Aunque se trata de un dietario y nunca debemos fiarnos de los dietarios, vale la pena leer Lo que cuenta es la ilusión, de Ignacio Vidal-Folch (Ed. Destino). El paréntesis temporal que abarca se abre en el año 2007 y se cierra en el 2010. Es el dietario de un hombre inteligente y culto (a veces la primera condición anula la segunda, y viceversa), con una tendencia al arrebato colérico-sarcástico y un interés por la realidad centrado en la literatura, la observación cotidiana y la expresión de una lucidez que, compartida, resulta más soportable.
A menudo, los dietarios son la coartada para ordenar la arbitrariedad exhibicionista de vanidades cascarrabias. También son el refugio de intentos de narrativa poética que ningún lector admitiría en una novela pero que tolera en un formato más indulgente con la cursilería. En su peor versión, el dietario es a la literatura lo que las diapositivas de vacaciones son a la fotografía.
Lo que cuenta es la ilusión es un dietario-trampa. Parece que no ocurre nada pero, al terminar, te das cuenta de que has estado en Asia Central y de que has recorrido circuitos inéditos de la Barcelona artística (el off del off oficial). Vidal-Folch alterna las amistades peligrosas con la humildad enfermiza del guitarrista Rafael Riqueni, la beligerancia contra el nacionalismo autitaurino con los blazers de Arturo Fernández, la crónica urbana con los riesgos de ser abducido por la tabarra existencial de artista maldito, un concierto con un asesinato. Al final, el lector tiene la sensación de haber vivido mucho más que en una novela gracias a esta astucia para contar las anécdotas como si fueran categorías. Y el protagonista siempre es -ésta es otra servidumbre (o grandeza) del género- el estilo. A Vidal-Folch, el estilo le permite escribir "botarate" y "cantamañanas" en un tono contundente y categórico, alejado de los falsos discípulos de Max Estrella y, sin ser repelente, practicar una lírica del desprecio (y de la decepción) profunda y oportuna. Igual que en un bazar, el aparente desorden sirve para amontonar materiales diversos y relativizar reflexiones de gran sustancia literaria y humanística que, por pudor, los novelistas no suelen incluir en sus libros. Entre estas joyas hay viajes fugaces, apariciones de creadores de la Europa del Este (Vidal-Folch es una especie de cicerone especializado en exiliados melancólicos eslavos), declaraciones retroactivas o proyectadas de amistad y de amor (Joan Gombau, Rosa Ferrer), evocaciones dolorosas (Francisco Casavella) o ecos memorables de un poema de Vinyoli que -nada es casual- acaba definiendo este libro: un diamante triste.
ÁLVARO VALVERDE
ÁLVARO VALVERDE
De Ignacio Vidal-Folch uno sabía poco. Ni lo justo siquiera. Que era traductor y periodista (lo que me llevó a confundirle alguna vez con su hermano Xavier), autor de algunos libros (de los cuales yo no había leído ninguno) y presentador de un programa de televisión que me gustaba, Nostromo, en la 2 (para que luego digan que nadie la ve). Me atraía, más allá de las conversaciones con sus invitados (la mayor parte dignos de ser entrevistados, gente que uno admira, no como en otros programas de esa clase), de la sección de poesía (que nunca me interesó, aunque algún poeta digno de tal nombre apareciera por allí), me atraía, decía, su tono. El que marcaba, sobre todo, V-F. Sin estridencias ni falsas originalidades, muy elegante. Iba a lo que de verdad importaba, o eso me parecía. Supongo que por eso duró lo justo: demasiada sobriedad. Demasiada literatura
Como me gusta leer dietarios o diarios o como quieran llamarlos, compré Lo que cuenta es la ilusión (Destino). Incluso antes de que Cercas hablara del libro en el colorín de El País, supongo que para bien (no, según costumbre, no lo he leído aún). Tenía un presentimiento: que iba a gustarme. No suponía, con todo, que tanto. El libro, cabe decir a bote pronto, es como él. Como uno se imagina al personaje, conviene precisar. No pretendo ir más allá. Qué sabe nadie, que cantó el de Martos.
