No se nos ocurre mejor manera de empezar un artículo sobre Enrique Vila-Matas que contradiciéndole. Es conocida la aversión del escritor shandy hacia los números redondos, pero sus lectores no podemos dejar de celebrar con alborozo los veinte años de Bartleby y compañía, uno de sus mejores libros. ¿Qué tendrán que ver los ordinales con la literatura del barcelonés? se preguntarán, por tanto, los más perspicaces. ¿Qué tendrán que ver los ránkings con una obra que no cesa de construir túneles submarinos con los que conectarse con la literatura universal? Y tendrán razón.
El caso es que Bartleby y compañía, con sus páginas llenas de luz oscura, de antimateria literaria, resulta una variación especialmente relevante, que ha redefinido no solo la trayectoria del propio Vila-Matas —antes de ella parecía a estar condenado a la prestigiosa pero funesta categoría de “autor de culto”—, sino buena parte de lo que iba a ser la literatura en el siglo XXI.
Llevando a la realidad con valentía y lucidez algunas de las lecciones que Italo Calvino indicó para el nuevo milenio. Además, a punto de cumplir los veinte años, sigue vivita y coleando, fresquísima en los anaqueles de las nuevas generaciones de lectores, resistiéndose a la categorización genérica de la critique, la critique. Más conforme en ser calificada por lo que no es —no en vano su tema versa sobre los escritores del “no” estético— que a lo que finalmente resulta, un libro que se resiste a ser etiquetado, que prefiere que no lo hagamos.
Efectivamente, el libro no es una novela, ni un ensayo, ni un diario, ni una antología de notas a pie de página sobre un texto invisible. O mejor, es todo eso pero de forma no exclusivista, toma recursos de cada uno de esos géneros para erigirse como una de las obras —perdonen por un momento la solemnidad— con las que la Literatura escrita en castellano entra de lleno en el siglo XXI. Y lo hace de una manera transnacional y asincrónica, tan solo preocupada por las afinidades electivas del autor, que tomando como referencia al oficinista de una nouvelle de Herman Melville —aquel que a cualquier requerimiento vital o laboral respondía: “Preferirá no hacerlo”— para reseñar a un centenar de escritores que dejaron de escribir, o que nunca lo hicieron o que cesaron de golpe.
Un centenar de personajes —entre los que se encuentra Rulfo y Kafka y Pepín Bello— que conocen la tensión entre el escribir o el callar, que saben con Wittgenstein que la realidad no puede ser reflejada en palabras y a pesar de ello queremos seguir leyendo y escribiendo.
Decíamos que Bartleby se define más por lo que no es que por lo que es. Por no ser, la obra con la que consideramos que se inicia el siglo XXI en lengua castellana ni tan siquiera estaría escrita en el siglo correcto, ni casi en el anterior. El 2000 es un año que no debería existir —como no existe el año 0—, el año de la indeterminación, cuando en Europa andábamos en el tránsito de monedas y las torres gemelas todavía no eran un símbolo de destrucción. Lo que el libro sí es, como toda la obra del autor, es un festín para inteligencia irónica, esa tradición tan poco hispánica que Vila-Matas ha conseguido hacer crecer en tierras que se suponían poco fértiles para tales hierbas.
No estaría de más recordar que para los jóvenes lectores y escritores de Barcelona de finales de los noventa, Vila-Matas era una leyenda literaria. En los patios y los bares de las facultades, en las tertulias literarias para los más cafeteros, su nombre funcionaba entre nosotros como una contraseña.
Entiéndame, era una leyenda tal vez incluso antes de merecerlo. Quiero decir que hubo un tiempo en que para nosotros Vila-Matas era el Milan de Arrigo Sachi y el Barça de Johan Cruyff. Pero era un equipo legendario que todavía no había ganado ningún título. Sentíamos que compartíamos calles, copas, citas con un dream team literario que cabía entero en la cabeza de Vila-Matas, traducido a múltiples idiomas, ganador del Herralde y el Rómulo Gallegos, estudiado y celebrado.
Pero el caso es que si repasamos las fechas de publicación de sus libros y de esos galardones, descubrimos que algunos con los que dio el paso a su nueva manera de escribir –que inaugura una nueva manera de leer– están escritos después de que sus acólitos pensáramos que ya lo había hecho.
Algunas noches me gusta pensar que probablemente un puñado de lectores imaginamos la excelencia de la Literatura de Vila-Matas incluso antes de que esta se produjera en forma de supernova mediática y cultural. A veces imagino que tal suposición no es imposible. El mismo Vila-Matas cuenta que antes de escribir –fascinado por la imagen de Mastroianni en un papel– quiso convertirse en escritor. Es conocida también la anécdota de que cuando se despedía de su pandilla juvenil, en lo más profundo de la noche en Boccaccio, se despedía con un:
–Que sepáis que he dejado de escribir.
A lo que sus acompañantes le contestaban: “Pero, ¿cómo vas a dejar de escribir si no has escrito nunca?”
Ahora sabemos que con la publicación de Bartleby se inicia la acogida por parte del gran público con un libro que trata sobre el fin de la escritura. Ahora sabemos que, afortunadamente para todos nosotros, Vila-Matas resolvió ser Vila-Matas, estar a altura del mito, decidió persistir en la escritura, y lo que es más importante, a persistir en su escritura.
Ahora, toda vez que aquel joven rimbaldiano que jugaba al malditismo ha cambiado sus formas y estilo por la elegancia y la extrema educación, su obra refulge más si cabe. Inventor de su propia tradición, terminó por convencernos a todos. El milagro vila-Matiano es el de hacer popular una literatura personalísima, un sistema propio, y que construye mediante múltiples citas ajenas una obra original que solo puede ser suya. Antisolemne y trascendente, irónica pero profunda. Como la Praga de Kafka, o el Dublín de Joyce, la Barcelona de Vila-Matas ya forma parte del universo literario. Si no lo han leído todavía están de enhorabuena. Prepárense para lo que les espera.
CARLOS ROBLES LUCENA | 14 OCT 2020
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