24.7.20

Joan de Sagarra"A la búsqueda del mosquetero" 2013 Enrique Vila-Matas.Juan Marsé

Los mosqueteros, los fantasmas que te ayudan a ser tú mismo, a marcar tu propio territorio, a vivir en él, no son uno, ni dos, ni tres, como los tres mosqueteros (que eran cuatro): son innumerables. Lo importante es saber buscarlos –una copa, una sonrisa, una mirada, un gesto, un grito, una lágrima, una canción…– y, una vez encontrados, no dejarlos escapar y hacer piña con ellos, convertidos todos en auténticos barceloneses de barrio.

Uno tiene diversas identidades según el territorio que pisa. En Barcelona, cuando bajo a la Rambla para comprar una lubina en la Boqueria, entro en Gimeno para hacer provisión de habanos, me detengo ante el puesto de flores de las Carolinas a escoger un ramo para mi mujer, me tomo una copa en el Boadas y luego pillo un taxi para ir a almorzar a casa, soy, me siento, un Sagarra de pura cepa.

En París, donde nací, no tengo apellidos: soy Jean-Pierre –tal como reza en mi partida de nacimiento–, hijo de París, un gamin de París, como los gatos romanos son hijos de Roma. En la Vall Ferrera (Pallars Sobirà) y en Tarragona, soy un Castellarnau, y me paseo orgulloso por la calle Cavallers, ante el palacio en que nació mi abuela paterna, la tarraconense María Filomena de Castellarnau i de Lleopart. Y en Girona soy un Devesa, hijo de mi madre, Mercè, y nieto del escultor Celestí Devesa, hijo de Olot. Y en Marsella, en Génova, en Nápoles, en Catania… soy, me siento, un mediterráneo a secas. Y en Casablanca, huelga decirlo, soy Rick; y en Trieste, un hijo natural de Joyce, y en Praga, una iguana más o menos kafkiana, escapada del gabinete de curiosidades de Rodolfo II…

El hecho de que mi identidad barcelonesa, la que me hace sentirme un Sagarra de pura cepa, como mi padre, el poeta, o mi abuelo Ferran, el historiador, esté centrada en la Rambla, no es pura casualidad. Si cuando mis padres regresaron de Francia, a principios de los años cuarenta, nos hubiésemos instalado a la derecha o a la izquierda del Eixample, o en Sarrià, o en Gràcia, o en el Born o en el Raval…, hubiese sido distinto. Pero nos fuimos a vivir a un edificio recién construido en la plaza de la Bonanova, frente a una iglesia semidestruida por la guerra. De niño, en Barcelona, yo no tuve una vida de barrio, ni la sensación de vivir en un barrio. De aquella plaza de la Bonanova solo recuerdo una confitería, la del señor Cortacans; la mercería “del geperut”, que así la llamaban (el dueño era un jorobado); el quiosco del señor Molina, en el centro de la plaza, junto a la fuente; y una caseta de tiro al blanco que ponían durante las fiestas del patrono del barrio, san Gervasio. Ninguna tienda de juguetes, ninguna librería, y de los cines más cercanos, uno estaba al lado de la plaza Adriano –el Adriano–, y el otro, el Murillo, al final del paseo de la Bonanova, antes de entrar en Sarrià. Desde la ventana de nuestro piso veíamos el mar, vivíamos en Barcelona, pero Barcelona quedaba lejos.

Fue mi padre quien me descubrió Barcelona, quien me llevó a la Rambla y me hizo sentirme un Sagarra. En la Rambla conocí al jilguero y al guacamayo, me zampé mis primeras ostras en El Cantábrico, un restaurante que había en la calle Santa Anna, junto a la Rambla; vi Robín de los bosques en el cine Capitol, me compré mis primeros libros en la Librería Francesa, hice amistad con la tortuga del jardín romántico del Ateneu; empecé mi colección de sellos en el mercadillo de la plaza Reial, me tomé mis primeros aperitivos –zumo de naranja– en el bar La Rambla, en la esquina de la calle Canuda; vi Els pastorets en el teatro Romea, le compré violetas a mi madre, descubrí la Boqueria y me hice una foto frente al monumento a Colón. Y, por encima de todo, me vi inmerso en medio de la gente, cogido de la mano de mi padre y formando parte de una curiosa procesión que recorría la Rambla de arriba abajo como algo propio, lleno de vida.

