Desde Los hermanos Karamazov hasta Sonata a Kreutzer pasando por La gaviota, la crisis de la familia ha dado memorables páginas de la literatura rusa. La octava vida es una novela familiar escrita en alemán por una autora de Georgia con un fuerte trasfondo literario y cultural ruso. Contada desde la periferia del extinto imperio soviético, esta epopeya, que abarca seis generaciones, tiene un calado y una fuerza inusuales.
Ambiciosa, segura del material que narra, fría pero con una tensión emocional siempre a flor de piel, Nino Haratischwili (Tiflis,1983), llegada a Berlín en 2003, compone un tapiz histórico fascinante en el que se mueven inolvidables personajes tolstoieskianos. El resultado, de entrada excesivo en páginas y al final misteriosamente breve, cubre más de cien años, no de soledad, sino de vida y milagros de los Dzhashi, que ven pasar bajo el balcón y a menudo tomar la casa a los avatares del imperio ruso, en sus perversas mutaciones.
La voz narradora, la de Niza, nacida en 1973, acaba resonando en el lector como un cuentista anónimo al que otorgamos todo el crédito, pues ha reunido con tenacidad de investigador la memoria de su madre, Elene; de su tía abuela Kitty, de la bisabuela Stasia y de la hermanastra de esta última, la bella Christine.
Todo empieza cuando la joven desarraigada Niza se ve obligada a ir tras su sobrina Brilka, de 12 años, que se ha escapado en un viaje con su grupo de danza y pretende llegar sola a Viena para cumplir uno de los sueños rotos de la constelación familiar. Estamos en 2006, pero enseguida volvemos atrás, a 1917, cuando un teniente de la Guardia Blanca y Stasia, hija del maestro chocolatero, empiezan su noviazgo.
El novio es enviado a la ciudad del Neva poco antes de la toma del Palacio de Invierno, y el chocolatero entrega a su hija como dote la receta secreta de su chocolate mágico. Esa pócima sublime podía provocar catástrofes en las vidas de quienes la bebían y volverá a aparecer a lo largo de la novela como un leitmotiv de lo aciago familiar. La utilizarán Stasia y Christine en momentos delicados y acabará en manos de Niza, que deshará la dulce maldición encontrando el conjuro en el mismo acto de contar.
La novela avanza con el reloj de sangre del siglo. El teniente Dzhashi se ve arrastrado por el ímpetu revolucionario, y así empiezan los sinsabores de Stasia, que pretendía ser bailarina. Y pronto será Christine, hija de la segunda mujer del chocolatero, la que caerá en las redes de los nuevos tiempos, que como dice un proverbio georgiano son los que reinan, no los reyes.
En el Tiflis de los años treinta, Christine es la reina de los salones gracias a Ramas, su marido, la mano derecha del sanguinario Beria, llamado en la novela “Pequeño Gran Hombre”, así como a Stalin se le llama siempre “el Generalísimo”. Ambos eran georgianos. La caída en desgracia de Ramas salpicará a la familia, pero la Christine de los dos rostros saldrá adelante. Luego le toca el turno a Kostia, hijo de Stasia, que sigue los pasos del padre ausente en el servicio ciego al Estado soviético.
Muy diferente es su hermana Kitty, la cual sufre el abuso del poder y termina, tras un desquite rocambolesco, en el exilio, donde lo dejado atrás se veía más claro y “no se podía embellecer nada”. También la conflictiva historia de Elene, nacida en plena Guerra Fría, no tiene desperdicio, así como la de su hija Daria, convertida en fugaz estrella de cine.
Haratischwili tiene un estilo fluido y preciso; una voz aguda e irónica que evita el sentimentalismo y la complacencia narrativa. Casi todo halla su función y su propósito en la novela, apenas hay digresiones o personajes volátiles. Incluso las explicaciones históricas sobre la Gran Guerra Patria, las purgas y los gulags, y las guerras independentistas del Cáucaso están muy bien ligadas a los personajes.
El carácter moderno outsider de Niza, la cronista que hurga en las cenizas de los hechos para volver a sentir, se ha forjado en la mezcla de resignación y rabia soviéticas que viene durando más de un siglo. La vimos en Bulgákov, en el gran Shalámov y en la saga moscovita de Vassili Axionov, cuya madre, Evgenia Ginzburg, ya había descrito el infierno de Kolimá. Kostia, que en su carrera en la Marina vivió un accidente en un submarino atómico, es el personaje central de La octava vida.
El comunista convencido que acaba asqueado con los oportunistas de Tiflis y la perestroika de Gorbachov. Y su viejo amigo Alania, del KGB, que se refugia en Inglaterra tras salvar a Kitty, es el puente entre la Georgia soviética y el despistado mundo europeo de la posguerra. Niza ofrece una inspirada definición del nacionalismo georgiano que puede servir a otros: “Un pueblo que se mira a sí mismo con ojos ajenos”. Harta de vivir en una sociedad desquiciada como su propia familia, muerta su hermana Daria, Niza se marcha a Berlín a finales de los noventa en busca acaso de orden, y allí se ve sorprendida por “el anhelo del caos que había en Occidente”.
La irrupción de Brilka, para quien Niza escribe la familienroman, cierra con viveza el círculo de la saga. Por fin llegamos al amor, que había estado creciendo a lo largo de mil páginas. “A veces se es mucho más fuerte cuando se es más débil”, dice Stasia al término de su vida.
Las manías y la transparencia de Brilka nos hacen sentir el sólido terreno narrativo que la autora georgiana ha construido en un idioma para ella extranjero. Y la belleza de su hazaña de contar con talento y por pura necesidad esas historias que siguen sucediendo en la “simultaneidad del mundo”. Esta novela es un pedazo de la verdad, de la que pervive.
Babelia
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