La novela de Antonio di Benedetto habla, en realidad, de casi una década en la vida, episódica, fragmentada, contemplativa, de un letrado criollo. Diego de Zama es el hombre que espera, pacientemente, regresar a un centro de poder, a la urbe, al puesto que se merece y del que ha sido desplazado por ser un tipo justo. A causa de ser como es, Zama vegeta en un pueblo, en medio de la mediocridad de los matachines y oficiales corruptos.
Lo único que lo mantiene vivo, diríase, son sus lances amorosos, auténticas aventuras donjuanescas que adoptan un sentido casi de fin’amor: Zama se enamora como un galán de comedia áurea, ronda de noche junto a las ventanas, sufre por la aparente indiferencia de la amada, suspira, adora y besa la mano femenina como si fuera una reliquia, además de que mezcla la melancolía amorosa con la furia del deseo. Sin embargo, los años pasan, los lances del enamoradizo, así como las dificultades del funcionario, no cesan, el traslado no llega, las cartas menguan. En ese aspecto, algunas páginas de la novela recuerdan a la morosa y altamente recomendable El desierto de los tártaros de Dino Buzzati.
Quizás como último recurso, Zama decide desempolvar la coraza y se propone alcanzar la gloria por la vía de las armas. Se embarca en una expedición que tiene algo de la tragedia de Lope de Aguirre, con ese ambiente de perfidia y muerte que lo impregna todo conforme avanza la hueste a la caza de un rebelde (el borroso Vicuña Porto) que, en realidad, se encuentra entre sus propias filas. Así muere Zama, literalmente desgarrado, indigno y absurdo, a manos de los hombres infames en un ambiente agreste, lejos de los amores refinados y de su familia.
Una de las mayores virtudes que Di Benedetto expone en Zama es un estilo singular, diáfano e inconfundible. Su prosa es espartana, sobria, con el adjetivo preciso y oraciones cortas, sentenciosas, que se alternan con párrafos sólidos:
Ningún hombre –me dije- desdeña la perspectiva de un amor ilícito. Es un juego, un juego de peligro y satisfacciones. Si se da el triunfo, ha ganado la simulación, ante interesado tercero y contra la soledad, guardiana gratuita. (Zama, p. 35)
Una prosa eufónica, con tintes líricos dosificados, clásica y distinguida. ¿Dónde más encontrar un adverbio como “asiduamente” que no suene afectado y una metáfora como “lamedor” para designar al río?
Vicuña Porto era como el río, pues con las lluvias crecía.
Cuando las aguas del cielo tórrido se derramaban sobre la tierra, se hinchaba la lengua de la corriente, mientras Vicuña Porto escapaba de aquellos suelos asiduamente mojados.
Entonces, si una vaca se perdía, la culpa se echaba al río, el lamedor de la gula incesante, y si un mercader moría, en la cama, destripado, ya la culpa era de Porto. (Zama, p. 201)
Se llamaba Ugarte y trataba sobre algunos momentos de la vida de Juan de Ugarte, burócrata en el Virreinato del Río de la Plata a finales del siglo XVIII. Algunos críticos, sobre todo españoles, la habían despachado diciendo que se trataba de una especie de Kafka colonial, pero poco a poco la novela fue haciendo sus propios lectores…
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