22.1.20

Reiner Stach "Kafka" 2016

«Yo soy la literatura», anotó Kafka en sus diarios. Esta afirmación enigmática y radical evidencia la compleja relación entre la vida y la obra de uno de los grandes autores del siglo pasado. Escritor dotadísimo, marcado por su fragilidad, por una extraordinaria finura espiritual, por su desbordante talento, y dividido entre la voluntad paterna de convertirlo en empresario y cabeza de familia y su propio deseo de consagrarse a unas pocas páginas que lo satisficieran, cobra vida en esta biografía que nos reafirma en la idea de que en él se condensa todo el siglo XX. Reiner Stach, que dedicó más de una década a la escritura de esta obra monumental, aclamada como la biografía definitiva de Kafka, combina con destreza la rigurosa investigación biográ?ca e histórica con la profunda comprensión de la vida y la obra del escritor praguense, y nos ofrece una recreación vívida y literaria del mundo, en sus detalles, de este autor ya imprescindible.
Los lectores y los estudiosos de Kafka tienden a quejarse de que son tantos los trabajos académicos existentes sobre el enigmático escritor de Praga que no puede encontrarse al «verdadero Kafka» bajo la pila de apropiaciones e interpretaciones en litigio. Ha llegado ya quizás el momento de reconocer que el verdadero Kafka no puede encontrarse, ya que el escritor Franz Kafka modeló su yo no como una esencia estable, segura de sí misma, sino como una búsqueda conflictiva e inconcluyente de una verdad esquiva. En su diario, Kafka se desgarra mientras escribe que no es y no puede ser y no será «otra cosa que literatura», y este compromiso a ultranza con la literatura debe tomarse absolutamente en serio. En el caso de Kafka, vida y literatura se implican entre sí de forma inextricable. Esto supone que deberíamos abstenernos de explicar su literatura, de un modo causal y engañosamente sencillo, simplemente como un resultado de su vida y su constitución neurótica, ya que un enfoque de este tipo cae en una trampa habitual que resulta inherente al género de la biografía: la reducción de la obra artística a un mero síntoma de una vida patológica.

Lo que deberíamos hacer, por el contrario, es considerar la posibilidad de que la vida de Kafka siguió ocasionalmente los temas y trayectorias creados inicialmente en el ámbito de la imaginación literaria. Los intérpretes se han maravillado con frecuencia ante el hecho de que «La condena», un relato fundamental de Kafka, refleje no sólo sus angustias derivadas de su compromiso con Felice Bauer en 1912, sino también que anticipe circunstancias biográficas posteriores. Es factible ver la biografía de Kafka como un experimento que puede resumirse en una pregunta formulada a modo de quiasmo: ¿puedo vivir mi vida de tal forma que cada una de las experiencias vividas se transformará en escritura, y puedo escribir de tal forma que toda mi escritura tendrá un impacto experiencial transformativo en cómo vivo? El dilema fundamental de una coimplicación irresoluble de vida y literatura podría hacernos llegar a la conclusión de que es sencillamente imposible escribir una biografía de Kafka. Sin embargo, en el mismo espíritu de esa predisposición de Kafka a las dificultades y las paradojas, es precisamente la imposibilidad biográfica del «caso de Kafka» la que convierte el proyecto de una biografía en un desafío intelectual y literario potencialmente productivo y enormemente gratificante.

Durante más de una docena de años, Reiner Stach ha estado trabajando en una trilogía sobre la vida de Kafka. En un alarde de ingenio, ha adoptado una estrategia que recuerda a Alejandro Magno cortando el nudo gordiano. En vez de desarrollar una rígida solución teórica al problema de un Kafka biográfico, Stach opta por una intimidad con su tema que resulta de una desinhibición casi violenta. Su enfoque funciona porque Stach combina investigación biográfica e histórica original con una dosis considerable de empatía imaginativa alimentada por un conocimiento magistral de la producción fracturada de Kafka. «La empatía sigue ayudando cuando la psicología y la experiencia no funcionan», escribe de manera programática en Kafka: los años de las decisiones (trad. de Carlos Fortea, Madrid, Siglo XXI, 2003). Es la exhaustividad y la intrepidez de Stach al enfrentarse a todos los aspectos conocidos de la existencia de Kafka, no importa cuán problemáticos sean sexual y políticamente, lo que diferencia con más contundencia a su biografía de las aproximaciones biográficas de sus competidores. Los resultados son palpables: por ejemplo, simplemente no puede encontrarse un retrato más convincente de la aparición de la tuberculosis de Kafka, de sus efectos devastadores y de la lucidez asombrosamente serena con que Kafka comprendió, contra las ofuscaciones de sus médicos, las consecuencias de su enfermedad. El conocimiento desprovisto de todo sentimentalismo que tiene el paciente Kafka de su fatal enfermedad es un tema digno para una novela moderna y es fácil imaginar a los lectores devorando la biografía de Stach como si se tratase de una novela.