Ya era barcelonés, Sagarra y barcelonés, como en París fui y sigo siendo Jean-Pierre y parisino. Pero con una pequeña diferencia. En París no precisé de ninguna Rambla –¿los Campos Elíseos?– para sentirme parisino, me bastó con mi barrio, el barrio de Saint-Germain-des-Près, donde pasé parte de mi infancia, un territorio muy distinto de aquella plaza de la Bonanova, más amable y en aquellos años –terminada la Segunda Guerra Mundial– un tanto bohemio, o “existencialista”, como decían los periódicos. Contrariamente a la Bonanova, en Saint Germain había tiendas de juguetes, librerías, muchas librerías, un puñado de cines, restaurantes, terrazas… Desde nuestro piso de la Rue du Bac no veíamos el mar, pero teníamos el Sena prácticamente al lado de casa. Y algo muy importante, casi me atrevería a decir que decisivo para mi identidad parisina, de gamin de París: Saint Germain era el barrio donde, en otro tiempo, antes que el barón Haussmann se inventase el París que hoy conocemos, había vivido el mosquetero D’Artagnan, y eso para un niño de nueve años que acababa de descubrir, en una edición infantil, la célebre novela de Alexandre Dumas, era un regalo inesperado y altamente significativo y revelador.

En la Bonanova viví veintitantos años y como me ocurría de niño, jamás tuve la sensación de vivir en un barrio: mi vida de barcelonés empezaba en el cine Roxy de la plaza Lesseps y descendía por la calle Gran de Gràcia, camino del paseo del mismo nombre, y de allí a la Rambla. O bien descendía en tranvía –el 58 y el 64– por la calle Muntaner hasta la Diagonal –la Diagonal del cine Windsor, del bar Bagatela (hoy José Luis), de la librería Áncora y Delfín, del Boliche… o seguía su trayecto hasta la plaza Universitat. La Rambla seguía conformando mi identidad barcelonesa, pero era ya, cosas de la edad, una Rambla más nocturna –el Jamboree había sustituido a los filatélicos y las mozas a los jilgueros y los guacamayos– que diurna, con la excepción del Boadas y la recién descubierta biblioteca del Ateneu.

Cuando me casé, abandoné el piso de la Bonanova y estuve viviendo en un montón de sitios en Barcelona, demasiados sitios –amén de mis escapadas fuera de España– para lograr adquirir esa sensación de pertenencia y orgullo que experimenta un vecino de Sarrià, de Gràcia o de la Barceloneta. O de la calle del Tigre. Pero volví a casarme y con mi mujer, una alicantina de Elda, nos fuimos a vivir en un piso del paseo de Sant Joan, en la parte alta del paseo, entre la Diagonal y la Travessera de Gràcia. Y llevamos ya veinticuatro años viviendo allí. El paseo de Sant Joan no formaba parte de mi Barcelona, ni la de mi infancia, ni la de mi juventud ni la de mis cuarenta años. Pero iba a ser mi barrio, deseaba y en cierto modo precisaba que lo fuese, así que tenía que descubrirlo o inventármelo. Y apropiármelo.

