1.8.20

Fernando Pessoa "En la Floresta de la Enajenación" Libro del desasosiego

"Sé que he despertado y que todavía duermo. Mi cuerpo antiguo, molido de que yo viva, me dice que todavía es muy pronto... Me siento febril de lejanía. Me peso, no sé por qué...

En un torpor lúcido, pesadamente incorpóreo, me estanco, entre el sueño y la vigilia, en un sueño que es la sombra de soñar. Mi atención flota entre dos mundos y ve ciegamente la profundidad de un mar y la profundidad de un cielo; y estas profundidades se interpenetran, mezclándose, y yo no sé dónde estoy ni lo que sueño.

Un viento de sombras sopla cenizas de propósitos muertos sobre lo que yo soy de despierto. Cae de un firmamento desconocido un relente tibio de tedio. Una gran angustia inerte me manosea el alma por dentro e, incierta, me agita, como la brisa a los perfiles de las copas.

En la alcoba mórbida y tibia, la alborada de ahí fuera es apenas un hálito de penumbra. Soy todo confusión quieta... ¿Para qué ha de rayar un día?... Me cuesta saber que rayará, como si fuese un esfuerzo mío el que tuviese que hacerlo aparecer.

Con una lentitud confusa, me tranquilizo. Me entorpezco. Floto en el aire, entre velar y dormir, y otra especie de realidad surge, y yo en medio de ella, no sé de qué donde que no es éste...
Surge pero no extingue a ésta, ésta de la alcoba tibia, ésa de una floresta extraña. Coexisten en mi atención esposada las dos realidades, como dos humos que se mezclan.

!Qué nítido de otro y de él este trémulo paisaje transparente!
¿Y quién es esta mujer que conmigo viste de observada a esta floresta ajena? ¿Para qué tengo que preguntármelo un momento?... Yo no sé querer saberlo..

La alcoba vaga es un cristal oscuro a través del cual, consciente de él, veo este paisaje... y este paisaje lo conozco hace mucho, y hace mucho que con esa mujer que desconozco yerro, otra realidad, a través de la irrealidad de ella. Siento en mí siglos de conocer esos árboles y esas flores y esas vías en desviaciones y ese ser mío que por allí vaga, antiguo y ostensivo a mi mirada, que el saber que estoy en esta alcoba viste de penumbras de ver...

De vez en cuando, por la floresta donde desde lejos me veo y siento, un viento lento barre un humo, y ese humo es la visión nítida y oscura de la alcoba en la que soy actual, de esos vagos muebles y reposteros y de su tibieza de nocturno. Después, este viento pasa y torna a ser todo sólo-él el paisaje de ese otro mundo...

Otras veces, este cuarto estrecho es apenas una ceniza de bruma en el horizonte de esta tierra diferente... Y hay momentos en que el suelo que allí pisamos es esta alcoba visible...

Sueño y me pierdo, doble de ser yo y esa mujer... Un gran cansancio y un fuego negro que me consume... Una gran ansia pasiva es la vida falsa que me oprime...

¡Oh felicidad empañada!... ¡Oh eterno estar en la bifurcación de dos caminos!... Sueño, y por detrás de mi atención sueña alguien conmigo... Y tal vez yo no sea sino un sueño de ese Alguien que no existe...

Allá fuera, la alborada tan lejana! ¡La floresta tan aquí ante otros ojos míos!

Y yo, que lejos de ese paisaje casi lo olvido, es al tenerlo cuando siento añoranzas de él, es al recorrerlo cuando lloro y a él aspiro...

Los árboles! ¡Las flores! ¡El esconderse frondoso de los caminos!...

Paseábamos a veces, del brazo, bajo los cedros y los algarrobos y ninguno de nosotros pensaba en vivir. Nuestra carne era para nosotros un perfume vago y nuestra vida un eco de rumor de fuente. Nos dábamos la mano y nuestras miradas se preguntaban lo que sería ser sensual y querer realizar en la carne la ilusión del amor...

En nuestro jardín había flores de todas las bellezas... —rosas de contornos enrollados, lirios de un blanco amarilleciéndose, amapolas que estarían ocultas sí su rojo no les atisbase presencia, violetas poco en la margen tizada de los bancales, miosotis mínimos, camelias estériles de perfume... Y, pasmados por cima de las hierbas altas, ojos, los girasoles aislados nos miraban grandemente.