Cuando apareció en Alemania en 2002 el primer volumen de la trilogía de Stach, Kafka: Die Jahre der Entscheidungen, la editorial la anunció como la «primera gran biografía de Kafka escrita en alemán». El año pasado, el segundo de los tres volúmenes proyectados de Stach apareció con el título Kafka: Die Jahre der Erkenntnis (Kafka: los años del conocimiento), pero ya no pueden esgrimirse reivindicaciones de singularidad. En 2005 vio la luz la completa, fiablemente erudita e inteligente Kafka: Der ewige Sohn (Kafka: el hijo errante), de Peter-André Alt, y el pasado año, en una carrera enloquecida para que saliera a tiempo del 125 aniversario de Kafka, se publicó la polémica y en ocasiones recargada y confusa Franz Kafka: Gesellschaftskrieger (Fran Kafka: guerrero de la sociedad), de Bernd Neumann. Las dos últimas –escritas, al contrario que la biografía de Stach, por profesores de universidad y concebidas fundamentalmente para estudiantes y lectores profesionales de literatura– no se acercan jamás al virtuosismo narrativo de los dos volúmenes de Stach. Su segunda entrega reafirma las elevadas pretensiones estéticas de la primera: para él, una biografía no es simplemente el balance de varios años de diligente investigación archivística, sino que es también una forma artística literaria autónoma. Así, el éxito de la biografía de Stach puede medirse no sólo por el grado de exhaustividad y precisión con que consigue contar los hechos de la vida de Kafka y sus implicaciones literarias, sino también por la capacidad de persuasión y por el ingenio con que construye su narración.

El primer volumen de Stach abarcaba el período comprendido entre 1910 y 1915, unos años durante los que Kafka escribió muchos de sus textos más famosos, como «La condena», «En la colonia penitenciaria», «La metamorfosis», El desaparecido y El proceso, y se embarcó en una relación fundamentalmente epistolar con una oficinista de Berlín, Felice Bauer. En su segundo volumen, que cubre los años 1915 a 1924, Stach lleva a sus lectores a la Praga arrasada por la guerra, donde Kafka fue testigo de la «segunda catástrofe» de su vida: el impacto devastador de la Primera Guerra Mundial y la desaparición del viejo orden de la monarquía austrohúngara. Su primera catástrofe personal había sido la decisión de Felice Bauer de poner fin a su relación el 12 de julio de 1914 en la habitación de un hotel de Berlín. Sólo tres semanas después de su «tribunal» en Berlín, Kafka deja constancia del comienzo de la segunda catástrofe: «Alemania ha declarado la guerra a Rusia. – Piscina por la tarde». Resulta tentador malinterpretar esta lacónica entrada de diario. No puede entenderse a Kafka si se toma esta frase como prueba del distanciamiento del escritor de los acontecimientos de la vida en apariencia meramente externos; si se ve a Kafka, por así decirlo, como un genio autosuficiente apartado del mundo. En la introducción a su primer volumen, Stach corrige una visión parcial de este tipo: «La riqueza de la existencia de Kafka se desplegó fundamentalmente en lo psíquico, en lo invisible, en una dimensión vertical que aparentemente no tiene absolutamente nada que ver con el paisaje social y que, sin embargo, lo penetra por doquier, en todos los aspectos» (p. XIV).

