3.7.17

Juan Marsé "Rabos de lagartija" (2000)

Barcelona, 1945 y las cicatrices de la guerra. Una galería de personajes que incluye al adolescente David y su perro Chispa, al enamorado inspector Galván, a la pelirroja embarazada Rosa Bartra, a un padre libertario y fugitivo, a un piloto de la RAF... vistos por un narrador imposible, un feto que recuerda lo que aún no ha vivido. Premio de la Crítica y Premio Nacional de Narrativa.

Barcelona, 1945. Por todas partes, cicatrices de la guerra: familias amputadas, oscuros supervivientes, policías de la brigada político-social al acecho; un paisaje desolado, cercano a la avenida de Montserrat, con un barranco utilizado a menudo como vertedero; adolescentes desnortados, de problemático futuro, que crecen sin apenas control. éste es el ámbito en que se desarrolla Rabos de lagartija, y coincide en gran medida con el mundo novelesco ya conocido de Juan Marsé.

De hecho, existen numerosas afinidades entre esta obra y la novela anterior del escritor barcelonés -El embrujo de Shanghai (1933)-, y ciertos componentes de Rabos de lagartija -entre ellos, el personaje de David Bartra- asomaban ya en alguno de los relatos contenidos en el volumen Teniente Bravo (1987). En lo esencial, Marsé ha sido fiel a sí mismo desde su primera obra, Encerrados con un solo juguete (1960), y, si en alguna ocasión se ha equivocado, lo ha hecho sin perder un ápice de su coherencia. Con el tiempo, el sarcasmo y la burla que impregnaban las narraciones del autor han ido suavizándose, perdiendo aristas, cargándose a la vez de un escepticismo teñido de nostalgia que encierra no pocos ingredientes poéticos.

Rabos de lagartija es un buen ejemplo de esta evolución. Subsisten los elementos de denuncia, la evocación de unos años de orfandad moral, sórdidos y grises, pero los perfiles son menos acusados. Víctor Bartra, el padre ausente, no posee la aureola mítica de los antiguos perdedores, y lo mismo podría decirse del aviador británico, heroico tan sólo en su leyenda, cuya fotografía conserva Rosa; el policía Galván parece un individuo siniestro -dada su función- y tal vez un torturador, pero su actuación con la pelirroja y con su hijo es de una sostenida y ejemplar delicadeza. Más aún: si se analiza con detenimiento, Galván, que pertenece al bando de los “vencedores”, ha llegado al puesto que ocupa tras una larga serie de claudicaciones y pérdidas que lo convierten en un “vencido” más, y hasta su oculta dipsomanía lo sitúa muy cerca del desaparecido Víctor Bartra.

Por otra parte, sin quitar importancia al carácter crítico de la mirada, y aun reconociendo que algunos motivos de la historia aparecen desarrollados con notable brillantez -como la compleja personalidad del adolescente David Bartra, cuyas normas de conducta parecen gobernadas por las creaciones ficticias ajenas o propias en que se refugia-, lo cierto es que el meollo argumental de Rabos de lagartija reside en la relación entre Galván y Rosa la pelirroja.

Aquí no se trata ya, como en obras anteriores de Marsé, del contraste o el enfrentamiento entre clases sociales, sino de un progresivo acercamiento entre vencedores y vencidos -vencidos todos, al fin y al cabo- que al principio parecía imposible. La creciente atracción mutua que en ambos personajes se desarrolla nace del respeto y de la estima por las cualidades personales, al margen de las ideas políticas o de la posición sociológica de cada uno, y se verá perturbada por la radical interposición de David, capaz de inventar una historia probablemente falsa para separar a su madre del intruso, no tanto por respeto al padre ausente como por un problema de oscuros celos al que ni siquiera se alude. David, cuya infancia ha sido destruida por la guerra, representa un obstáculo para la reconciliación, de tal modo que su trágico final acaba por tener un valor simbólico.

Como lo tiene, aunque tal vez no por propósito deliberado del autor, la elección del narrador: el segundo hijo de Rosa, nacido prematuramente y lleno de graves taras, cuyo carácter excepcional se acentúa porque Marsé le hace relatar casi toda la historia desde su vida intrauterina -algo a lo que ya se había atrevido un epígono de la picaresca, Antonio Enríquez Gómez, en su Vida de don Gregorio de Guadaña-, dando así la impresión de que la historia padecida sólo puede narrarse desde la perspectiva distorsionada de una víctima. Es precisamente el tratamiento de la historia lo que da relieve a las cosas, lo que permite que cualquier hecho insignificante -así, la circunstancia de que Rosa lea Guerra y paz, donde hay episodios que parecen preludiar la historia de la pelirroja- acabe por tener un valor representativo más profundo de lo que la mera superficie del relato deja entrever.

La habilidad de Juan Marsé para dar vida a estos personajes y hacer creíble lo que se cuenta -de modo especial todo lo relativo a la relación entre Galván y la pelirroja- mantiene en pie este encadenamiento de hechos sin que la atención del lector decrezca un solo instante. El estilo narrativo del autor, muy eficaz, se encuentra por encima de la historia narrada, que es simplicísima. La caracterización ambiental es impecable, con algunas excepciones que se refieren al lenguaje. En 1945 es todavía impensable el uso reiterado de la calificación “capullo” como insulto (pág. 75, 214, 264, 277, etc.), y menos aún “recapullo” (pág. 302).

Tampoco un personaje de esos años se hubiera referido a “toda esa parafernalia y esa retórica” (pág. 201), ya que la moda de “parafernalia” es muy posterior. David no puede hablar en 1945 de “megarratones” (págs. 45, 88) como si fuera un adolescente de nuestros días. Tampoco “marcar paquete” (pág. 29) es un giro vigente en los años de la novela. Es en estos desajustes que afectan a la sincronía lingöística de la historia donde se perciben algunas debilidades. De modo análogo, es verosímil que Rosa fume, pero no que lo haga en público mientras espera el tranvía (pág. 33). Otros deslices son fáciles de corregir: catalanismos como “parada” (pág. 67) por “puesto de venta”, o incorrecciones morfológicas incomprensiblemente mantenidas, como “desolles” (pág. 92) o “andara” (pág. 118). Pero, a juzgar por las divisiones silábicas, los responsables de la corrección tipográfica actuaron muy distraídos.

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