Nosotros rozábamos el alma toda vista por el frescor visible de los musgos y teníamos, al pasar junto a las palmeras, la intuición esbelta de otras tierras. Y el llanto nos subía al recuerdo, porque ni aquí, al ser felices, lo éramos...

Robles llenos de siglos nudosos hacían a nuestros pies tropezar en los tentáculos muertos de sus raíces. Los plátanos se estacaban... Y a lo lejos, entre árbol y árbol de cerca, pendían en el silencio de las glorietas los racimos negreantes de las uvas...

Nuestro sueño de vivir iba delante de nosotros, alado, y nosotros teníamos para él una sonrisa igual y ajena, combinada en las almas, sin mirarnos, sin saber el uno del otro más que la presencia apoyada de un brazo contra la atención abandonada del otro brazo que lo sentía.

Nuestra vida no tenía dentro. Éramos fuera y otros. Nos desconocíamos como si nos hubiéramos aparecido a nuestras almas después de un viaje a través de sueños...

Nos habíamos olvidado del tiempo, y el espacio inmenso se nos había empequeñecido en la atención. Fuera de aquellos árboles cercanos, de aquellas glorietas apartadas, de aquellos montes últimos en el horizonte, ¿habría algo real, merecedor de la mirada abierta que se dirige a las cosas que existen?...

En la clepsidra de nuestra imperfección, gotas regulares de sueño marcaban horas irreales... Nada vale la pena, oh amor mío lejano, sino el saber qué suave es saber que nada vale la pena...

El movimiento parado de los árboles; el sosiego quieto de las fuentes; el hálito indefinible del ritmo íntimo de las savias; el atardecer lento de las cosas, que parece venirles de dentro para dar manos de concordancia espiritual al entristecerse lejano, y próximo al alma, del alto silencio del cielo; el caer de las hojas, acompasado e inútil, gotas de enajenación, en que el paisaje se nos vuelve todo para los oídos y se entristece en nosotros como una patria recordada —todo esto, como un cinturón que se está desatando, nos ceñía inseguramente.

Allí vivimos un tiempo que no sabía transcurrir, un espacio para el que no existía el pensamiento de poder medirlo. Un transcurrir fuera del Tiempo, una extensión que desconocía los hábitos de la realidad en el espacio... ¡Qué horas, oh compañera inútil de mi tedio, qué horas de desasosiego feliz se fingieron nuestras allí!... Horas de ceniza del espíritu, días de nostalgia espacial, siglos interiores de espacio exterior... Y nosotros no nos preguntábamos para qué era aquello, por qué disfrutábamos el saber que aquello no era para nada.

Nosotros sabíamos allí, gracias a una intuición que por cierto no teníamos, que este dolorido mundo en el que seríamos dos, si existía, era más allá de la línea extrema donde las montañas son hálitos de formas, y más allá de ésa no había nada. Y era debido a la contradicción de saber esto por lo que nuestra hora de allí era oscura como una caverna en tierra de supersticiosos, y nuestro sentirla, extraño como una silueta de ciudad morisca contra un cielo de crepúsculo autumnal...

Orillas de mares desconocidos tocaban, en el horizonte de oírnos, playas que nunca podríamos ver, y era nuestra felicidad escuchar, hasta verlo en nosotros, ese mar por el que sin duda singlaban carabelas con otros fines al recorrerlo que los fines útiles y dirigidos desde la Tierra.

Reparábamos de repente, como quien se da cuenta de que vive, en que el aire estaba lleno de cantos de aves, y que, como perfumes antiguos en satén, la marejada restregada de las hojas estaba más entrañada en nosotros que la conciencia de oírla.

Y, así, el murmullo de las aves, el susurro de las arboledas y el fondo monótono y olvidado del mar eterno ponían a nuestra vida abandonada una aureola de no conocerla. Dormimos allí despiertos días, contentos de no ser nada, de no tener deseos ni esperanzas, de habernos olvidado del color de los amores y del sabor de los odios. Nos creíamos inmortales...