En el segundo volumen de Stach se ofrece al lector una valoración incluso más completa de la interpenetración de lo personal y lo social, una prueba de la considerable habilidad de Stach a la hora de mostrarnos que es sólo una media verdad suponer que la autoría de Kafka nació de un distanciamiento activo de los asuntos del mundo; de hecho, la obra de Kafka como escritor fue también el resultado de una confrontación inevitable con las agitaciones sociales y los sufrimientos humanos provocados por la Gran Guerra. El tratamiento del contexto sociohistórico y cultural por parte de Stach resulta tan esclarecedor que su libro puede leerse también como una historia social y cultural de los judíos checos durante e inmediatamente después de la Primera Guerra Mundial. Sin la guerra, la vida de Kafka habría tomado una dirección potencialmente muy diferente, y la labor del biógrafo es dilucidar el impacto decisivo de la guerra con objeto de explicar en detalle cómo Kafka llegó a ser quien fue. El propio Kafka fue un lector diligente de biografías y autobiografías; estudió ejemplos de cómo se constituyen las vidas con el paso del tiempo, cómo una persona adquiere una identidad inconfundible. No sin pathos, Stach entona: «Se trataba de identidad. Hacerse el que se es. A cualquier precio» (p. 104)

Para Stach, los «años de Erkenntnis» de Kafka intensifican la tendencia del escritor a una incesante autoobservación. Los diarios de Kafka cubren los años 1909 a 1923 y son, desde la primera hasta la última página, documentos de un severo escrutinio y reflexión sobre sí mismo. El biógrafo no es, podría decirse, otra cosa que un observador de las autoobservaciones de Kafka. Para los lectores que sigan con cuidado las inflexiones del lenguaje de Kafka, y especialmente para los lectores de sus diarios y cartas (y difícilmente cabe imaginar una fuente más importante para una biografía empática), las diferencias «entre expresión “personal” y “literaria”» (p. 406) importan cada vez menos. Stach señala que si se eliminaran todas las referencias personales de la correspondencia de Kafka, se tendrían textos literarios de una calidad no inferior a sus escritos literarios propiamente dichos. Kafka evitó estrictamente la simple metaforización de «afirmaciones» o «tesis metafísicas» dadas. En vez de perseguir ilustrar un tema o problema, sus textos obedecen a una lógica de la imagen: «Kafka no busca la imagen, sino que más bien la sigue; y prefiere perder su tema que la lógica de la imagen» (p. 406).


El biógrafo no puede ignorar la estructura lógica de la escritura de Kafka, y la empatía biográfica busca reconstruir cómo se desenvuelve el pensamiento de Kafka tal y como se encuentra documentado en la página. Stach muestra cómo los relatos de Kafka presentan procesos de pensamiento de una complejidad creciente sin llegar a resultar nunca meramente ilustrativos de ideas extraliterarias. Kafka no escribe «Gedanken-Literatur» («literatura intelectual»), y eso puede predicarse también de sus escritos posteriores, que son fundamentalmente con frecuencia ejercicios de pensamiento con una mínima función narrativa. Stach parafrasea selectivamente los relatos reflexivos de última época de Kafka, de tal modo que el conflicto artístico o el problema intelectual subyacente pasa a ser aprehensible, sin simplificar el mundo autónomo e intraducible de imágenes literarias de Kafka. La narración biográfica consigue transmitir la sensación de enorme energía e inventiva de pensamiento que da origen a los textos posteriores de Kafka, provocando su nuevo estilo experimental en sus cuadernos en octavo del verano del hambre de 1916-1917, sus meditativos «aforismos de Zürau» de 1917, su serpenteante fragmento de novela El castillo (1922) y sus relatos alegóricos de última época sobre el arte y las aporías de la escritura.

