28.2.19

Manuel Vilas "Max Brod & Kafka" El último Motorista

Pero pobre Brod, qué injusta es la gente con quien está permitido ser injusto, y con Brod ya lo está. Kafka (“ah, sí, un amigo de Max”, decía la gente) era un don nadie, una especie de loco incomprensible que escribía por las tardes sin orden ni concierto, entregado a la máquina pesada de una soledad enferma y castigadora. Porque fue Brod el que, antes que Kafka, se dio cuenta de quién era su amigo. A Brod le apeteció que Kafka fuese Kafka. Yo, en su piel, quizá hubiera quemado El Castillo. No se me ocurre un castigo mejor para la raza humana que privarla de un espejo firme.Pero, quién era Kafka sino lo que Brod imaginó que Kafka sería. Él fue quien decidió que aquello era Kafka antes de que existiese Kafka.. Él era más Kafka que Kafka.

Me llamo Art Garfunkel Vidal, y soy escritor. Me acaban de llamar de Babelia, el célebre suplemento literario de El País, más célebre el periódico, obviamente, que el suplemento, para que escriba un artículo largo sobre Franz Kafka con motivo de la aparición de varios libros sobre el autor de La metamorfosis. Hay que decir enseguida que La metamorfosis es el libro menor de Kafka, y como menor, su libro más famoso. No soy especialista en Kafka, ¿por qué me llaman a mí entonces de tan prestigioso suplemento? Ja, ja. Siempre que me mentan a Kafka, yo mento a Max Brod, su amigo íntimo.

Tal vez por eso me llaman: porque soy especialista en Max Brod; soy un especialista emocional en Max Brod. Siendo especialista en Max Brod, es más fácil que te llamen cuando se prepara algo sobre Kafka que si eres especialista en Kafka. Son muchos los escritores y críticos literarios que desautorizan al hombre que se erigió en heredero del legado de Kafka, el ya polémico Max Brod. Lo que se dice de Brod es más o menos lo siguiente: que dio una imagen interesada y subjetiva de su amigo y de su literatura, que no entendió bien la forma de trabajar del autor de El Castillo y que metió la mano en esa vorágine indefinida e ilimitada de los manuscritos de Kafka. En realidad, de Brod se dice de todo. El escritor Milan Kundera lo motejó de remilgado. Ahora el filólogo alemán Reiner Stach ha emprendido una cruzada para “desbrodizar” a Franz Kafka.

Franz Kafka es quizá el escritor más importante del siglo XX, el más influyente y el más original. Kafka es un monarca absolutista de la literatura, un emperador. Sólo que Kafka no fue Kafka mientras Kafka estuvo vivo. Esa es la mayor originalidad de todo este entramado que nos conduce a los arrabales más contingentes y siniestros del arte contemporáneo, y es allí donde Art Garfunkel Vidal, es decir, yo mismo, tiene su pequeño campo de concentración ideológica, es allí, en ese punto, cuando los servicios intelectuales de Art Garfunkel son imprescindibles.

Kafka representa la ascética del siglo XX, y la mística. Kafka no fue nunca un escritor tal y como hoy lo entendemos. Ni concedía entrevistas ni le agobiaban los editores para que entregase un nuevo libro. Ni daba conferencias ni fallaba premios ni le daban premios. Ni le llamaban los periodistas ni le invitaban los políticos ni opinaba en la prensa. Ni reseñaban elogiosamente sus libros o no elogiosamente, porque no había libros que reseñar. Ni siquiera hablaban mal de él, porque nadie sabía que existía.

Lo único que hacía Kafka era quedar a comer con su amigo Max Brod, de quien yo soy especialista. Lo único que hacía Kafka era hablar con Brod. A Kafka la literatura profesional le traía sin cuidado. Eso se lo dejaba a Thomas Mann y a todos los demás. Todos los demás que somos ahora todos nosotros. Nosotros, los lectores y los escritores de hoy.


Kafka es el luto. Pero también es un luto cómico, y es la gran comedia del viejo pleito entre los hombres y los dioses. Los devotos de Kafka lo leemos con la admiración más grande de la que somos capaces. Yo siempre supe que Kafka era otra cosa. Kafka jugaba al tenis, acudía a los prostíbulos y tenía una moto. La moto de Kafka, sin duda, sería digna de figurar en un futuro museo del praguense universal. “Esta es la moto de Kafka, la moto con la que Kafka cruzaba Praga como una exhalación metafísica, deportiva, judaizante”, es lo que bien podría decir el pie de la foto del catálogo de esa fantástica exposición. ¿Usaba la moto para llegar antes al prostíbulo o a la Compañía de Seguros en la que trabajaba? Kafka subido en una moto es una greguería kafkiana.

El Kafka de la moto se parece poco al Kafka torturado de la habitual iconografía del autor de La transformación. Ahora hay que llamar así a La metamorfosis. Como América ha pasado a llamarse El desaparecido. Es más bonito el título de “América” que el de “El desaparecido”, dicho sea de paso. ¿Qué pensaba Brod de la moto de Kafka?