Allí vivimos horas llenas de otro sentirlas, horas de una imperfección vacía y tan perfectas por eso, tan diagonales a la certidumbre rectangular de la vida... Horas imperiales depuestas, horas vestidas de púrpura gastada, horas caídas en este mundo desde otro mundo más lleno del orgullo de tener más desmanteladas angustias...

Y nos dolía disfrutar aquello, nos dolía... Porque, a pesar de lo que tenía de exilio sosegado, todo aquel paisaje nos sabía a que éramos de este mundo, todo él estaba húmedo de la pompa de un vago tedio, triste y enorme y perverso como la decadencia de un imperio desconocido...

En las cortinas de nuestra alcoba, la mañana es una sombra de luz. Mis labios, que yo sé que están pálidos, le saben el uno al otro a no querer tener vida.

El aire de nuestro cuarto neutro es pesado como un repostero. Nuestra atención soñolienta para el misterio de todo esto es indolente como una cola de vestido arrastrada en un ceremonial durante el crepúsculo.

Ninguna ansia nuestra tiene razón de ser. Nuestra atención es un absurdo consentido por nuestra inercia alada.

No sé qué óleos de penumbra ungen a nuestra idea de nuestro cuerpo. El cansancio que tenemos es la sombra de un cansancio. Nos viene de muy lejos, como nuestra idea de que existe nuestra vida...

Ninguno de nosotros tiene nombre o existencia plausible. Si pudiésemos ser ruidosos hasta el punto de imaginarnos riendo, nos reiríamos sin duda de creernos vivos. El frescor calentado de la sábana nos acaricia (a ti como a mí ciertamente) los pies que se sienten, el uno al otro, desnudos.

Desengañémonos, amor mío, de la vida y de sus maneras. Huyamos a ser nosotros... No nos quitemos del dedo el anillo mágico que llama, cuando se lo mueve, a las hadas del silencio y a los elfos de la sombra y a los gnomos del olvido...

Y he aquí que, al ir a soñar en hablar de ella, surge otra vez ante nosotros la floresta mucha, pero ahora más perturbada que nuestra perturbación y más triste que nuestra tristeza. Huye de delante de ella, como una niebla que se deshoja, nuestra idea del mundo real, y yo me poseo otra vez en mi sueño errante, que esa floresta misteriosa enmarca...

¡Las flores, las flores que he vivido allí! Flores que la vista traducía a sus nombres, al conocerlas, y cuyo perfume el alma cogía, no de ellas, sino en la melodía de sus nombres... Flores cuyos nombres eran, repetidos en secuencia, orquestas de perfumes sonoros... Árboles cuya voluptuosidad verde ponía sombra y frescor en como eran llamados... Frutos cuyo nombre era un clavar de dientes en el alma de su pulpa... Sombras que eran reliquias de antaños felices... Claros, claros altos, que eran sonrisas más francas del paisaje que se bostezaba en próximo...' ¡Oh horas multicolores!... Instantes-flores, minutos-árboles, ¡oh tiempo detenido en espacio, tiempo muerto de espacio y cubierto de flores, y del perfume de flores, y del perfume de nombres de flores!...

¡Locura de sueño en aquel silencio ajeno!... Nuestra vida era toda la vida... Nuestro amor era el perfume del amor... Vivíamos horas imposibles, llenas de ser nosotros... Y esto porque sabíamos, con toda la carne de nuestra carne, que no éramos una realidad...

Éramos impersonales, huecos de nosotros, otra cosa cualquiera... Éramos aquel paisaje esfumado en conciencia de sí mismo... Y así como él era dos —de realidad que era, e ilusión—, así éramos nosotros oscuramente dos, no sabiendo bien ninguno de nosotros si el otro no era él-mismo, si el incierto otro viviría...

Cuando emergíamos de repente ante el estancamiento de los lagos, nos sentíamos queriendo sollozar... Allí, aquel paisaje tenía los ojos llenos de lágrimas, ojos parados, llenos del tedio innumerable de ser... Llenos, sí, del tedio de ser, de tener que ser algo, realidad o ilusión; y ese tedio tenía su patria y su voz en la mudez y en el exilio de los lagos... Y nosotros, caminando siempre y sin saberlo o quererlo, parecía, aun así, que nos demorábamos a la orilla de aquellos lagos, tanto de nosotros quedaba y moraba con ellos, simbolizado y absorto...