Lo primero que me llamó la atención de la parte alta del paseo fue la cantidad de estatuas que alberga, hasta tal punto que, en una vieja crónica, lo llamé el “cementerio de las estatuas”: cuando una estatua molesta, aburre o fastidia el tráfico en tal o cual punto de la ciudad, la mandan al paseo. Así ocurrió en 1960 con la más espectacular de todas ellas, la de don Anselm Clavé, el fundador de los famosos coros que llevan su nombre, que el alcalde Porcioles mandó retirar de la Rambla de Catalunya y trasladarla a su nuevo emplazamiento. Junto a la estatua de Clavé hay dos más chiquititas: la de don José Pablo Bonet, un eclesiástico y pedagogo aragonés precursor de una posible educación para los sordomudos, y la del monje benedictino don Pedro Ponce de León, “inventor de la enseñanza oral para los sordomudos”, como reza en la inscripción. El “cementerio”, como pueden comprobar, empieza un tanto surrealista: música y sordomudos o, si lo prefieren, música para sordomudos.

A medida que vamos bajando por el paseo camino de la Diagonal, encontramos, a la altura de la calle Indústria, el monumento al señor Guillem Graell i Moles, secretario que fue del Foment del Treball. Un señor embutido en un abrigo de pieles y con aire un tanto aburrido. Seguimos bajando. Cruzamos por delante de los jubilados que juegan a la petanca, dejamos atrás la piscinita en la que críos y perros buscan remedio al calor y llegamos a la calle Còrsega, y en medio de la calle nos encontramos con la denominada Font d’Hèrcules, un monumento al monarca Carlos IV y a su regia esposa. Allí están ambos, en un medallón de piedra arañada por el tiempo (el monumento es de 1797 y fue trasladado del paseo de la Esplanada al de Sant Joan en 1928), con dos leones a los lados y el semidiós con su mazo rematando el invento.

Y llegamos a Rosselló, donde comienza la zona del paseo más frecuentada por los críos. Allí, a mano derecha, se halla situada la Font de la Caputxeta (1922), obra de Josep Tenas, mi preferida. Basta echarle un vistazo para cerciorarse de que si el lobo se ha zampado a la abuela, ahora será Caperucita quién se meriende al lobo. Menuda mirada tiene la chiquilla, parece una prima hermana de la Lolita de Nabokov.
Font de la Caputxeta, de Josep enas (1922)

Remata el paseo, ya en la Diagonal, en medio de la Diagonal, el monumento a mosén Cinto (1924), que da la espalda a la de don Anselm y que las gentes del barrio llaman “el Corb” (aunque hay también quien sostiene que ese apodo es un invento mío). En teoría, y aunque solo fuese por herencia familiar –mi abuelo Ferran era un buen amigo de Verdaguer y mi padre, el poeta, que llegó a conocerlo, lo tenía en gran estima–, esa estatua, tan cercana a mi casa, debería haberme llenado de orgullo, de ese orgullo de barriada, generador de aquella identidad, de aquella pertenencia que deseaba y precisaba cuando me instalé en el paseo, pero no fue así. Ese cuervo-poeta abanicado constantemente por unos teatrales y lúgubres cipreses, en lo alto de un pedestal y en medio de la Diagonal, como un antiguo guardia urbano regulando un tráfico imposible, se me antoja demasiado lejano e inaccesible y, por qué no, un tanto napoleónico o mussoliano, ni que sea por esa lechuza publicitaria que tiene a su izquierda y con la que parece conversar todas las noches.

Entre la lechuza y los cipreses, ese Verdaguer me pareció, no más llegar al barrio, más bien un personaje de la serie Twin Peaks. Para integrar a Verdaguer en mi barrio, y yo integrarme con él, precisaba de una mayor proximidad, de una menor monumentalidad y una mayor humanidad, de poderlo tocar o besarle la mano, como se la besó mi padre, el poeta, cuando se lo presentó el abuelo Ferran.

Escribe Régis Debray (Contre Venise. Gallimard, París, 1995) que a partir de los cincuenta se impone, al mismo tiempo que un control de las grasas superfluas, “une diététique des images et de sons pour continuer à sentir avec son âme et non avec celle des autres”. Es cierto, pero no lo es menos que para vivir, para integrarse en un barrio que no fue el tuyo, el de tu infancia o tu adolescencia, como es mi caso, para apropiármelo, uno se ve forzado a recurrir en cierta medida a los demás, a los fantasmas de los demás. De niño, en París, en Saint Germain, ya había recurrido a un fantasma, D’Artagnan; ahora, en lo alto del paseo de Sant Joan, tenía que encontrar un nuevo mosquetero. Y eso fue lo que hice.