Resulta inevitable que Stach se vea a veces obligado a reducir textos desparramados de Kafka como «La construcción» a una mera «fortaleza subterránea, laberíntica» (p. 32). Al igual que cualquier otra biografía, la de Stach no es un sucedáneo del estudio de los textos de Kafka, pero puede hacernos cobrar conciencia de lo que el biógrafo llama el «mito privado» del escritor: el modo peculiar pero intrínsecamente convincente y lógico de dar sentido a su lugar en el mundo. Al explorar cuidadosamente el mito privado de Kafka basándose no en la especulación, sino en hechos materiales, Die Jahre der Erkenntnis viene a ser una proeza en términos de esclarecimiento: la biografía de Stach echa por tierra de una vez por todas las ideas equivocadas de Kafka como un existencialista, un místico o un genio incomprendido. Stach construye, por el contrario, una narración que no se basa en una idea firme de quién fue Kafka, sino que se apoya en una serie de búsquedas de una veraz manera de vivir. Para Kafka, importaba menos lo que uno hacía que cómo lo hacía, ya que la vida había de vivirse de manera auténtica. «Autenticidad: esa era la armonía de pensamiento, sentimiento y acción, no turbada por ninguna excepcion extraña, ninguna frase: ser uno solo conmigo mismo, ser sincero» (p. 135). Kafka encontró ejemplos de maneras veraces de vivir en los lugares y las figuras más diversos, «en el Antiguo Testamento, en Napoléon, Grillparzer, Dostoievsky, en el loco divino Emanuel Quint de Gerhart Hauptmann, en Rudolf Steiner y Moritz Schnitzer, en la comunidad pietista de Herrenhut, así como en la “corte” del rabino de Belz, en la vida marital del pintor Feigl y en el idealismo nacionaljudío de un estudiante cuya existencia física Kafka declaró que era más valiosa que la suya» (p. 135).

La búsqueda de autenticidad de Kafka no describe una línea recta. De igual modo que las numerosas interrupciones, dudas y nuevos comienzos que caracterizan su fragmentado corpus literario, su vida sigue una confusa lógica temporal de vacilaciones y demoras. En 1922, escribe en su diario: «Mi vida es la vacilación previa al nacimiento». La vida de Kafka fue pobre en acontecimientos espectaculares, pero no estuvo en absoluto desprovista de momentos intensos de experiencia interior que a menudo tuvieron el poderoso impacto de un nuevo comienzo, la promesa de una posibilidad hasta entonces imposible. El método empático de Stach resulta especialmente convincente cuando evoca de manera elocuente momentos intensos como las felices vacaciones absolutamente inesperadas con Felice Bauer en Marienbad en julio de 1916, que llegaron tras un período de la vida de Kafka del que contábamos con una documentación especialmente pobre. Durante los meses de invierno de 1915 y 1916, Kafka dejó temporalmente de dejar constancia escrita de su vida, resignándose en apariencia al hecho de que había entrado en un estado de prolongado estancamiento y soledad creciente.

Luego, durante los últimos cinco días de sus dos semanas de vacaciones con su antigua novia, Kafka experimenta «el milagro de Marienbad», como lo llama Stach; tras casi cuatro años de indecisiones, Kafka y Felice Bauer encuentran la satisfacción sexual y renuevan su compromiso. De repente, la unión con otra persona es posible, incluso la reconciliación de la actividad literaria de Kafka con las convenciones del matrimonio parece estar a su alcance, ayudado por la idea entonces insólita de que ambos miembros de la pareja continuarían trabajando en sus respectivas profesiones. De un modo abrupto, las objeciones de Kafka contra el matrimonio, incesantemente ensayadas y bien conocidas gracias a sus cartas, han desaparecido. Una explicación satisfactoria del «milagro de Marienbad» habrá de seguir siendo, como admite Stach, un «misterio» (p. 115); pero cabe especular con confianza que la ruptura con convenciones sociales aparentemente inalterables inducida por los cambios trascendentales desencadenados por la guerra permitieron que Kafka y Felice Bauer concibieran su futuro compartido de un modo milagrosamente diferente.


El retrato de la guerra pintado por Stach no presenta únicamente posibilidades cambiadas y nuevos comienzos inesperados, sino también el sufrimiento devastador del que fue testigo Kafka. Por ejemplo, el lector se entera de la gran atención que prestó Kafka a la suerte de los refugiados judíos de Europa del Este que llegaban a Praga y de los veteranos heridos con cuyos problemas físicos y «neurosis de guerra» Kafka estaba familiarizado como un experto gracias a su trabajo en la Agencia de Seguros de Accidente de los Trabajadores. Kafka fue absolutamente consciente del impacto espantosamente destructivo de la guerra en las mentes y los cuerpos de los soldados que regresaban del frente, a pesar de lo cual se mostró decidido a formar parte de la matanza colectiva que estaba diezmando a toda una generación de varones europeos. Buscó de manera persistente alistarse en las fuerzas armadas, pero el director de la agencia de seguros se mostró igual de persistente a la hora de rechazar su deseo y con ello, cabe suponer, salvó su vida. Incluso Stach se muestra perplejo por los repetidos intentos de Kafka para que fuera revocada su exención de servir en el ejército. «La insistencia de Kafka en la opción de participar en la guerra se encuentra entre las decisiones más difícilmente comprensibles de su vida; no puede entenderse con una empatía animada por motivaciones meramente psicológicas» (p. 74).