¡Y qué fresco y feliz horror el de no haber allí nadie! Ni nosotros, que por allí íbamos, allí estábamos... Porque nosotros no éramos nadie. Ni siquiera éramos algo... No teníamos vida que la muerte necesitase para matarla. Éramos tan tenues y rastreritos que el viento del transcurrir nos había dejado inútiles y el tiempo pasaba por nosotros acariciándonos como una brisa por la cima de una palmera.

No teníamos época ni propósito. Toda la finalidad de las cosas y de los seres se nos quedo a la puerta de aquel paraíso de ausencia. Se había inmovilizado, para sentirnos sentirla, el alma rugosa de los troncos, el alma extendida de las hojas, el alma núbil de las flores, el alma inclinada de los frutos...

Y así morimos nuestra vida, tan atentos separadamente muriéndola que no reparamos en que éramos uno solo, que cada uno de nosotros era una ilusión del otro, y cada uno, dentro de sí, el mero eco de su propio ser...

Zumba una mosca, incierta y mínima...

Rayan en mi atención vagos ruidos, nítidos y dispersos, que hinchen de ser ya de día a mi conciencia de nuestro cuarto... ¿Nuestro cuarto? ¿Nuestro de qué dos, si yo estoy solo? No lo sé. Todo se funde y sólo queda, huyendo, una realidad-bruma en que mi incertidumbre zozobra y mi comprenderme, arrullado por opios, se duerme...

La mañana ha roto, como una caída, desde la cima pálida de la Hora...

Han terminado de arder, amor mío, en el hogar de nuestra vida, las astillas de nuestros sueños...

Desengañémosnos de la esperanza, porque traiciona, del amor, porque cansa, de la vida, porque harta y no sacia, y hasta de la muerte, porque trae más de lo que se quiere y menos de lo que se espera.

Desengañémosnos, oh Velada, de nuestro propio tedio, porque se envejece de sí mismo y no osa ser toda la angustia que es.

No lloremos, no odiemos, no deseemos...

Cubramos, oh Silenciosa, con un sudario de lino fino el perfil rígido y muerto de nuestra Imperfección..."



La primera versión del Libro del desasosiego, la de Angel Crespo, dice en el prólogo: " En 1913, Fernando Pessoa (1888-1935) publicó en la revista A Águia un original en prosa, titulado "Na Floresta do Alheamento" (En la floresta de la enajenación), en preparación. 

Dicho escrito iba firmado por Fernando Pessoa, sin que se hiciese la aclaración, o la salvedad, de que su autor lo atribuyese a Bernardo Soares ni a cualquiera otro de los personajes que, como se sabe, dio por autores del libro". Fernando Pessoa escribía con heterónimos. 

Tanto en la versión de Angel Crespo como en la traducida por Kovadloff , el Libro del desasosiego se atribuye a Bernardo Soares. Sin embargo, antes de esa atribución, ha habido otras, Pessoa pensó en atribuirlo a otro heterónimo: Vicente Guedes. 

En otra oportunidad, dada la escritura fragmentaria del Libro del desasosiego , Pessoa pensó también en atribuirlo a Álvaro de Campos. Lo fascinante de este libro del genial poeta portugués es que además de estar atribuido en estas últimas versiones a un personaje literario como Bernardo Soares, es un libro que puede seguir "haciéndose". 

En la introducción del Libro del desasosiego escrita por Richard Zenith y traducción de Kovadloff, se narra cómo se organizó esta versión. Lo que tenemos aquí, dice Zenith, "no es un libro sino su negación y subversión, el libro en potencia, el libro en plena ruina, el libro-sueño, el libro-desesperación, el anti-libro, más allá de toda literatura. Lo que tenemos en estas páginas es el genio de Pessoa en su momento cumbre".

1 comentario:

  1. tremendo regalo, o cómo llamarlo, mensaje, sintonía, modos de albergar lo que no tiene título ni nombre ni nunca tendrá? gracias!

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