2. El derecho a saltarse páginas.
3. El derecho a no terminar un libro.
4. El derecho a releer.
5. El derecho a leer cualquier cosa.
6. El derecho al bovarismo (esa “enfermedad textualmente transmisible”).
7. El derecho a leer en cualquier parte.
8. El derecho a picotear.
9. El derecho a leer en voz alta.
10. El derecho a callarnos.
Vale la pena leer a Pennac. Vale la pena recorrer las páginas de Como una novela e ir topándose con esos niños, esos adolescentes que fuimos. A ratos, Pennac nos saca sonrisas. Sonrisas de vergüenza, quizás de culpa, al leer, al leernos como adolescentes no lectores, adolescentes perdidos en un vasto mar de obligaciones escolares que nos fueron quitando ese placer por el encuentro con el libro.
Adolescentes que nos recuerdan a los estereotipos de las películas sobre el high school estadounidense: la porrista, el capitán de equipo de fútbol (americano, por cierto), los desadaptados, los nerds… ¿quién de ellos leía? No recuerdo ni una sola película yanqui que haya mostrado a la reina de la promoción preocupada por Crusoe, Bovary, un tal Buendía, ¡ni siquiera por el joven Potter! Quizás nuestro nerd, ese que algunos hemos sido, leía. Ésa es la imagen que nuestros jóvenes tienen de la lectura… pareciera que sí. Pero ojo, Pennac no nos entrega soluciones para acabar con la no lectura adolescente. Nos entrega su personal visión de cómo se pueden ablandar los corazones de los chicos y chicas de un liceo francés.
Ateniéndonos a tal principio ontológico, deberíamos pensar y creer que sí. Que nuestros chicos y chicas podrían ser vueltos a encantar con las dulces lecturas del profesor, con el dulce cantar del libro abierto, leído por otros… como cuando niños. Como cuando leer implicaba que les leyeran, que les contaran y que los durmieran. Con el suave arrullar de ese libro leído infinitas veces; muchas, hasta el cansancio.
Pero habrá algunos que arguyan la necesidad de que esos adolescentes no lectores lean por la urgencia de aprender, por esa temida obligación de la obligatoriedad, porque es bueno y los hace sabios, porque es necesario. ¡No nos engañemos! Se debe leer por el sólo y único placer de leer. Por escalar montañas mágicas, por descubrir páramos, por conocer el hielo, por viajar a Tombuctú, por saber cuándo se jodió el Perú, por conversar con un clochard, por tomar té con cierto sombrerero… por tantas y tantas historias interminables y, algunas otras, sin fin.
A esos que arguyen, les pedimos silencio y comprensión. Comprensión que sólo se adquiere leyendo. Que sólo se hace propia si es que los dejan leer, lo que sea, cualquier cosa. Como dice Pennac, si les otorgan ciertos “derechos imprescriptibles del lector”:
Adolescentes que nos recuerdan a los estereotipos de las películas sobre el high school estadounidense: la porrista, el capitán de equipo de fútbol (americano, por cierto), los desadaptados, los nerds… ¿quién de ellos leía? No recuerdo ni una sola película yanqui que haya mostrado a la reina de la promoción preocupada por Crusoe, Bovary, un tal Buendía, ¡ni siquiera por el joven Potter! Quizás nuestro nerd, ese que algunos hemos sido, leía. Ésa es la imagen que nuestros jóvenes tienen de la lectura… pareciera que sí. Pero ojo, Pennac no nos entrega soluciones para acabar con la no lectura adolescente. Nos entrega su personal visión de cómo se pueden ablandar los corazones de los chicos y chicas de un liceo francés.
Ateniéndonos a tal principio ontológico, deberíamos pensar y creer que sí. Que nuestros chicos y chicas podrían ser vueltos a encantar con las dulces lecturas del profesor, con el dulce cantar del libro abierto, leído por otros… como cuando niños. Como cuando leer implicaba que les leyeran, que les contaran y que los durmieran. Con el suave arrullar de ese libro leído infinitas veces; muchas, hasta el cansancio.
Pero habrá algunos que arguyan la necesidad de que esos adolescentes no lectores lean por la urgencia de aprender, por esa temida obligación de la obligatoriedad, porque es bueno y los hace sabios, porque es necesario. ¡No nos engañemos! Se debe leer por el sólo y único placer de leer. Por escalar montañas mágicas, por descubrir páramos, por conocer el hielo, por viajar a Tombuctú, por saber cuándo se jodió el Perú, por conversar con un clochard, por tomar té con cierto sombrerero… por tantas y tantas historias interminables y, algunas otras, sin fin.
A esos que arguyen, les pedimos silencio y comprensión. Comprensión que sólo se adquiere leyendo. Que sólo se hace propia si es que los dejan leer, lo que sea, cualquier cosa. Como dice Pennac, si les otorgan ciertos “derechos imprescriptibles del lector”:
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