Primero di con Carmen Broto, la puta roja asesinada que aparece en la novela Si te dicen que caí de mi amigo Juan Marsé. Carmen Broto vivía en la calle de Sant Antoni Maria Claret, no lejos de donde hoy se halla la estatua de don Anselm, y solía tomar el vermú en la terraza del bar Alaska (hoy en manos de unos chinos, muy simpáticos).

Luego eché mano de otro amigo, también escritor, Enrique Vila-Matas, mi primo Enrique. Leyendo uno de sus relatos, descubrí que la primera vez que Enrique vio, emergiendo de una combinación extremadamente corta, las piernas de una mujer, fue en el cine Texas (hoy propiedad de la cadena Lauren), en la calle Bailèn, no lejos del paseo. Las piernas, espléndidas, eran las de Nadia (Annie Girardot), la novia de Rocco (Rocco y sus hermanos, la película de Visconti). Enrique debía de tener catorce años y el cine Texas era “una de las raras salas”, escribe, “que nos permitían tener acceso a las películas no autorizadas a los menores de dieciséis años”. Más tarde, gracias a otro escrito suyo, descubrí que aquel niño que se enamoró de las piernas de Nadia y soñaba con ser Rocco vivía prácticamente enfrente de donde vivo yo ahora.



Así pues, aquel niño que recorría a diario su mítica calle Rimbaud, como él la llamaba en su escrito, un camino que iba desde su casa, en el 343 de la calle Rosselló, esquina al paseo, hasta el colegio de los Maristas, en el mismo paseo, cruzada la Diagonal, pasó a formar parte de mi nuevo barrio, que yo intentaba apropiarme, mitificándolo a su vez. Y en otra vieja crónica escribí: “A ese niño que fue Enrique tal vez le haga gracia saber que su viejo camarada nocturno (a finales de los sesenta) que le lee en Estocolmo, en Roma o en París, vive hoy encima mismo del que fue uno de los espacios más míticos de su infancia: el cine Chile, hoy convertido en parking. Un parking en cuyo tejado he visto esta mañana, mientras tendía la ropa, cómo una gaviota abría a picotazos el pecho de una pobre paloma a la que acababa de atrapar”.

No había encontrado ningún mosquetero, pero me había apoderado del fantasma de Carmen Broto, del fantasma del niño Enrique, con su no menos fantasmal “calle Rimbaud”, de las piernas de Nadia y de un par de míticos cines, desaparecidos como la inmensa mayoría de los míticos cines de esta bendita ciudad. Para empezar, no estaba nada mal. Ahora tenía que seguir con la búsqueda del mosquetero, a la caza de nuevos fantasmas, pero antes que nada debía fijar los límites de mi barrio. Al norte, el bar Alaska; al sur, el mercado de la Concepció, en la calle València; al este, el pub Michael Collins, en la plaza de la Sagrada Família (con una más que posible prolongación hasta la vieja Fábrica Damm); y al oeste, la terraza del Bauma (en Rosselló esquina Roger de Llúria).

A los fantasmas de los dos amigos escritores, añadí los de un tercero, el ilustre aragonés Javier Tomeo, que vivía muy cerquita de casa, en la calle Roger de Flor, y que a la sazón se comportaba él mismo como un fantasma, controlando si estábamos o no en casa según veía las persianas subidas o bajadas. En la misma calle, casi en la esquina de Còrsega, descubro en Can Josep el fantasma de un bistrot de mi infancia parisina: viejas fotos de estrellas de Hollywood, una bandera republicana –de nuestra República–, cardos, cargols a la llauna, morcilla de León… Elena, la mujer de Josep, el dueño y cocinero, resulta ser la hija pequeña del doctor Jordi Rubió i Balaguer. Otro fantasma.

