedan vikingos y negros. Los vikingos, con un plano en la mano y la nariz erguida, van en busca de la torre Eiffel; los negros, con sus gafas de montura dorada, leen Le Monde aplicadamente.
    —Se olvida usted de los barbudos.
    Opina Rodin que una barba que no está debidamente recortada, peinada y perfumada, no es más que una excrecencia obscena. El desaliño le causa horror, y no se fía de los individuos que visten lo que, según ellos, es el uniforme obligatorio del anarquista: la indumentaria fláccida, propia de traperos o gitanos, o bien los saldos que dejaron los americanos en Europa al término de la Segunda Guerra Mundial.
    —La verdadera rebelión es iniciática y, por lo tanto, secreta. Los rebeldes genuinos guardan las formas; van recién afeitados y de punta en blanco. Solamente puedo soportar a las personas que tienen pinta de acabar de salir de la ducha. La decadencia de Occidente, con la que tanto nos dan la tabarra, no se debe al petróleo, sino a la flojedad. Hemos de enseñar a nuestros contemporáneos a mantenerse derechos, a servirse adecuadamente de la columna vertebral.
    Nil suspira.
    —Todavía me acuerdo de lo que me decía mi tía Grancéola, arrastrando las erres como una lechuza revuelve los ojos: «¡La postura, querido, la postura! ¡La revolúchien empieza con la postura! ¡He aquí la lección de Buda!» Ya preguntaremos a Dulaurier qué opina sobre el particular.
    —¿Lo oye? Ya empieza la lección de Buda —dice Rodin echándose a reír.

    Un guirigay de toques de silbato, procedentes de todos los rincones del parque, sonaban, próximos o lejanos, en cascadas estridentes. Los guardas indicaban que era la hora del cierre.

    Los dos hombres se ponen a rezongar al unísono, exagerando a capricho el carácter gruñón y cascarrabias que tanto detestan. Nil cumpliría cuarenta y tres años dentro de unos días; Rodin, cincuenta y ocho en octubre. Aquella escena la tenían perfectamente ensayada.

    Se burlaron agriamente del temperamento cauteloso y suspicaz de los franceses, de los parapetos con los que rodean medrosamente sus jardines. En las Filipinas aquello sería inconcebible. Los franceses se las dan de listos, pero en el fondo son unos ingenuos. Llevan una venda en los ojos.
    Nil y Rodin salen del Luxembourg por el portillo que se abre a la calle Vavin. Siguiendo el enrejado, doblan a mano izquierda por la calle d'Assas, y luego toman la calle Auguste-Comte. A la derecha se levanta la mole oscura del instituto Montaigne.

    —Un día —declara Nil—, van a poner una placa en el sitio donde esperaba a Angiolina a la salida de la escuela.
    —¿En qué punto exactamente? —pregunta Rodin, amante de la precisión.
    Nil hace una señal con la mano. Ahí estaba, junto al enrejado, no delante mismo de la puerta del instituto, sino un poco a la izquierda, oculto detrás de un árbol: de este modo se imaginaba que los vigilantes no reparaban en él, aunque, a decir verdad, era bastante visible. Llegaba holgado de tiempo y echaba un vistazo al reloj del frontón. De las ventanas del instituto partía el toque de un timbre que indicaba el final de las clases. El portero abría entonces la puerta, de ordinario una sola hoja. Una ola abigarrada de alumnos de ambos sexos se precipitaba hacia aquella abertura demasiado estrecha. Nil no quitaba los ojos de aquella boca de la que manaba la vida, y el corazón se le salía del pecho. Incluso cuando estaba seguro de que su amante aparecería —puesto que algunas mañanas no sabía si había ido a clase—, a la alegría de tenerla pronto en sus brazos se mezclaba una angustia indefinible. El amor es la inquietud. Angiolina no se entretenía con sus compañeras. Nada más salir, cruzaba la calle de través e iba hacia Nil con una sonrisa deslumbrante en sus labios carnosos.
    —Para el amor es muy importante tener los dientes bonitos —interrumpe Rodin.
    Nil asiente con la cabeza y prosigue el relato.
    —Nos dábamos un beso, y luego, cogidos de la mano, nos dirigíamos a mi desván de la calle Monsieur-le-Prince. Cuando no había podido ir a buscarla al Montaigne, venía corriendo a mi casa, llegaba sin aliento y llamaba a la puerta. No ha habido otra mujer que me haya cautivado tanto como Angiolina, y Angiolina no vivirá con nadie más lo que vivió conmigo. La conocí en su edad de oro: ella tenía quince años y yo treinta y siete. Durante tres años fue un Ads.


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