Todo el mundo tiene una opinión sobre Woody Allen y qué mejor ocasión que la publicación de sus memorias para apostarse en la trinchera y hacerse oír. Se titulan A propósito de nada (Alianza) pero sirven para todo propósito en materia de exhibición moral: por ahí siguen dándose sartenazos los que presumen de wokerismo llamando a boicotear el soliloquio de quien consideran un pedófilo y los acérrimos discípulos que han colapsado Instagram (y Wallapop) a golpe de selfis subversivos porque ellos sí las iban a leer. Palabra clave: presumir.
Tenía que pasar. Si antes de su publicación la autobiografía de Allen fue insólita en varios aspectos —su editorial las rechazó sin leerlas por la presión de Ronan Farrow— cuando llegara a nuestras manos merecía también alguna extravagancia. Y ahí la tienen: el libro, además de convertir la lectura en un posicionamiento ideológico previo, ha servido para decir más de quien las lee que de quien las protagoniza.
Pero A propósito de nada es bastante más que una excusa para exhibir certificados de cinefilia o de compromiso social.
Todo el mundo tiene una opinión de Woody Allen, incluido Woody Allen. Que no es la más amable de todas, por cierto. «Yo no soy nada interesante, soy extremadamente superficial y desilusiono a los que llegan a conocerme», avisa. Si es usted de los que cree que conoce al cineasta porque es una especie de mosaico personificado de los personajes de sus películas, prepárese para equivocarse.
Quizá eso sea en lo único que le haga cambiar de opinión sobre él. Porque, aunque a veces finja lo contrario, Woody Allen no ha escrito cuatrocientas cuarenta páginas para convencerle a usted de nada de lo que no venga convencido ya de casa. Sí, hablamos de «el tema». Si cree férreamente que abusó de una de sus hijas y se casó con otra, el centenar de páginas que dedica a explayarse sobre el asunto de Mia Farrow, Soon-Yi y lo que ocurrió el 4 de agosto de 1992, no le van a mover ni un ápice de su convicción. Ni aunque le explique que ni una era su mujer, ni otra su hija, o le detalle los informes presentados ante el juez.
Ahí radica la trampa de un libro que se ha publicitado como relato expiatorio: que en ese sentido, es papel mojado. Porque los que ya le han declarado culpable por acusación o bien no se acercarán (reivindicativamente) a cuatro kilómetros de un ejemplar, o acudirán en exclusiva a los pasajes más salseantes para entresacar pruebas que apuntalen en el veredicto inculpatorio. Para ellos, una ayuda: el quilombo empieza en torno a la página doscientos cuarenta y dos. Justo después de que Allen hable de cómo Zelig ha entrado en el vocabulario popular con un significado que él no le confirió cuándo rodó la película: «Zelig debería definir principalmente a esas personas que abandonan constantemente su postura inicial y adoptan cualquier otra que sea más popular», dice. Acto seguido, empieza el acto de Mia Farrow y la versión de los hechos del cineasta.
Serán los fragmentos más fusilados y con más repercusión, pero sobre todo son los más desagradables de la obra. Nada que no anticipara uno de los hijos de la actriz, Moses, en su crudísimo relato de cómo de truculenta fue la infancia en la casa Farrow. Allen sigue esa línea de los hechos y se sumerge en ello a pulmón, sin ahorrarnos la sordidez de todo ese lío de adopciones con devolución, niños con problemas físicos, hijos a medio adoptar, paternidades discutidas con la genética y manipulación de retoños. La semblanza que hace de quien fuera su extraña pareja durante trece años está escrita con machete: «No es extraño que dos de sus hijos terminaran suicidándose», dice, entre otras muchas lindezas, entremezcladas con loas a su desempeño profesional en sus películas.
Él aparece, literalmente, como «un asno», un «negado», ciego ante lo que ocurría realmente, que jamás detectó indicios de nada de lo que nos cuenta, que te deja la pelvis del revés. Una burricie, por cierto, de la que dio también muestras con el resto de mujeres de su vida. Tampoco se percató (hasta que no lo leyó en sus memorias) de que Diane Keaton sufría un trastorno alimenticio, ni de que Louise, su segunda esposa («Pequeño lascivo serafín de los cielos») no se comportaba exactamente bajo los dictados de la lógica. Pero con ellas se lleva de fábula, es imprudente obviarlo. Allen no se flagela, pero se pregunta si no debería haber percibido alguna señal de alarma con Farrow. «Supongo que sí, pero si uno está saliendo con una mujer de ensueño, aunque vea esas señales de alarma, mira para otro lado». Lo achaca a un mecanismo de negación.