Este episodio desconcertante en la vida de Kafka se resiste al método de la empatía del biógrafo y lo enfrenta, en cambio, a él y al lector a una vida que no podemos comprender del todo. Al contrario que otros poetas como Rilke, Kafka no abrigó jamás ninguna ilusión sobre la realidad puramente destructiva de la guerra, desprovista de todo significado metafísico. Entonces, ¿por qué deseaba sacrificarse? Ningún grado de empatía puede revelar una respuesta a esa pregunta. En ciertos momentos, el lector de la biografía de Stach se enfrenta a los límites de una comprensión que funciona apoyándose en mecanismos aprendidos de racionalización psicológica; una experiencia así de los límites de la inteligibilidad biográfica no constituye la peor iniciación en lo que significa leer la literatura radicalmente antipsicológica de Kafka.

El método biográfico-empático de Stach se asemeja al trabajo de un ilustrador: utiliza imágenes memorables (metáforas y analogías) para transformar la vida interior oculta de Kafka en una película que se proyecta en cada página. El estilo cinematográficamente vívido y con el tempo justo de su prosa hace que cada frase se lea con total fluidez. Sin embargo, el título del segundo volumen de Stach alude a la mayor dificultad de ilustrar y narrar los años posteriores de la vida de Kafka. De las decisiones (externas) de Franz Kafka, la lente de Stach se traslada a sus Erkenntnisse: sus percepciones, su conocimiendo madurado, pero también su modo de pensar, de comprender el mundo y de comprenderse a sí mismo. El proceso de reflexión complejo, con frecuencia paradójico y extraordinariamente estético de Kafka desafía los resúmenes y las explicaciones fáciles. Del mismo modo, el biógrafo debe resignarse, claudicar y reconocer que algunas de las acciones de Kafka se sitúan más allá de la empatía. El biógrafo no puede explicar por qué Kafka quiso combatir en la guerra; sólo puede transmitir el hecho y contextualizarlo tanto como lo permiten los documentos históricos. Parte de la fuerza del enfoque de Stach se deriva del hecho de que se abstenga de realizar especulaciones infundadas y ofrecer explicaciones psicologistas, que implican por regla general una patologización del tema. Se percibe con alivio que Stach no coloca a Kafka en el diván.

El segundo volumen de Stach contiene otro ejemplo revelador de los límites de la empatía biográfica: las fantasías dolorosamente crueles de Kafka en algunas de las cartas a Milena Pollak (nacida Jesenská) que tematizan el miedo judío a la persecución y la violencia. Cuando leemos los jocosos comentarios de Kafka sobre querer meter a «los judíos» en su cajón de la ropa recién lavada hasta que se ahoguen, encontramos, como señala Stach, el legado de una «historia sangrienta, la deformación de conceptos, el arrancamiento de tradiciones discursivas» (p. 370), todo lo cual ha imposibilitado hoy, después de Auschwitz, un entendimiento empático. La lucha de Kafka con lo que significaba ser judío, sin embargo, no fue ingenua, ni encaja tampoco en la categoría del «autoodio judío». Fue intensamente consciente de la persistencia del antiguo antisemitismo medieval y de la formación de un nuevo antisemitismo pseudocientífico, racista, que quedaba ejemplificado, por ejemplo, por Secessio Judaica (1922) de Hans Blüher, subtitulada Philosophische Grundlegung der historischen Situation des Judentums und der antisemitischen Bewegung (Bases filosóficas de la situación histórica de los judíos y del movimiento antisemita), una obra de la que Kafka intentó escribir, sin conseguirlo, una recensión crítica. Animó a su amigo Robert Klopstock a que lo hiciera en su lugar, dando a entender que su propio vínculo con la tradición judía había pasado a ser demasiado tenue como para abordar un proyecto intelectual de semejante dificultad: «Secessio Judaica, ¿no le gustaría escribir sobre ella? […] Yo no puedo hacerlo; cuando lo intento, mi mano se hunde al momento, a pesar de que yo, naturalmente, como cualquiera, tendría muchas cosas que decir sobre ella; sin embargo, en alguna parte de mis ancestros se encontrará también, ojalá, un talmudista, pero no me anima lo suficiente, de modo que lo hago con usted».


