En febrero de 1955, con cincuenta y un años, Marguerite Yourcenar empezó a mecanografiar los primeros apuntes genealógicos sobre su familia. Serían el primer borrador de tres libros que maduraría largo tiempo: Recordatorios (1974), Archivos del Norte (1977) y un tercero, inacabado, ¿Qué? La eternidad, que se publicaría póstumamente (1988). Tres obras íntimas, oblicuamente confesionales, que componen la trilogía autobiográfica El laberinto del mundo, ahora reunida en un solo volumen. Uno de los ejercicios más personales que se han llevado a cabo tomando como punto de partida la propia indagación vital.
Asedios sucesivos
Sin embargo, las tres obras se mantienen férreamente alejadas de lo que pudiera ser un relato autobiográfico convencional. Son más bien una reflexión sobre el carácter complejo, a medias ilusorio, de dicha empresa: el deseo de verdad, de sinceridad, de exactitud histórica conduce a la gran escritora belga (1903-1987) muy lejos, a un pasado remoto en el que se fundan las raíces de su familia; también conduce a la dispersión implícita en toda búsqueda.
El método de conocimiento que aplicaba a todo lo que le interesaba estaba basado en la aproximación, en el rodeo, en los asedios sucesivos al ser inaprensible de las cosas. Pero si el trazado de una vida humana es tan complejo como la imagen de una galaxia, ¿qué decir del trazado de una familia patricia, medio francesa, medio belga, cuya genealogía se remonta a un tal Cleenewerck, que vivía en 1510 y que llegó a cruzarse con Rubens?
Desde la compasión
A lo largo de la trilogía, la autora bucea en sus lejanos orígenes; dota de sustancia a algunos de los personajes que protagonizaron el pasado familiar y sobre los que ella se construyó una imagen vívida. Tantea un posible perfil materno que resulte afín a la escritora –su madre murió de fiebre puerperal a los once días del nacimiento de Marguerite–; e idealiza a su padre, eje narrativo y moral de su obra.
El laberinto del mundo quedó, como proyecto, inacabado. No sabemos hasta dónde estaba dispuesta a llegar la escritora, pues en el último volumen, en mi opinión el mejor, se aborda ya su infancia, viajera y desarraigada. Pero diría que Yourcenar no hubiera ido mucho más allá en el tiempo. Lo que necesitaba era dotar de identidad y sentido el profundo desconcierto de sus primeros años y hacerlo desde una perspectiva compasiva.
Hubiera sido fácil sentirse resentida, siendo adulta, por saberse el eslabón final de una estirpe que apenas había previsto nada para ella. Pero tuvo la sabiduría de compensar el desastre íntimo que ocasiona toda pérdida inspirándose en la compasión. La genealogía no está en su caso al servicio de la vanidad, sino de la modestia de saberse una pieza más de un azaroso engranaje.
Pienso en la escritora, solitaria, viviendo su presente en Mount Desert Island, a miles de kilómetros de su pasado, pero esculpiéndolo minuciosamente hasta dibujar su propio y admirable rostro.
Asedios sucesivos
Sin embargo, las tres obras se mantienen férreamente alejadas de lo que pudiera ser un relato autobiográfico convencional. Son más bien una reflexión sobre el carácter complejo, a medias ilusorio, de dicha empresa: el deseo de verdad, de sinceridad, de exactitud histórica conduce a la gran escritora belga (1903-1987) muy lejos, a un pasado remoto en el que se fundan las raíces de su familia; también conduce a la dispersión implícita en toda búsqueda.
El método de conocimiento que aplicaba a todo lo que le interesaba estaba basado en la aproximación, en el rodeo, en los asedios sucesivos al ser inaprensible de las cosas. Pero si el trazado de una vida humana es tan complejo como la imagen de una galaxia, ¿qué decir del trazado de una familia patricia, medio francesa, medio belga, cuya genealogía se remonta a un tal Cleenewerck, que vivía en 1510 y que llegó a cruzarse con Rubens?
Desde la compasión
A lo largo de la trilogía, la autora bucea en sus lejanos orígenes; dota de sustancia a algunos de los personajes que protagonizaron el pasado familiar y sobre los que ella se construyó una imagen vívida. Tantea un posible perfil materno que resulte afín a la escritora –su madre murió de fiebre puerperal a los once días del nacimiento de Marguerite–; e idealiza a su padre, eje narrativo y moral de su obra.
El laberinto del mundo quedó, como proyecto, inacabado. No sabemos hasta dónde estaba dispuesta a llegar la escritora, pues en el último volumen, en mi opinión el mejor, se aborda ya su infancia, viajera y desarraigada. Pero diría que Yourcenar no hubiera ido mucho más allá en el tiempo. Lo que necesitaba era dotar de identidad y sentido el profundo desconcierto de sus primeros años y hacerlo desde una perspectiva compasiva.
Hubiera sido fácil sentirse resentida, siendo adulta, por saberse el eslabón final de una estirpe que apenas había previsto nada para ella. Pero tuvo la sabiduría de compensar el desastre íntimo que ocasiona toda pérdida inspirándose en la compasión. La genealogía no está en su caso al servicio de la vanidad, sino de la modestia de saberse una pieza más de un azaroso engranaje.
Pienso en la escritora, solitaria, viviendo su presente en Mount Desert Island, a miles de kilómetros de su pasado, pero esculpiéndolo minuciosamente hasta dibujar su propio y admirable rostro.
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