¿Es esto acaso posible? ¿Fue deliberado ignorar que Farrow era una mujer «trastornada y peligrosa» y ventajista sacarlo a relucir cuando ese trastorno se volvió contra él? ¿Tiene validez una exculpación en retrospectiva? Pues miren, ni idea. Porque cualquier biografía es por definición una narración de parte, y porque las historias sobre el desquiciamiento de Mia Farrow no son material comprobable, si acaso quisiéramos eso. Lo que sí es verificable es el otro vector de la defensa de Allen, al que dedica el mismo espacio: los informes de servicios sociales, la policía y psiquiatras infantiles. Cuando la narración se convierte en thriller legal, la cosa se vuelve bastante más árida y menos opinable.
Pero es que es inútil. Porque el propio Woody Allen sabe que todo este embrollo se ha convertido, como él dice, más que un escándalo internacional en una polémica que «florecería hasta convertirse en una industria». Él finge darlo por zanjado con la autobiografía sabiendo que no lo está en absoluto. Porque esto no va de pruebas, informes judiciales, ni es materia de tribunales. Es una ordalía interminable. Lo dice tal cual: si la propia Mia Farrow saliera mañana mismo y reconociera que lo inventó todo, seguiría existiendo una vasta porción del público convencida de que hay algo podrido y enfermo en Woody Allen.
Las razones no son ningún misterio. «Una vez que te han ensuciado, quedas vulnerable para siempre». Además, la salsa se espesa con otros emulgentes: sigue sin existir una forma de contar que se enamoró de una mujer treinta y cinco años menor que él, hija adoptiva de su pareja, sin que nos dé un poco de repelús. Dedica mucho (mucho) esfuerzo a evidenciar que lo suyo es amor y no parafilia, porque el hecho de que lleven veinticinco años juntos no parece fundamento suficiente. Miren, a las bravas: este asunto es un coñazo rampante. Cumplida la ley —ambos eran y son adultos— ¿qué obligación tiene Allen (o cualquiera) de satisfacer las prerrogativas morales de ustedes o mías? De acuerdo, siempre será una historia rarita cómo esos dos seres humanos se emparejaron, pero ¿podemos seguir adelante con nuestra vida?
Por lo visto, no. Pase lo que pase, siempre quedará la bruma del delito para quien se empeñe en verla. Cunde en mucha gente esa sensación contradictoria que Ronan (entonces se llamaba Satchel) le expresó a Woody Allen frente a una trabajadora social: «Me caes bien, pero se supone que no debo quererte». Hoy en día se enuncia de otro modo, se enmascara con la tediosa discusión de separar artista y obra: es lícito que te quieras quedar a vivir en las películas de Woody Allen si antes confiesas que él es un sucio depravado. Rindámonos a la obviedad, como el propio Allen, y pasemos a otra cosa: «Todavía hay dementes que que piensan que yo me casé con mi hija, que Soon-Yi era hija mía, que Mia era mi esposa, que yo adopté a Soon-Yi y que Obama no era estadounidense».
Una ironía que no significa nada
A propósito de nada está —como Delitos y faltas, no huele a casualidad— divido en dos mitades: una dramática y otra más cómica y satírica. Hasta ahora hemos hablado solo de la más desabrida, un peaje para transitar a ciento veinte por la otra, que es una gozada. Especialmente el primer tercio: la infancia, adolescencia y primera madurez en el Manhattan y el Brooklyn de los cuarenta y cincuenta. Son las historietas de un niño que iba a un colegio de «maestras retrasadas», que detestaba la lectura, un «patán crónicamente insatisfecho» al que le gustaban las niñas («¿qué me tenían que gustar? ¿las tablas de multiplicar?») con una madre físicamente idéntica a Groucho Marx… Una película de Woody Allen que Woody Allen nunca filmó pero que rememora de una manera deliciosa.
Los motivos por los que admiramos su don para contar están ahí condensados: la autoparodia cruel, el ingenio elevado a forma de arte, el costumbrismo nostálgico pero no ñoño. Las peripecias de ese Allen bisoño son descacharrantes y tiernas, una especie de Días de radio sin ficcionar. O ficcionadas, que tanto da, siguen siendo hilarantes. Tienen un regusto romántico de los que hace salivar el corazón. Este relato de inicios contiene tal derroche de talento que se lee como si, en lugar de en una pandemia mundial, uno estuviera repantingado en una tumbona tintineando un vaso con hielos.
A partir de ahí, de manera indisciplinada y caótica, pasa a detallar cómo pasó de ser Allan Sterwart Konigsberg a Woody Allen. Y es un viaje grandioso. De escribir chistes para otros pagados en centavos a acabar subido en un avión pilotado por Mickey Mouse, figúrense. Aunque no es un libro de cine, habla de sus películas un poco como le apetece. Se detiene en las más incomprendidas, pasa por alto algunas obras cumbre y pone en evidencia que los genios (hola, Stephen King) no siempre tienen el mejor criterio respecto a su propio trabajo. Para muestra un botón: Woody Allen está convencido de que Wonder Wheel es su mejor mejor película hasta la fecha y considera que Manhattan es «injustamente elogiada». De hecho, Manhattan existe de milagro. Cuando la montó no le gustó el resultado y presionó a los de United Artist para que la guardaran en un cajón y no la estrenaran, a cambio de otra película gratis. Por los pelos.