Milena Pollak

Stach es digno de elogio por sus astutos análisis del interés de Kafka por la historia cultural y religiosa judía, las revistas sionistas, los debates contemporáneos sobre la identidad judía y, en particular, los problemas prácticos de la labor social judía en relación con los emigrantes procedentes del Este. Esto último fascinó especialmente cada vez más a Kafka, y su relación con Dora Diamant, a quien conoció en 1923 mientras ella estaba trabajando para el Jüdisches Volksheim (Casa del Pueblo Judía) de Berlín, lo convenció de los méritos espirituales de participar activamente en una comunidad judía, un eco de su idealizada vinculación anterior con el teatro yiddish como el único representante de una comunidad judía oriental que había logrado mantenerse intacta. En Dora Diamant –con la que se traslada a Berlín, liberándose finalmente de las garras de Praga y de su familia–, Kafka encuentra y abraza el ideal de una vida auténtica en una comunidad; se dispone con entusiasmo a prepararse para emigrar a Palestina, intenta leer a Josef Chaim Brenner (en hebreo) y asiste a conferencias en la Hochschule für die Wissenschaft vom Judentum (Escuela Superior para el Estudio del Judaísmo) de Berlín. Al final, el deterioro de su salud aseguró que el deseo de Kafka de vivir en Palestina se quedara en un sueño no cumplido

Dora Diamant

Aunque Kafka nunca abandonó su escepticismo hacia la religión, el lector contemporáneo no puede sino asombrarse de cómo puede conciliarse el abrazo del judaísmo por parte de Kafka con sus comentarios antisemitas en su correspondencia con Milena Pollak. Del mismo modo, su famoso lamento sobre la imposibilidad de ser un escritor judío-alemán –un eco de la descripción de Max Brod de los autores judío-alemanes como «invitados permanentes» en la literatura alemana– muestra los confines ideológicos del conocimiento religioso, étnico y cultural que Kafka tenía de sí mismo. Stach señala que Kafka permanece atrapado eficazmente dentro de un dicurso de identidad y alteridad esencialista cuando escribe a Brod que la literatura judía-alemana de su época es «una literatura imposible desde todos los puntos de vista, una literatura gitana que había robado al niño alemán de la cuna y lo había preparado de algún modo a toda prisa». Stach no intenta explicar frases desconcertantes e incluso turbadoras como ésta minimizando su importancia. Son expresiones de una vida precaria en un mundo que ya ha dejado de existir y al que no puede hacer justicia plenamente ningún grado de empatía. La violenta descomposición de la civilización europea, la experiencia de la que se libró Kafka, ha separado para siempre su existencia de nuestro horizonte de entendimiento. Stach concluye su magistral obra con lo que suena casi como un suspiro: «Su mundo ya ha dejado de existir. Sólo vive su lenguaje» (p. 620).

Reiner Stach: «El fracaso hundió a Kafka»

La vida de Franz Kafka, funcionario de seguros y escritor judío de Praga, duró 40 años y 11 meses. Aparte de sus estancias en Alemania -sobre todo, viajes de fin de semana-, Kafka pasó 45 días en el extranjero. Conoció Berlín, Múnich, Zúrich, París, Milán, Venecia, Verona, Viena y Budapest. Vio el mar tres veces. Fue testigo de una guerra mundial. Y nunca se casó, aunque estuvo prometido tres veces: dos con la empleada berlinesa Felice Bauer, una con la secretaria praguense Julie Wohryzek. Como escritor, Franz Kafka dejó unos 40 textos completos en prosa. En total, unas 350 páginas que él consideró ‘definitivas’. El resto, unas 3.400, no lo eran. Eran diarios, fragmentos, y tres novelas incompletas. Según lo que dejó escrito en su testamento, su amigo Max Brod, que, por momentos, envidió terriblemente el talento de Kafka, debía quemarlas, deshacerse de ellas. Pero Max desobedeció, y las salvó, no una, sino dos veces. «Las salvó no quemándolas», dice Reiner Stach, el hombre que ha dedicado 18 años a reconstruir hasta el último de los pasos que dio el autor de La metamorfosis, «y las salvó sacándolas de Praga cuando llegaron los nazis», añade.

