Mi primer viaje a la isla de Madeira en 1998 fue iniciático y deslumbrante. Asistí impávido a una serie de conferencias en portugués en torno a la existencia de la Atlántida. Poesía pura. A lo que habría que añadir que, por problemas con el idioma, entendía sólo la mitad de lo que decían y la otra mitad la imaginaba. Los conferenciantes de Azores, Madeira, Lisboa y Cabo Verde manipulaban mapas sin cesar y hablaban de las islas encantadas con un encanto inigualable. Al llegar a Barcelona, imaginé que el viaje lo había hecho mi padre, nacionalista catalán que en Madeira se interesaba, no por la Atlántida sino por saber si había movimientos políticos independentistas en la isla. ¿Hay mayor soledad e independencia que la del gran continente desaparecido?
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