Alto, delgado, de mirada triste y penetrante (muy fotogénico), prototipo, me atrevería a decir, de cierto barcelonés (ha dedicado un libro a su ciudad natal), por la vía culta y cosmopolita, viajero (al Este -Moscú, Praga, San Petersburgo-, donde vivió durante años como corresponsal de ABC, a Asia, a París, a Lisboa, a Cabo Verde...), amante de la ópera (recuerda haber asistido a una representación en Milán, de niño, junto a su tía Vaneta) y de la música en general (por ejemplo, del flamenco), del cómic y de la natación, letraherido confeso (es decir, lector impenitente, curioso e informado, con criterio), políglota (por eso nunca traduce sus citas del inglés, del francés, del catalán...), asiduo visitante de museos y conocedor del arte y de la arquitectura, también -y esto es más raro- de la poesía: Larkin. Herbert, Cirlot (una referencia ineludible), Vinyoli, Pessoa, hijo de la burguesía barcelonesa (en casa de su madre, para el servicio, "don Ignacio"), miembro (en el mejor sentido) de los happy few patrios y muchas cosas más como se deduce por lo escrito (magníficamente, por cierto, en un estilo que cuadra a la perfección con lo que, imaginamos, su personalidad o, mejor, sus diferentes identidades) en Lo que cuenta es la ilusión.
Primer dietario, en lo que me alcanza, apegado a la crisis (transcurre entre 2007 y 2010), en él encontramos desde el gusto por los sucesos (crímenes, suicidios, etc.) a las reflexiones (o lecturas) literarias (de Vargas Llosa a Proust pasando por numerosos escritores del Este, como Bulgakov o Wat); desde las alusiones al amor, los amigos y la familia hasta una breve novela inserta en el libro: la historia de Shiranjit, la esposa india fugitiva.
El título, muy adecuado al empeño, surge al final de una hilarante narración (que no desvelo) sobre el encuentro con una actriz porno y su novio, en presencia de un amigo editor, a pesar de que ya antes había escrito: "En el arte como en la vida lo que cuenta es la ilusión". Ya que lo menciono, bueno será destacar el sentido del humor que se gasta este hombre, otra prueba más de su destacable inteligencia.
Con todo, sólo por una cosa ya merecería la pena (que es un placer) haber publicado este libro. Vamos, por no ponerme estupendo, lo que justifica que este humilde lector haya disfrutado tanto con su lectura. Se trata del relato de un viaje al Mar de Aral en compañía, entre otros, de la directora de cine Isabel Coixet. Creanme, pura poesía. Y me parece que ahora no exagero. Unas páginas que quizás hubieran dado para un libro si el señor Vidal-Folch no fuera, como sugiere, tan indolente ("mi improductividad"). Puede que llegue. En todo caso ya está ahí.
En la entrada, dijéramos, 19.667 escribe V-F: "Lo que de verdad me ocupa y preocupa y constituye no lo puedo comentar ni escribir, y no porque no quiera sino porque es indecible". Más adelante, en el mismo lugar, añade: "Se diga lo que se diga, uno escribe en primer lugar para sí mismo". Ambas frases le parecen paradójicas a este lector: porque V-F dice no poco de muchas cosas, algunas casi inenarrables (no faltan los sentimientos en estas páginas), y uno lee como si estuvieran escritas para él. Sí, lo ha descubierto: ese es el misterio de la literatura. Uno de tantos.
El Periódico, entrevista
Ignacio Vidal-Folch (Barcelona, 1952) permite a sus lectores asomarse por la rendija de su dietario a su vida cotidiana. «No es apasionante», advierte con sinceridad. Es la de un burgués catalán que cobra densidad, más que por experiencias aventuradas, por las constantes referencias culturales (pinturas, libros, viajes, amistades…) que traban las cientos de entradas que componen Lo que cuenta es la ilusión (Destino). El lapso en que fueron tomadas va de 2007 a 2010. Arranca cuando empieza a ver los primeros atisbos de la crisis: en concreto, las personas que huroneaban en los contenedores de su barrio, en busca del algo que llevarse a la boca o vender en alguna chatarrería. Desde su casa del ensanche barcelonés, observa cómo ese desgraciado fenómeno no ha hecho sino empeorar. El periodista da cuenta de lo que ocurre afuera (aparte de la crisis, también hay algún que otro venablo para el nacionalismo y sus diadas). Y el escritor de lo que sucede dentro. Una combinación desde luego atractiva, cuando se trata de una pluma irónica, culta y con sentido del humor.
Pregunta.- ¿Acostumbra a tomar notas en un diario cada día?
Respuesta.- Sí, lo hago desde hace años. Un día me enfadé conmigo mismo porque no recordaba bien una cosa y desde entonces escribo cada día. A veces es triste releer un diario porque encuentras una sucesión de amarguras y fiascos pero también es muy sano escribirlo: cuando escribes contra algo o alguien, durante el proceso de escritura se desgasta la ira, y cuando has terminado de hacerlo ya se ha atemperado muchísimo.