Recuerda Stach que en 1938, ante la llegada de los nazis a Checoslovaquia, Brod hizo las maletas y se fue. «Sólo pudo llevarse dos maletas y, pese a ello, no renunció a llevarse los manuscritos», asegura el biógrafo que en la monumental Kafka -la biografía en tres partes que Acantilado acaba de editar en dos volúmenes- recorre, junto al escritor, toda su vida, y todo aquello que rodeó su vida, como si, además de biógrafo, fuese antropólogo, pero un antropólogo dedicado al estudio de una única persona, y por eso, para el lector, la sensación no es la de acumular datos, sino la de sumergirse en Franz Kafka, vivir no algo parecido a la vida que él debió vivir sino exactamente la vida que él vivió, sintiendo que todo lo que hace es justo lo que debió hacer, porque todo a su alrededor conspiraba para que así fuera

Flaubert había dicho que la prosa podía ser perfecta, y la de Kafka lo demuestra. Inventó nuevas formas narrativas»

¿Por qué no quiso casarse, por ejemplo? «Porque no podía. Él creía que ser un hombre de familia no era compatible con ser escritor. Y escribir le gustaba demasiado. No quería abandonar la escritura pero a la vez le aterraba envecejer solo. Le aterraba que su vida fuera como la vida de su tío español, al que a menudo preguntaba cómo era eso de volver a casa por la noche, a la pensión, y que no hubiera nadie esperándole, nadie más que otros huéspedes, y su tío le contestaba que era triste, que se decía, entonces, para qué todo, pero también decía que durante el día no pensaba en ello porque no dejaba de trabajar», explica. Hay cientos de anécdotas, cientos de conversaciones, cientos de cartas, o pedazos de ellas, en Kafka, y junto a ellas, la Historia, con mayúsculas, abriéndose camino, destruyéndolo todo.

Pregunta.- ¿Cuándo empezó a interesarse seriamente por Kafka? Es decir, ¿cuándo se entusiasmó hasta el punto de sentir la necesidad de ponerse a escribir una biografía?

Respuesta.- Fue cuando leí los diarios. Antes de leerlos, había leído sus novelas, y no había entendido nada. Me impresionó muchísimo que el nivel lingüístico de sus diarios y de su correspondencia fuese el mismo que el de su ficción. Era algo fuera de lo común. Y muy auténtico. Todo lo que decía. Un tipo que había perdido la ilusión. Pero que no era cínico. No había menosprecio por su parte, respecto al resto. Y eso me fascinó. Yo mismo habría querido ser así. Durante unos años fui fan, y me dije que no se podía escribir una biografía siendo fan. Tenía que recuperar cierta distancia para hacerlo. Así que esperé.

P.- ¿Qué cree que ha aportado la narrativa de Kafka a la literatura universal?

R.- Sobre todo, precisión. Hasta entonces, la sensación era que la precisión, en literatura, era cosa de la lírica, de la poesía. La idea de que cada palabra era necesaria y había sido colocada en el lugar preciso. Pero en su narrativa es así. Flaubert había dicho que la prosa podía ser perfecta, y la de Kafka lo demuestra. Y a la vez, inventó nuevas formas narrativas. El narrador de Kafka, narra como si fuera una cámara. Sólo cuenta aquello que el protagonista está viendo. Eso produce un efecto aspiradora en el lector, que hace que se identifique automáticamente con el protagonista. Inventa una técnica narrativa cinematográfica que ha sido de gran influencia en la literatura mundial.

Estaba completamente deprimido cuando escribió su testamento. Creía que todo había sido para nada»

P.- Al empezar a escribir Kafka se topó usted con el problema de los primeros años. Había mucha documentación en sus diarios, pero estos empezaban muy tarde, ¿qué hizo para llenar todos esos huecos, los huecos de su infancia y su adolescencia?

