Marcel Schwob fue alguien desde joven conmocionado por la lectura de La isla del tesoro, de Stevenson, y posteriormente por los otros libros de este autor, con el que llegó a intercambiar una breve correspondencia. La isla del tesoro fue un libro que le impresionó como nada antes lo había hecho, lo leyó bajo la luz vacilante de una lámpara de ferrocarril: “Los cristales del vagón se teñían del rojo de la aurora meridional cuando desperté del sueño de mi libro. Como Jim Hawkins tenía ahí ante mis ojos a John Silver y su botella de ron”.
Enrique Vila-Matas.
La tempestad nos había lanzado muy lejos de las costas que solíamos recorrer. Durante largas jornadas sombrías el navío embistió, con el morro por delante, a través de masas de agua verde coronada de espuma. El cielo negro parecía querer acercarse al océano por encima de nuestras cabezas, el horizonte vacío estaba cercado por una marca lívida y vagábamos como sombras por el puente. De cada verga colgaban fanales y las gotas de lluvia resbalaban perpetuamente a lo largo de sus vidrios en tal cantidad que la luz era incierta. A popa, los ojos de buey de la cabina del timonel relucían con un rojo húmedo y transparente. Las cofas eran semicírculos de oscuridad y, en la negrura de arriba, emergían las velas lívidas a cada salto del viento. A veces, cuando se balanceaban las linternas, reflejaban resplandores de cobre en los charcos formados sobre las lonas enceradas que protegían los cañones.
Nos deslizábamos a favor del viento después de nuestra última presa. Los garfios de abordaje aún colgaban por la carena y el agua del cielo, al correr, había lavado y amontonado todos los restos del combate. Todavía yacían en confuso montón cadáveres vestidos de lienzo con botones de metal, hachas, silbato, trozos de cadena y de cordaje junto a las palanquetas; pálidas manos apretaban todavía las culatas de las pistolas y los puños de las espadas; caras ametralladas y a medias cubiertas por los chubasqueros se bamboleaban en las maniobras y nos deslizábamos por entre los muertos empapados.
El siniestro huracán nos había quitado las ganas de poner orden. Esperábamos que se hiciera de día para recoger a nuestros compañeros y coserlos en sus petates. El barco apresado iba cargado de ron. Atamos varias barricas al pie del palo de mesana y del trinquete, y muchos de los nuestros, agarrados a su alrededor, alargaban los cubiletes o las bocas a los oscuros chorros que brotaban a cada cabeceo del barco entre líquidos ronquidos.
Si no nos engañaba la brújula, el navío corría hacia el sur, pero la oscuridad y el desierto horizonte no nos daban ningún punto de referencia para consultar la carta marina. Unas veces creíamos ver oscuras elevaciones por el oeste, otras veces pálidas playas; pero no sabíamos si las alturas eran montañas o acantilados, o si la palidez de las playas podía ser el mar lívido estrellándose contra los escollos.
En cierto momento recibimos fuegos de un rojo brumoso a través de la fina lluvia y el capitán gritó al timonel que los evitara. Sabíamos que estábamos señalados y perseguidos, y los fuegos eran, quizá, brulotes. O si bordeábamos costas inhóspitas sin verlas, debíamos temer las señales traidoras de los raqueros.
Atravesamos la corriente de agua cálida que recorre el océano, y durante algún tiempo las salpicaduras fueron tibias. Después volvimos a entrar en lo desconocido.
Fue entonces cuando el capitán nos hizo formar, ignorando lo que nos reservaba el porvenir. En mitad de la noche, nuestra tropa se reunió en la toldilla mientras varios hombres sostenían linternas; el capitán de equipo nos dividió en grupos y se oyeron susurros tenebrosos. Cada uno recibió la parte que le correspondía del botín de nuestra expedición, tanto en vestidos como en provisiones, oro, plata y joyas encontradas en las manos, cuellos y bolsillos de hombres y mujeres de los barcos saqueados.
Luego nos hicieron romper filas y nos separamos en silencio. Normalmente, el reparto no se hacía así, sino cerca de nuestro refugio en el islote, al final de la expedición, con el navío abarrotado de riquezas y entre juramentos y querellas sangrientas. Por primera vez no hubo ni una cuchillada ni un pistoletazo.
Después del reparto el cielo se aclaró poco a poco y la oscuridad comenzó a abrirse. Primero rodaron las nubes y se desgarró la bruma; después, el cerco lívido del horizonte se tiñó de un amarillo más resplandeciente y el océano reflejó las cosas con colores menos sombríos. Una mancha luminosa señaló el lugar del sol y algunos rayos se expandieron a lo lejos en abanico. El oleaje se volvió anaranjado, violeta y púrpura, y los hombres gritaron de alegría porque veían algas flotantes.
Cayó la tarde con un pesado abrazo y nos despertó la blanca y pálida luz de la mañana en los mares australes. Los ojos desacostumbrados a la cálida blancura nos hacían daño, y cuando el vigía anunció: “Tierra ante nosotros”, nos precipitamos a las bordas sin ver nada. Una hora más tarde, cuando el cielo estaba densamente azul, percibimos una línea oscura orla de espuma al fondo del océano.
