Junto a La invasión de los ladrones de cuerpos y Ultimátum a la Tierra, Planeta prohibido es la mejor película de ciencia ficción que salió de los EE. UU. durante los años cincuenta. Y de estas tres, la cinta de Fred M. Wilcox —director de Lassie Come Home, una película que redefinió el empleo de la expresión «llevar una vida de perros»— es la única que podemos considerar totalmente acotada dentro del género.
En aquella década las autoridades norteamericanas estaban con la mosca detrás de la oreja y no les costaba mucho localizar bolcheviques, reales o imaginarios, horadando la conciencia moral de los granjeros de Oklahoma, los torneros de Pittsburgh, los sindicalistas de Chicago y, cómo no, los actores, guionistas y directores de Hollywood.
No es extraño que cada historia que se rodara tuviera un doble sentido; uno puramente lúdico y otro político que las agencias pertinentes no tenían problema en interpretar de más de una manera contrapuesta. En general, cada amenaza a la civilización representada en una pantalla era explicada como un ataque comunista o como una representación subversiva del estado opresor norteamericano, según le viniera bien a la acusación. Allen Adler, el autor de la historia de Planeta prohibido y de, entre otras, esa maravilla titulada Behemoth the monster, no tardó mucho en ser purgado durante la segunda ola anticomunista.
Viendo la narración que se desarrolla en esta película, nadie podría adivinar la razón, salvo que la clara referencia al inconsciente jungiano despertara los instintos más desarrollados y dispuestos a saltar con rabia sobre cualquier concepto que tuviera que ver, aunque fuera muy tangencialmente, con la colectividad. Planeta prohibido tiene muchas virtudes y no pocos y horrorosos defectos. Es la primera película de la historia del cine que se desarrolla completamente fuera de la Tierra, y en la que una nave espacial de construcción terrestre surca el espacio a velocidades superiores a la de la luz. Este primigenio platillo volante nos ofrece el aterrizaje más hermoso jamás rodado; el descenso de la C-57D.sobre la superficie de Altair es un breve momento que vale más que trilogías enteras rodadas cuarenta años después.
No es extraño que cada historia que se rodara tuviera un doble sentido; uno puramente lúdico y otro político que las agencias pertinentes no tenían problema en interpretar de más de una manera contrapuesta. En general, cada amenaza a la civilización representada en una pantalla era explicada como un ataque comunista o como una representación subversiva del estado opresor norteamericano, según le viniera bien a la acusación. Allen Adler, el autor de la historia de Planeta prohibido y de, entre otras, esa maravilla titulada Behemoth the monster, no tardó mucho en ser purgado durante la segunda ola anticomunista.
Viendo la narración que se desarrolla en esta película, nadie podría adivinar la razón, salvo que la clara referencia al inconsciente jungiano despertara los instintos más desarrollados y dispuestos a saltar con rabia sobre cualquier concepto que tuviera que ver, aunque fuera muy tangencialmente, con la colectividad. Planeta prohibido tiene muchas virtudes y no pocos y horrorosos defectos. Es la primera película de la historia del cine que se desarrolla completamente fuera de la Tierra, y en la que una nave espacial de construcción terrestre surca el espacio a velocidades superiores a la de la luz. Este primigenio platillo volante nos ofrece el aterrizaje más hermoso jamás rodado; el descenso de la C-57D.sobre la superficie de Altair es un breve momento que vale más que trilogías enteras rodadas cuarenta años después.
También nos presenta al primer robot dotado de cierta personalidad. Robbie es una suerte de muñeco Michelín mecánico y analógico capaz de fabricar 200 litros de güisqui de Kansas en menos de veinticuatro horas, para solaz y alivio del cocinero de la tripulación. No cabe más humanidad dentro de un autómata anterior a la invención de los circuitos integrados que la que desarrolla Robbie en esta transacción comercial, en la que, además, no recibe nada a cambio. La historia sigue muy vagamente la estructura de La Tempestad de Shakespeare.
Un filólogo que lleva veinte años aislado en el planeta Altair —una vez más, uno se podría plantear el espinoso asunto de la medición del tiempo— y que además, por medio de un ingenio perteneciente a una antiquísima civilización extraterrestre, ha aumentado su inteligencia a niveles que en no pocos planetas se podrían considerar ilegales, recibe por fin noticias de la misión militar que debe llevarlo de vuelta a casa. Como era de esperar, el filólogo está loco aunque no lo sepa, y no solo se niega a recibir ayuda sino que genera una serie de accidentes violentos, con muertos y todo, entre los cuales no es el menos perturbador la presencia de su hija.
Esta muchacha, nacida en el planeta, no ha visto jamás un hombre que no sea su padre, y por tanto su contacto con la dotación de la nave, que por otro lado no rezuma saber estar, tiene consecuencias que resultan vergonzantes para el espectador. No solo vemos besos que serían capaces de hacernos abrazar la castidad como una opción más excitante, sino que además la chica recibe del capitán la orden de tapar sus vergüenzas cuando se presenta luciendo una minifalda —anticipándose a Mary Quant en nueve años— y para redimirse le encarga a Robbie que le fabrique a la menor brevedad posible un vestido que no le deje a la vista ni el blanco de los ojos.
A pesar de este sexismo, que las grandes obras maestras de todas las épocas no solo evitan sino que además combaten, el guion de Cyril Hume —descendiente de David Hume— no debe ser vilipendiado. En Planeta prohibido tenemos todo lo que será Star Trek. Exploración, civilizaciones extraterrestres, un platillo volante deslumbrante, conflictos morales y, digámoslo también, una buena dosis de espiritualidad bastante barata. «Todos tenemos monstruos en el subconsciente, por eso necesitamos la ciencia y la religión», dice el gran Leslie Nielsen cerca del final de la película. Puede ser. Pero más productivo y satisfactorio es prescindir de esas lecciones y centrarnos en disfrutar, por ejemplo, de las sombras que subrayan la tipografía del título de la película nada más comenzar, mientras suena una banda sonora electrónica realmente sensacional; unas sombras que se pierden en un punto de fuga mucho más lejano que Altair o las Pléyades, y que tanto nos recuerdan la forma de un destructor imperial que surge de la nada en persecución de una pequeña embarcación consular, hace ya tantos años, en ese lugar tan lejano.
Y centrarnos en disfrutar con muchos detalles que volveremos a ver después, en otras películas más modernas; unos detalles que buscaremos tantas veces como nos sea posible, pero que no siempre encontraremos igual de bien representados.
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