«Monster ………… ?».
Con un interrogante en el papel del monstruo arrancan los títulos de crédito de la genial película de terror estrenada en 1931 bajo la dirección de James Whale, a quien debemos el diseño del mejor icono de monstruo contemporáneo de entre los numerosos que surgieron a lo largo del siglo xx. Boris Karloff dio vida a la estremecedora criatura, obteniendo con esta magistral interpretación la fama mundial. Al parecer el rostro demacrado y la mirada penetrante del actor fascinaron al director: bajo las prominencias huesudas del cráneo, base de la caracterización del monstruo, y el maquillaje resultado de más de cuatro horas de retoques se adivina casi exacta la inquietante expresión del rostro de Boris Karloff.
Transformado en un gigante enfadado y torpe, las sucesivas encarnaciones del monstruo a cargo de Bela Lugosi o Glen Strange carecen de la humanidad, ternura y patetismo que convirtieron al Frankenstein de Karloff en un icono del género. La caracterización final del monstruo es obra del maquillador Jack Pierce, a quien debemos hallazgos como la tonalidad verdosa del rostro, la caída de los párpados, los tornillos del cuello, la cabeza plana o el traje mal ajustado.
La representación de Frankenstein creada en la película de James Whale ha llegado intacta hasta nuestros días, recreada y copiada sin apenas cambios, constituye el icono del antihéroe monstruoso y romántico en su mejor versión. La película consiguió sin duda otorgar la popularidad merecida a la verdadera fuente de inspiración de la misma, la imaginación de Mary Shelley, que con veintiún años, concibe la novela titulada Frankenstein o el moderno Prometeo (1818). La autora, esposa del poeta Percy B. Shelley escribió la aterradora historia en las legendarias veladas de un lluvioso verano en Suiza en la Villa Diodati, donde ella y su marido se encontraban pasando las vacaciones invitados por el gran poeta maldito del romanticismo Lord Byron. En compañía también de un cuarto invitado, Polidori, médico y secretario particular del anfitrión, el célebre grupo accedería al juego de escribir la historia de terror más terrible jamás contada, y es así como Mary Shelley superaría con creces a sus acompañantes, escribiendo Frankenstein, y con ella, la encarnación de toda una mitología.
De hecho, en la mitología griega Prometeo roba el fuego de los dioses para ofrecerlo a los mortales, lo que le enemista con Zeus que lo castiga a padecer sufrimientos indecibles, y es de esta manera como concibe Mary Shelley su Frankenstein, el médico que apoyado en la ciencia y la razón comete la osadía de crear vida, imprudencia que finalmente se volverá en su contra al crear un ser monstruoso. La criatura de la película es en cualquier caso más simpática y digna de compasión que en la versión original de Shelley, incluso la caracterización se aleja del ser peludo y deforme que imaginó la autora. Karloff recibió a lo largo de los años miles de cartas de niños que manifestaban su compasión por el monstruo.
En este sentido, la sensación de ternura que supo transmitir la sonrisa inocente de Boris Karloff en la escena del juego con la niña es memorable. El aspecto que sí fue incorporado fielmente respecto al espíritu de la novela es todo lo relativo a la resurrección del engendro. El galvanismo era una técnica que sostenía la posibilidad de insuflar vida a los organismos a través de la energía eléctrica, Mary Shelley junto con el resto de poetas románticos seguían las investigaciones relacionadas, y la película del año treinta y uno trata de recrear los insólitos estudios sobre galvanismo a través de toda la parafernalia eléctrica del laboratorio del doctor Frankenstein.
Podemos imaginar el impacto que tuvo el estreno de la película en los espectadores de la época. En el contexto cultural norteamericano tan alejado del romanticismo centroeuropeo y la literatura gótica, Frankenstein tuvo una difícil aunque pronta asimilación previa a un éxito de masas. Ayudó sin duda para ello la excepcional atmósfera que el filme consigue gracias en parte a su dirección artística inspirada en el expresionismo alemán de películas como Metrópolis (Fritz Lang, 1927) y El gabinete del doctor Caligari (Robert Wiene, 1920).
Las perspectivas imposibles de los escenarios con geometrías distorsionadas y falsas sombras pintadas dotan a las escenas de una atmósfera trágica y surrealista. El metraje se desarrolla prácticamente en una noche perpetua donde las siluetas se recortan en los cielos blanco y negro con una saturación de contraste de gran belleza. La figura del monstruo completa la ambientación casi fuera de plano, su atemporalidad nos traslada al romanticismo del siglo xix, sin perder un ápice de vigencia.
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