Más abajo, cruzada Rosselló, aparece el Jazmann, que Tete Montoliu solía frecuentar y donde por las noches se escucha la voz de Sarah Vaughan: “The man I love…” Más fantasmas. En la plaza de la Sagrada Família me apodero de Michael Collins, el héroe irlandés, al tiempo que veo partidos de rugby y me alegro el alma con el whisky de John Jameson & Son (J.J., el whisky de James Joyce, otro fantasma).

Por un momento, siento la tentación de hacerme con el vampiro de la Sagrada Família, una divertida criatura del amigo Marsé que se bebe la sangre de las jóvenes y no tan jóvenes japonesas que se avecinan a la hoy celebradísima basílica, pero el templo jamás me atrajo, tal vez por ser un templo “expiatorio”…

Vamos hacia el oeste. En el Morryssom (Girona, 162, esquina Rosselló), la terraza más soleada del barrio, donde sirven un rico arroz meloso con cigalas y mejillones, uno se pregunta si ese curioso nombre es un homenaje a Jim Morrison, el cantante de The Doors –“Come on baby light my fire / Try to set the night on fire”–, otro fantasma, o bien es un pequeño homenaje a un lejano pariente del señor Graell i Moles, el friolero secretario del Foment del Treball, que ejerció de sheriff en el estado de Iowa in illo tempore. Pedro, el dueño, un caballero de Cuenca que aprendió el oficio en la cocina del hotel Ritz cuando Xavier Cugat se hospedaba en él, y que caza jabalíes y ciervos los fines de semana, me dice que no tiene ni puñetera idea de dónde sale ese nombre, que cuando él se hizo cargo del local, en 1974, ya se llamaba así. Pedro tiene la manía de los viejos coches y, de vez en cuando, me saca a pasear por Barcelona en un viejo jeep de las tropas norteamericanas, de cuando Franco era “el centinela de Occidente”. Pedro me obsequia con huevos de sus preciosas gallinas, me trata cariñosamente de “niñito Jesús”, y yo me pregunto si el bueno de Pedro no será un fantasma, una mezcla de Buñuel y de monseñor Tarancón, que el Señor nos envía para endulzar el barrio.

Más allá, antes de llegar a la esquina con Bruc, está Can Pere, un Pere con barretina. En Can Pere habitan varios fantasmas. El primero, el más querido, es el cantante alcoyano Ovidi Montllor, cuyas fotografías inundan la pared situada enfrente de la barra. Ovidi era íntimo amigo del dueño de Can Pere, Pepe Morata, quién lo tenía bien alimentado con su arroz de bacalao, sus estofados y otras exquisiteces. Pepe suele contar que, una noche, Ovidi vino a cenar con Stefania Sandrelli –“Sapore di sale, sapore di mare…”–, que rodaba con él una película en Barcelona, y que luego de la cena Stefania se encaprichó con el de la samarreta vermella y se lo llevó a la cama. Cuando Pepe lo cuenta se le cae una lágrima.


Los otros fantasmas son los jugadores del Barça, montones de viejas fotografías de los años treinta, cuarenta, cincuenta… Y es que Can Pere es nuestro templo jubilatorio, y a veces también expiatorio, del Barça. Ver en Can Pere, junto a Pepe, un partido del Barça en el pequeño televisor del local, y más si aquella tarde Messi se pone estupendo y marca tres goles, es como dar con el huidizo y condenado mosquetero.

