Hay cosas que están más allá del horizonte de la conciencia, cosas que se deslizan, visiblemente, por detrás del horizonte de nuestra conciencia, un horizonte tensado por manos extrañas, no escrutado aún, quizá un posible horizonte nuevo, esbozado de repente, en donde no hay todavía cosas.
Para Kundera ser novelista no significa predicar una verdad, sino descubrir una verdad. Kundera es novelista porque sabe que la estupidez moderna no proviene de la ignorancia sino de no analizar las ideas recibidas. En el dibujo de la vida que hacen las novelas, en el descubrimiento de verdades que se ocultan en horizontes tensados por manos extrañas, en el rechazo de las ideas recibidas y estúpidamente aceptadas opera el novelista Kundera.
En Lalentitud –publicada por Tusquets en 1995– operaba con habilidad extrema encarnando –con todo el riesgo que eso comporta– ideas recibidas en un juego carente de gravedad, es decir, tratando de recuperar en su forma el espíritu perdido del siglo XVIII . Evidentemente, los riesgos fueron muchos y la crítica francesa demolió el libro, pues sólo vieron en su ceguera ideas más o menos comunes y una alarmante falta de gravedad en un escritor que siempre admiraron porque creían ver en él a un pensador de café frío, muy Saint-Germain.
Es tarea de los buenos novelistas desmontar los tópicos que se han construido sobre él, es deber del novelista adulto detestar la línea recta y vagar, ribetear, seguir elipsis y laberintos, dar vueltas en círculo, obedecer a instintos opuestos, poner en entredicho sus propios descubrimientos de verdades y así descubrir otras y seguir adentrándose en ese horizonte de nuestra conciencia tensado por manos extrañas. Todo esto sabe hacerlo muy bien el novelista Kundera, que sabe que es tarea del escritor desmentir todas las ideas que sobre él ha recibido de los demás.
Y es que –como no hace mucho dijo el novelista Ishiguro– «a medida que envejeces, las cosas cambian, y uno tiene la sensación de estar utilizando las cosas que funcionaron en una obra previa, pero en el camino puedes haberte convertido en una persona muy distinta, y las cosas que quieres decir son diferentes, y a veces debes deshacerte precisamente de lo que funcionaba antes».
Es deber del novelista no quedarse estancado, aunque evitar esto sea cada vez más complicado. Kundera es de los que arriesga en cada libro intentando siempre reavivar fuegos ingrávidos del pasado, reavivar rescoldos de libertad con el ejercicio lúdico de la literatura. Y eso le trae problemas. Con la crítica francesa sobre todo, con la crítica francesa cuando, por ejemplo, culpabiliza a la novelística del XIX de haber lirizado las bellas obsesiones libertinas del XVIII . Su literatura lúdica y leve crea últimamente grandes confusiones.
Esto ha podido verse muy especialmente con motivo de la aparición de La identidad, novela arriesgada que está estructurada de tal manera que la narración realista –y aparentemente banal– va transformándose discretamente en una novela surrealista, donde la acción pasa únicamente en la imaginación de unos personajes que tensan los horizontes de sus conciencias con las manos extrañas de quienes inventan secretos pensamientos íntimos donde antes no había nada.
La arriesgada propuesta novelística –y en cierta forma bastante innovadora– de La identidad no ha dejado de estrellarse, desde su aparición, con las afiladas rocas de una crítica literaria francesa empeñada en poner límites a su gusto por la filosofía y la ironía en la novela. Curiosamente, la novela ha sido bien recibida por la crítica de habla hispana, hasta el punto de que –nuestro mundo cambia de una forma cada vez más sorprendente– no hace mucho un anuncio de Le Monde recogía unos cuantos extractos de textos elogiosos sobre La identidad aparecidos en diarios españoles, mexicanos y argentinos.
En La identidad el novelista Kundera se adentra en la relación de una pareja parisina para reflexionar sobre cómo una apacible vida en común puede derivar en crisis si se altera la percepción del otro. Una desestabilizadora confusión penetra en las vidas de Chantal y Jean-Marc desde el momento en que la mujer comenta que «los hombres ya no se vuelven para mirarla» –como si su identidad dependiera de ser percibida por los demás– y el hombre decide enviarle cartas anónimas de enamorado secreto al estilo de aquel que mandaba un ramito de violetas cada nueve de noviembre.
En la reacción de la mujer, que oculta esas cartas a su marido e instala un adulterio secreto en sus vidas, centra su reflexión Kundera, que describe el camino que lleva, en el plazo de unos breves segundos –el tiempo de un momento–, de la más entrañable unión a la infidelidad. Su novela se emparenta así con el Robert Musil de Uniones, aunque el escritor austriaco –todo hay que decirlo– profundizó con más inteligencia en este asunto, en un asunto que podría resumirse así: Nuestros adulterios son internos, vuelven aún más profunda nuestra soledad y nos llevan a preguntarnos quiénes somos realmente, qué hay detrás de nuestros nombres –«ese nombre que nos han dicho que es el nuestro», que decía Joyce–, qué hay detrás de la pretendida verdad del momento.
En la novela de Kundera –para desconcierto de algunos, pero no mío-todo desemboca en el surrealismo de la imaginación secreta de sus personajes, que, a mi modo de ver, era el mejor modo de abordar el adulterio interno –ver el final de Los muertos de Joyce–, esa corriente subliminal o sin palabras de la conciencia –femenina sobre todo–, cuando nos decimos a nosotros mismos –como Verena, un personaje de El temor del cielo de Fleur Jaeggy– que la depresión es un entretenimiento y se puede apostar a que cada cónyuge piense en la verdadera identidad de los momentos, de esos momentos en los que en cada pensamiento amoroso o cariñoso anida un pensamiento asesino y donde se borra hasta la identidad sexual.
01/02/1999
RDL
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