Historias como esa, en el libro, hay cientas. Porque, amén de otra cosa, se trata de un exquisito compendio de anécdotas en torno a sí mismo, su cine, y sus variadas neurosis. Se metió en una fiesta de Roman Abramovich pensando que era de Roman Polanski; intentó que Julia Child le diera clases de cocina, troleó a Fellini sin querer, Cary Grant le troleó a él, abochornó a la reina de Inglaterra, el rey Felipe cenó en su casa de Nueva York y no se enrolló con una hermana de Diane Keaton, sino con dos. Y sí, cumplió su sueño de conocer a Arthur Miller: «Le hice un millón de preguntas y recuerdo con toda precisión que él me confirmó que, en efecto, la vida carecía de sentido», escribe.
En general, se trata de un festín mitómano muy disfrutable, aunque por momentos se torne pelín farragoso. En su afán por mencionar a toda la gente que ha admirado, amado y compartido con él desempeño profesional, a veces el libro se vuelve un «lo que opino yo de todo el mundo». Y como somos unos melindrosos, le buscamos los tres pies al gato. Si haces un repaso tan exhaustivo por todos los actores de tus películas, inevitablemente nuestra mirada porculera se dirigirá hacia las omisiones. ¿Por qué no sale, ni de pasada, Antonio Banderas? ¿Cómo vamos a tolerar que no se deshaga en elogios hacia Steve Carrell? El episodio de los huevos pasados por agua que dieron al traste con su amistad con Emma Stone debe encerrar algún significado, pero ni idea de cuál. Nos habría venido bien que ahondase un poco más en Weinstein o mencionara a su conocido Epstein, pero no, no lo hace.
El de Farrow no es el único ajuste de cuentas. Allen se refiere al último episodio de su ordalía, cuando la carta de Dylan Farrow en 2014 precipitó la caída en desgracia del director. Lo que él describe como «el tiempo de los sinvergüenzas»: actores renegando de haber trabajado con él, Amazon cancelando su serie, Hilary Clinton rechazando su donación, películas sin financiación ni estreno… La bofetada que le propina al insoportable Timothée Chalamet la deben estar notando aún en Saturno. Aunque no es el que peor parado sale. Allen considera que aquello fue un proceso digno de McCarthy, en el que los actores le confesaban en privado que estaban deseando rodar con él pero no podían hacerlo por miedo a acabar en alguna lista negra. «Otros se enteraron de que no trabajar conmigo se había convertido en la última moda, como cuando de pronto todos empezaron a interesarse por el kale». Por si lo dudaban, también hay gratitud para los que, como Alec Baldwin, Scarlett Johansson o todas sus exparejas le defendieron públicamente. También para la curiosa cruzada de Robert B. Weide (no, no es un director de virales) por enfrentarse a las calumnias desinteresadamente.
Esos accesos de amargor no consiguen avinagrar más que un rato, porque no olvidemos que quien escribe es Woody Allen. No es que el sentido cómico de la vida lo inunde todo, es que la vida se presenta como una ironía que, al final, no significa nada. Esto lo dice un tipo que reconoce que toca el clarinete «como un gallo colocado de anfetaminas» y sin embargo agota entradas para sus conciertos allí dónde va. Es legítimo ver A propósito de nada como la antítesis exacta de acudir a cualquiera de esos recitales con su banda de jazz: ni bostezará, ni malgastará el dinero ni se sentirá víctima de una estafa.
En cambio, atisbará —hasta donde nos deja— al Woody Allen que no traspasa al celuloide. El estajanovista al que no le distraen de su máquina de escribir ni cuando Oswald mata al presidente ni cuando le dan tres Óscar a Annie Hall, un señor al que no le gustan las mascotas, sufre «pánico a entrar» y se proclama un cateto que ha hecho creer a todo el mundo que es un intelectual porque tiene gafas de pasta y saber usar citas que no entiende. Alguien con una suerte sideral, porque muchas de las personas a las que idolatraba les gustaba lo que hacía: Groucho, Perelman, Bergman, Tennese Williams, Miller, Kazan, Truffaut, Fellini, García Marquez, Wislawa Szymborska. Un cascarrabias de ochenta y cuatro años que sabe que ha pagado un precio muy alto por querer a quien quiere, pero que volvería a hacerlo porque no se perdonaría jamás despreciar la ocasión de hacer un chiste.
A propósito de nada no cambiará nada, pero qué buen rato. Para algunos Woody Allen siempre será una presencia que viene acompañada de un olor a azufre. Pero a él qué más le da. Si no quiere vivir en los corazones de la gente, sino en su puta casa, hasta que puedan extender sus cenizas frente a una farmacia. Mientras eso pasa, alitas de pollo: «A mí me parece que la única esperanza de la humanidad reside en la magia. Siempre he detestado la realidad, pero es el único sitio donde se consiguen alitas de pollo».
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