P.- Pero entonces esas anotaciones no tenían intención de acabar siendo un libro…
R.- No, fue a posteriori cuando surgió la oportunidad. Las revisé y le di un tono y un estilo más literario. En el género de los diarios, hay, digamos, dos modelos. El primero lo representa Paul Léautaud, que escribió más de 14.000 páginas de diarios, y era defensor de que no se debían retocar bajo ningún concepto, porque hacerlo supondría ser deshonesto. El segundo lo representa Junger, que no tenía inconveniente en retocar lo que fuera necesario para mejorarlos. Yo también creo que si se van a publicar hay que pulirlos lo máximo posible.
P.-¿Por qué arrancan en 2007? No antes ni después…
R.- Fue cuando empecé a ver -más de lo que hasta entonces era lo normal- en mi barrio a gente hurgando en la cazuelilla metálica de las cabinas, y con la cabeza metida en los contenedores. Ahí empecé a notar que lo de la crisis era cierto.
P.-¿Ahora verá muchos más? La situación no ha hecho si no empeorar…
R.- Pues sí. Ahora veo en la panadería de al lado de mi casa, situada en el Ensanche, a gente esperando a que cierre para poder coger el pan que desechan. Hacen cola para ello.
P.-¿Qué significa esa numeración de las distintas entradas?
R.- Son los días que he vivido. He intentado con esta numeración que se tenga la sensación vertiginosa de paso del tiempo. De cómo se escurren los días.
P.- Aunque habla de «sucesión de fiascos y amarguras» Lo que cuenta es la ilusión contiene mucho humor…
R.- Bueno, es también un signo de humanidad, un rasgo que no distingue de los animales y una forma de resistencia a las imposiciones de la rutina. Aquí el humor también tiene como objetivo romper los moldes de la sintaxis. Decía Nietzsche que hasta que no acabáramos con la sintaxis no acabaríamos con Dios. En este dietario he intentado sabotear la sintaxis del mundo.
P.-¿En qué medida un diario puede sustituir unas memorias?
R.- En mucho para vidas de burgués como la mía, que no son nada apasionantes. Junger y Robert Graves escribieron sus memorias. En ellas recordaban sus vivencias durante la I Guerra Mundial. El primero es más heroico y el segundo más escéptico, pero ambas narraciones son interesantísimas por lo que vivieron y cómo lo vivieron. A mí no me ha pasado nada que merezca una autobiografía. En un dietario, sin embargo, cualquier suceso puede ser objeto de una entrada.
P.-¿Por qué dice que cuando escucha hablar del «malestar de la cultura» le zumban los oídos?
R.- Quería empezar con una frase contundente y me acordé de Goebbels, cuando decía aquello de que cuando escuchaba la palabra cultura se echaba mano a la pistola. Era una manera de decir que estamos empezando un dietario cultural de alguien que está molesto en el mundo de hoy.
P.- Hay un apunte muy llamativo del día en que ETA mató a dos guardias civiles en Francia por la mañana y por la tarde en Barcelona se organizó una manifestación soberanista liderada por Pujol y Maragall. Parece que no junta ambos sucesos sólo por la coincidencia temporal…
R.- Era una manifestación que reivindicaba el «derecho a decidir», un eufemismo de «derecho a la secesión». Cuando vi a la gente que se iba concentrando, les pregunté si la manifestación era para protestar contra ETA. Me decían que no. En dos trazos gruesos reflejo el clima moral que fomenta el nacionalismo, a caballo entre la estupidez y la falta de corazón.
P.-¿Y también le zumbaban los oídos el otro día durante la manifestación de la Diada?
R.- Me llevan zumbando desde hace meses con el cañoneo previo de preparación. En este incremento del separatismo pocos están poniendo el acento en el fenómeno viral de un pueblo aterrorizado por la crisis y la inoperancia de sus políticos, que sólo hacen lo que les dictan desde Europa. En esas circunstancias, cuando sale un iluminado indicando un presunto camino de esperanza y la masa empieza a inclinarse a su favor, el individuo siente mucha dificultad para contenerse y no dejarse llevar, aunque no crea en ese nuevo camino.
P.-¿Usted también ha comprobado la decadencia del pan amb tomaquet en los bares de Barcelona?
R.- Es que hay una obsesión con la identidad y eso da pie a ese tipo de reportajes delirantes. El otro día estuvo el historiador Carlo Ginzburg en el CCCB y decía que la identidad no es una categoría filosófica seria. Uno mismo no encarna una identidad que le une a los demás. ¿Qué tengo yo que ver, por ejemplo, con Carod Rovira?
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