R.- Fui en busca de los diarios de la época. Y descubrí que a través de las hemerotecas pueden reconstruirse vidas. También hice uso de relatos de compañeros suyos, y descubrí, por ejemplo, que de niño ya había experimentado la violencia antisemita, porque en uno de los diarios que encontré se hablaba de un incidente que duró cuatro días y cuatro noches y que ocurrió justo en la puerta de su casa.

P.- Su relación con el padre está en el centro de su narrativa, y tiene especial relevancia no ya en La carta al padre sino también en La metamorfosis, ¿ha llegado a descubrir qué pasó entre ellos?

R.- Hubo mucho silencio entre su padre y él. Cuando era niño, el padre gritaba y él obedecía. Luego, cuando él hacía algo que no entendía, el padre ironizaba al respecto. Y luego llegó el gran silencio. Su padre nunca entendió que no quisiese ayudarles en la empresa, que prefiriese pasarse los días encerrado en su habitación, escribiendo. Decía: ‘Te he pagado la carrera de Derecho, ¿por qué no nos ayudas? ¿De qué van a servirte los libros?’. Kafka siempre fue un incomprendido en su casa.

P.- Daba la sensación de que en sus escritos se empequeñecía -como en La metamorfosis, que se convirtió en un insecto- pero que en ese empequeñecerse, estaba su fuerza.

R.- Sí. Lo del insecto es interesante. Pensemos que el protagonista de La metamorfosis es un adulto que vive con sus padres. Es como una mascota, un animal doméstico. No forma parte de la familia, pero la observa. Así se sentía él en su casa. Llegó a decirle a un conocido que era una historia terrible, porque para él era la historia de su vida. Era un outsider en su propia familia. Por eso se describía a menudo como un animal en sus historias. Es alguien que observa a las personas, pero desde fuera, no formando parte de su mundo. Y respecto a lo de empequeñecerse, era así. Cuando tú mismo te haces pequeño, nadie puede atacarte. En una ocasión en la discutió con Felice, ella le escribió diciéndole que debía odiarla y él dijo: ‘No te odio, aunque me juzgaste, y lo hiciste con acritud, pero no te odio porque yo soy mi propio juez, y me juzgo con más acritud de la que tú me juzgarás nunca. Sé exactamente lo que me pasa, no hace falta que me lo diga nadie’. Se declara culpable pero logra mantener su autoestima intacta. Dice, la culpa la constato y la asumo porque me conozco mejor que nadie. Se empequeñece para mantener su posición, no deja que otros le destruyan. Eso lo había aprendido de niño. La diferencia de poder era tan grande en su casa que se decía: ‘Puedes hacer conmigo lo que quieras -le decía a su padre- pero en mi cabeza, yo soy el dueño’.

P.- América es quizá su obra más esperanzadora, ¿cree que tenía idealizado el país?

R.- Sí. Hay un momento en el que ve a un montón de futuros emigrantes, a la espera de embarcar hacia América, y dice: ‘Si pudiera volver a empezar de cero, me gustaría ser uno de esos bebés que viajan con sus padres a América’. Para él, América era una utopía, un lugar en el que nadie te preguntaba por tus orígenes, en el que podías escoger la profesión que querías. Creía en el sueño americano, porque lo había visto a su alrededor. Sus familiares que habían emigrado y habían vuelto, eran más libres, distintos.

P.- Y aunque renunció a casarse por la escritura, tampoco ésta acabó de funcionar y nunca pudo dedicarse por entero a ella, ¿cree que se sintió un fracasado? Escribe usted que a su muerte dejó tras de sí un campo de ruinas.

R.- Sí, Kafka se sintió un fracasado. Fue incapaz de terminar grandes obras. Y había sacrificado tanto. Al final de su vida, escribió: ‘Lo he abandonado todo, las mujeres, los viajes, todo por la escritura, ¿y cuál es el resultado?’. No es de extrañar que se sintiera fracasado. Y que se deprimiera. Y que le pidiera a Max Brod que lo quemara todo. Estaba completamente deprimido cuando escribió su testamento. Creía que todo había sido para nada, y que era absurdo salvar aquello. Suena a suicidio. Un suicidio literario. Por un lado era un perfeccionista, y por otro, estaba desesperado. El fracaso lo había hundido.





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