El tono de la campaña que acabó el viernes parece inspirarse en las películas de Quentin Tarantino: violencia gratuita, verborreas espirales egocéntricas y una tendencia autodestructiva a estimular el lado oscuro de los protagonistas. Para el espectador, la satisfacción que provocan estas películas radica en la oportunidad de acceder a un darwinismo en el que, con banda sonora de Ennio Morricone o de sincopados éxitos de los sesenta, el sentido común es dinamitado una crueldad hiperbólica que apela a nuestras peores pulsiones y, al mismo tiempo, actua como terapia.
Llevo votando desde 1978 y nunca me había sentido tan indignado y rabioso camino de las urnas. Atribuyo este estado de ánimo a la siniestra estrategia de los partidos. Conscientes de que la estúpida repetición electoral los deja en evidencia y magnifica su irresponsable ineptitud, los candidatos tarantinean . Me explico: al ser incapaces de seducir al electorado a través de la identificación con valores, esperanza o eficacia, nos movilizan a través del odio, el rencor, la rabia o una negatividad que compense nuestros niveles de impotencia. Y si hasta ahora les ha funcionado, ¿por qué no volver a hacerlo?
El valor mitológico de la venganza, que tanto define las obras (maestras o menores) de Tarantino, es contagioso. Es una manera desesperada de manifestarse, no a través de las convicciones sino del sabotaje de las creencias ajenas. Los irracionales parecidos entre la campaña y el universo Tarantino no se limitan a la verborrea crónica de un Pablo Iglesias que podría hacer perfectamente de predicador o de charlatán del Far West (o del Far East), sino a un paisaje en el que abundan los impostores y aspirantes a convertirse en sheriffs corruptos.
También hay sádicos vocacionales, condenados por jueces arbitrarios, traidores, mujeres empoderadas como símbolo de paridad en las artes marciales y la autodefensa, cínicos cazarrecompensas de euroórdenes redactadas por aprendices de brujo, coleccionistas de exhumaciones, inhabilitaciones y oportunidades obsesivas de detener al Abominable Hombre de Waterloo, malhechores mitificados en busca de redención, exconvictos reincidentes y, sobre todo, héroes trágicos. Héroes que tanto pueden ser víctimas de un abuso de poder (policial, judicial, mafioso, sectario) como de una capacidad prodigiosa para ser impermeables al ridículo.
Ejemplo de contradicción en la relación entre sentido del ridículo y elecciones: el candidato Gabriel Rufián, virtuoso del oportunismo grotesco, denunciando el ridículo que hace –porque lo hace– Pedro Sánchez. Un Sánchez que si lo filmara Tarantino, sudaría y temblaría víctima de un ataque de pánico demoscópico agravado por el pésimo diagnóstico de su curandero Iván Redondo.
Seguro que hay razones psicológicas y traumas de infancia que explican actitudes como la de Albert Rivera cuando acaricia al pobre cachorro Lucas sin respetar sus perrunos derechos de imagen. O Pablo Casado, que actúa como si su partido no fuera responsable de la acumulación actual de veneno en el café para todos y del descrédito de la política española.
En el pasado de Tarantino también hay un trauma fundacional: haber mamado demasiadas películas de serie B cuando trabajaba en un videoclub y, con quince años, haber sido pillado robando una novela negra que trataba de la peripecia de dos estafadores decadentes. El susto le sirvió de lección para tomar conciencia que no tenía futuro en el mundo de la delincuencia real –demasiada competencia– y que, en cambio, podía convertirse, igual que algunos candidatos, en metafísico de los monólogos y apóstol de la violencia entendida como gasolina narrativa.
Ciñámonos al momento histórico que vive Catalunya. Constatemos que los índice de confrontación de proximidad se han exacerbado en un contexto ya propenso al delito prosaico. Me refiero a Barcelona, evidentemente. Como capital de un país sometido a demasiadas turbulencias, cuenta con una activa minoría de habitantes propensos a un estilo de resolución de conflictos en el que la katana, el machete y la violencia perpetúan el homenaje a Tarantino.
No olvidemos que las películas que más fascinan a los delincuentes son Kill Bill (1 y 2) el Scarface de Tony Montana y, a un nivel más nostálgico, la obra completa de Bruce Lee. Y, salvando las distancias, eso conecta con la contundencia con la que Laura Borràs (crónicamente resfriada para humanizar su personaje) domina la katana dialéctica en los debates. O con el método tragicómico de equivocarse en público de Mireia Vehí, controladora de bodas. O con la acumulación de características tarantinianas que encarna la peligrosa naturalidad –medio capataz de rancho con pasado esclavista, medio líder autoproclamado de una campaña contra los cuatreros– de Santiago Abascal.
En el ámbito revolucionario, la criminalidad de kilómetro cero se expresa a través de un catálogo ingente de aberraciones muy cinematográficas. Barricadas entre malditos bastardos y odiosos pelotones. Palizas de maleantes de extrema derecha. Prácticas de matonismo pasado por la sordina del silencio o la relativización colaboracionista de las cosas. ¿Qué cosas? Incendiar un árbol frente al domicilio de una artista no independentista para recordarle –“Sabemos dónde vives” es el lema ancestral que transmiten– que la discrepancia no está tolerada.
Eso por no hablar de la máxima expresión iconográfica de algunas películas de Tarantino: el cartel wanted, que acusa de terrorismo y convierte en dianas humanas a diferentes periodistas que no comulgan con las ruedas de molino impunemente distribuidos por los aparatos de propaganda, los mercenarios profesionales y aficionados y otros amenazadores.
El resultado de las elecciones podría representar, si todos fuéramos menos arrogantes y más inocentes, una oportunidad auténtica de empezar a cambiar el rumbo de una nave con una apasionada vocación de naufragio. Ojalá pudiéramos aplicar la estrategia de Tarantino en Once upon a time in Hollywood. Sabiendo que la realidad es una tragedia, el cineasta modifica el desenlace a través de la benevolencia reparadora de una preciosa (y profunda) finta artística. Por desgracia, en política no hay precedentes de que la ficción haya reparado las catástrofes provocadas por la realidad. Al contrario: cuando la realidad se empeña en abrazar la lógica de la ficción, la cosa suele acabar fatal.
Último plano de una imposible película de Tarantino sobre el día de hoy. Exterior/día. El pobre cachorro Lucas, abandonado en una gasolinera, con la mirada perdida y desconsolada. Avanza por el carril izquierdo de la autopista con una expresión que nos interpela: “Yo nunca lo haría”. Mientras lo vemos andar con la inseguridad del cachorro, escuchamos como, a toda pastilla, se acercan los coches robados conducidos por fanáticos de la adrenalina (tipo Death proof, para entendernos). perseguidos por las sirenas, igualmente atronadoras, de la policía.
El ejemplo de ‘Once upon a time in Hollywood’. Sabiendo que la realidad es una tragedia, Tarantino modifica el desenlace con la benevolencia reparadora de una finta artística. Pero en política no hay precedentes de que la ficción repare las catástrofes provocadas por la realidad
Elecciones Generales 10/11/2019
La Vanguardia
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