Pusimos proa hacia allí. Pájaros blancos y rojos rozaron el aparejo. Las olas arrastraban maderas multicolores. Después apareció un punto móvil. Parecía rosa en el mar opaco, bajo el sol incandescente, y cuando se acercó vimos que era una canoa o una piragua. La embarcación no tenía vela y parecía desprovista de remos.
No obstante, venía derecha hacia nosotros, pero aunque llamábamos no había nada visible en ella. A medida que avanzábamos, sólo oíamos un son apacible y dulce que llegaba a favor de la brisa, tan bien modulado que no se podía confundir con el lamento del mar o con la vibración de las cuerdas tirantes de nuestras velas. El son, de una tristeza tranquila, atrajo a nuestros compañeros a los dos flancos del barco y miramos a la piragua con curiosidad,.
Cuando el castillo de proa mordía el fondo de una gruesa ola se aclaró el misterio de la embarcación. Era de madera coloreada; los remos parecían haberse ido a la deriva y había un viejo tumbado en el fondo, con un pie desnudo apoyado en la barra del timón. La barba y los cabellos blancos le enmarcaban toda la cara. No llevaba ninguna ropa salvo una túnica a rayas cuyos faldones estaban doblados sobre él, y soplaba en una flauta que sostenía con ambas manos.
Amarramos la piragua sin que él se dignara molestarse; tenía los ojos vacuos y quizá era ciego. Debía ser muy viejo, porque los tendones de sus miembros se le transparentaban bajo la piel lo izamos hasta el puente y lo tendimos al pie del palo mayor encima de una lona alquitranada.
Entonces, sin dejar de sostener la flauta en la boca con una mano, alargó un brazo y palpó a su alrededor buscando a tientas.
Puso la mano sobre el revoltijo de armas, mazas y cadáveres que se entibiaban al sol, paseó los dedos por el filo de las hachas y acarició la martirizada carne de los rostros. Después retiró la mano y sopló en la flauta con ojos pálidos y vacíos, y la cara vuelta hacia el cielo.
La flauta era blanca y negra y, en cuanto sonó para nosotros, pareció un pájaro de ébano pulido moteado de marfil; las manos revoloteaban a su alrededor como alas.
El primer son fue tenue y frágil, tembloroso como la voz que el viejo hubiera podido tener, y el pasado penetró en nuestros corazones, el recuerdo de las ancianas que fueron nuestras abuelas y del tiempo de inocencia en que éramos niños. Todo el presente se esfumó a nuestro alrededor, movíamos la cabeza sonriendo, nuestros dedos querían manejar juguetes y nuestros labios estaban medio cerrados como para besos infantiles.
Después, el son de la flauta aumentó y fue como un grito de tumultuosa pasión. Ante nuestros ojos pasaron objetos amarillos y rojos, el color de la carne, el color del oro y el color de la sangre. Nuestros ojos se entusiasmaron para responder al unísono y en nuestras cabezas se arremolinó la locura de los días que nos habían arrastrado al crimen. El son de la flauta creció hasta ser la voz sonora de la tempestades, la llamada del viento cuando choca con las olas, el estrépito de los cascos reventados, el aullido de los hombres degollados, el terror de las caras ennegrecidas de hollín cuando van al abordaje con el sable entre los dientes, la queja de las palanquetas y la explosión de aire que producen los cascos de los buques cuando se hunden. Escuchábamos en silencio, inmersos en nuestra propia vida.
De pronto, el son de la flauta se convirtió en un vagido y se oyó el lamento de los niños que vienen al mundo, un grito tan débil y tan quejoso que estalló un aullido de horror. Pues en ese momento, con los ojos abiertos al porvenir, veíamos lo que ya no podíamos poseer y lo que destruíamos eternamente, la muerte de la esperanza para los vagabundos del mar y las existencias futuras que habíamos aniquilado. Nosotros mismos, sin esposa, rojos de asesinatos y ahítos de oro, no podríamos oír jamás la voz de los recién nacidos porque estábamos condenados al balanceo de las olas, bien cuando el puente baila a nuestro alrededor, bien cuando nuestra cabeza, cubierta con un bonete negro, baila en la cuerda de la verga; nuestra vida perdida sin esperanza de crear otras.
Hubert, el capitán de equipo, juró a muerte y arrebató al anciano el pájaro de ébano moteado de blanco. El son murió y Hubert arrojó la flauta al mar. Los vacuos ojos del viejo se estremecieron y sus gastados miembros se pusieron rígidos sin que pudiéramos oír nada. Cuando lo tocamos, estaba frío.
No sé si el extraño hombre pertenecía al océano, pero en cuanto llego a él, cuando le enviamos a reunirse con su flauta, se hundió y desapareció con su túnica y su piragua; y el grito de un niño que nace no llegó nunca a nuestros oídos ni en la tierra ni en el mar.
“La flûte”
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