Pero pobre Brod, qué injusta es la gente con quien está permitido ser injusto, y con Brod ya lo está. Kafka (“ah, sí, un amigo de Max”, decía la gente) era un don nadie, una especie de loco incomprensible que escribía por las tardes sin orden ni concierto, entregado a la máquina pesada de una soledad enferma y castigadora. Un loco motorista, esa es en todo caso la novedad. Un loco más, entre miles de motoristas que escribían por las tardes durante las dos primeras décadas del siglo XX en ciudades tristes y aún silenciosas del centro de Europa y que empleaban la moto para llegar con prontitud al prostíbulo o a la pista de tenis.

Largas horas de las tardes junto al Moldava entregadas a una escritura inútil. Fue Brod, su amigo, su otro yo, quien lo sacó de ese dorado infierno en que ardía sin sentido. Brod, de quien yo soy especialista, y Kafka, de quien no soy especialista, simbolizan la amistad de más trasfondo alquímico de la historia de la literatura. Porque más que amistad lo que hubo entre ellos fue una metamorfosis. En realidad, los dos son uno solo. Dos judíos en la Praga de principios de siglo, entregados a las duras especulaciones sobre la condición humana. Porque fue Brod el que, antes que Kafka, se dio cuenta de quién era su amigo. A Brod le apeteció que Kafka fuese Kafka. Yo, en su piel, quizá hubiera quemado El Castillo.

No se me ocurre un castigo mejor para la raza humana que privarla de un espejo firme. Imagínense ustedes, una tarde de invierno de 1924 (Kafka había muerto en junio), el ocioso Brod está mirando el fuego de la chimenea y dice “a ver qué tal arden estos ilegibles quinientos folios tan amarillos y así me ahorro un poco de leña, que ha subido mucho últimamente”. Kafka nunca supo que era Kafka. Esto parecen olvidarlo casi todos, casi todos los kafkianos que tantas pegas y desdenes infligen al pobre Brod. Pero, quién era Kafka sino lo que Brod imaginó que Kafka sería. Que Brod (de quien yo soy especialista) fuese celoso de Kafka era lo normal.

Pues Kafka fue la gran novela de Max Brod, y díganme ustedes qué novelista no es celoso de su obra. Por tanto, si eres especialista en Brod, como es mi caso, aunque sea una especialización moral, acabas siendo más especialista en Kafka que los especialistas en Kafka al uso, porque eres especialista en Kafka antes de que Kafka fuera Kafka. Por eso me llaman de Babelia, claro. Ellos saben esto. Pero no sólo me llaman de Babelia, pues tengo al teléfono ahora mismo a los de El Cultural, pidiéndome por favor 3000 caracteres con espacios sobre Kafka antes de Kafka. Y pronto llamarán del ABC. Brod me ilumina.


Cualquier hombre culto de los años veinte (editores, escritores, intelectuales) hubiera pensado lo que cualquiera pensaría hoy de encontrarse con manuscritos que narran pesadamente fábulas incomprensibles, absurdas: un loco más, otro chiflado en pos de la trascendencia de sí mismo. Un escritor más que llama a la puerta de un editor, de un periódico, de una revista. Sin embargo, Brod no pensó así.

Todos los kafkianos hostiles a Brod son, en el fondo, una cuadra de hipócritas desmirriados, a quienes cada vez llamarán menos de Babelia, y de todas partes. Porque ¿qué hubieran hecho ellos ante esos manuscritos ilegibles, dejados a la muerte de un don nadie quejumbroso, oscuro y engominadamente tuberculoso? Ni los hubieran leído. Como mucho, los hubieran guardado unas semanas, y luego los hubieran devuelto a los padres del finado, para que éstos finalmente los tirasen a la basura el día de la limpieza semestral o anual.

Patas arriba la casa, qué hacemos con las cosas del difunto Franz, tal vez haya llegado el momento de quemar estas cosas. Antes, las páginas escritas se quemaban. Hoy, se tiran a los contenedores. El mundo está lleno de manuscritos que van y vienen. Lo saben bien los editores, que tienen sus casas llenas de árboles impresos.

Pero, dios mío, ¿por qué estos manuscritos sí, y aquellos otros, con millones de hojas escritas, no? Preguntádselo a Brod. Él fue quien decidió que aquello era Kafka antes de que existiese Kafka. Él fue el primero que lo vio y lo entendió. Él era más Kafka que Kafka. Él, Brod (de quien yo soy especialista), y sólo Brod, lo supo, y lo sigue sabiendo, allá en las alturas donde los judíos buscan el soplo que creó este mundo, este mundo deshabitado de todo soplo divino.


El último Motorista
En memoria de de Max Brod
Fragmento de la novela España, Barcelona, DVD Ediciones, 2008.




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