Y llegamos al Bauma, la frontera oeste de mi barrio. Allí el fantasma se llama Lynn Robert Berkeley-Schultz, Bobby para los amigos. Era ciudadano británico, funcionario de las Naciones Unidas y ejercía de consultor en temas internacionales relacionados con el medio ambiente. Era uno de los miembros del famoso Protocolo de Montreal y sabía un huevo sobre el cambio climático, la capa de ozono y todos los desastres que se nos vienen encima. Era más bien bajito, con el pelo largo, pero sin exagerar, y una barbita. Tenía una retirada a esas ardillas sabias que salen en los cómics ingleses, pero cuando se ponía uno de sus preciosos sombreros –tenía un montón, pillados en los rincones más remotos del planeta–, parecía un ave del paraíso. Era presumido, Bobby, y una tilde de dandismo le sazonaba la vida.



Un buen día en que me estaba tomando mi Jameson en la terraza del Bauma –Bobby vivía dos casas más arriba–, se me acercó la ardilla sabia, se presentó y acto seguido me preguntó: “¿Es verdad que es usted sobrino de Lawrence Durrell?” Le conté lo que ya he contado un montón de veces, que no era mi tío, que eso del “tío Larry” era como mi madre y yo llamábamos al famoso escritor inglés cuando, después de leer ella El cuarteto de Alejandría y de enamorarse de él, descubrió su teléfono de Sommières y, después de tomarse un whisky doble, le estuvo llamando todos los fines de semana. A Bobby le hizo gracia la anécdota y me dijo que le hubiese gustado conocer a mi madre.


Nos hicimos amigos, compartimos mesa y copas a diario. Bobby me contó, no sin cierta timidez e incluso con un pelín de sonrojo, que había sido uno de los personajes de la noche barcelonesa, el padre de los Bobby’s: el Bobby’s de la Diagonal, no muy lejano al Bauma; del Bobby’s Two, en la calle doctor Rizal; del Bobby’s Free, en Claris esquina Casp, junto a la librería Laie; y de un par de locales más en Calella de la Costa. La ardilla sabia había inundado la noche barcelonesa de campeonatos de dardos, de billares americanos, de whisky y de cerveza, y de la mejor música (un día, en Calella, se encontró un tipo en la playa que tocaba la guitarra. La tocaba muy bien y Bobby le ofreció actuar en su boîte a cambio de la cena y una cama y el tipo aceptó encantado. El tipo era nada más y nada menos que Carlos Santana).

Bobby murió de un cáncer hace cinco años. Durante estos años he pensado que el amigo Bobby, aquella ardilla sabia, hija de un célebre actor londinense, era el mosquetero que andaba buscando y que me abrió las puertas del barrio más allá de la mítica “calle Rimbaud”, de los cargols a la llauna, de los jugadores del Barça, del jeep del amigo Pedro y del poeta-cuervo conversando por la noche con su lechuza, mientras el semidiós lucía su tipito bajo las cabezas de sus Altezas Reales. Y puede que no anduviese equivocado. Hasta que, hace unos días, en la calle València, al sur de mi barrio, al salir del colmado Murrià, donde suelo comprar mis queridos y riquísimos quesos franceses, entré en la librería Jaimes, recién instalada en el barrio tras abandonar el paseo de Gràcia por el alto precio de sus alquileres, y me encontré con la edición de La Pléiade de

Los tres mosqueteros. Mi vecino D’Artagnan, de mi barrio parisino de Saint Germain, venía a incorporarse a mi barrio barcelonés del paseo de Sant Joan de Dalt. O, dicho de otro modo, los mosqueteros, los fantasmas que te ayudan a ser tú mismo, a marcar tu propio territorio, a vivir en él, no son uno, ni dos, ni tres, como los tres mosqueteros (que eran cuatro): son innumerables. Lo importante es saber buscarlos –una copa, una sonrisa, una mirada, un gesto, un grito, una lágrima, una canción…–, y una vez encontrados, no dejarlos escapar, y hacer una piña con ellos, convertidos todos en auténticos ciudadanos de barrio, barceloneses de barrio, que, hoy en día, es la mejor garantía para no ser definitivamente engullidos por la marca Barcelona, la cual, al tiempo que nos enorgullece, pone en peligro nuestra pequeña, rica y querida identidad.

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