Los hosteleros, restauradores, baristas y dueños de pubs de Benidorm han puesto en marcha una iniciativa tomada de las verbenas populares y de las fiestas de moros y cristianos. Consiste en vender talonarios de tickets de diferentes colores que los usuarios pueden utilizar para desayunar, comer, cenar y tomar copas donde les apetezca, dentro del circuito de los que se han adherido al proyecto. Un todo incluido sin pulserita ni ámbitos en aislamiento, porque los papelillos se pueden gastar en total libertad.
Es la historia de Benidorm desde que dio el salto hacia lo nuevo: una población de pescadores que se subió, sin complejos, al carro del ocio cuando la posguerra daba a luz generaciones mejor alimentadas y con otros intereses más allá del trabajo y el ahorro.
Se atribuye a Pedro Zaragoza, alcalde en la década de los cincuenta, la idea de sustituir la economía tradicional de la zona por el turismo. La pesca era entonces un oficio artesanal que calaba sus redes a unas pocas millas de la costa y la agricultura, basada en la vid, sufría de epidemias de filoxera que arruinaban las tierras de la comarca y de sus limítrofes. No lo hizo solo, convenció a un grupo de amigos que vieron, como él, el negocio, y pensaron concienzudamente en cómo hacerlo: transformar el pueblo en una ciudad de vacaciones, sacarle rendimiento a los arenales que forman las playas, atraer gentes de interior y del extranjero y pasear el nombre de esta pequeña aldea de pescadores por las cabezas de medio mundo relacionándolo con el placer.
Benidorm es un enclave, término que se asocia de inmediato a unos pluses de intensidad económica, política, demográfica o turística. Los enclaves son territorios dotados de fuerzas telúricas que se empeñan en actuar pase lo que pase y eso ha sido siempre: un espacio convertido ahora en un hinterland geoeconómico, lleno de gente, en el que no dejan de pasar cosas; lugar entre el mar y la montaña, cuchara que contiene una pequeña porción de tierras con una gota de roca en forma de isla frente a la playa.
La tradición cuenta una historia épica a la francesa, con un gigante enamorado llamado Roldán que, habiendo encontrado moribunda a su amada, escuchó de boca de un brujo que la bella moriría con los últimos rayos de sol y, desesperado, dio un golpe al Puig Campana, de donde saltó un trozo hacia el mar en el que pudo prolongar su amor unos instantes antes de que llegara la noche. Otra leyenda cuenta que cuando el apóstol Santiago vino a la península para predicar el cristianismo, desembarcó en estas tierras y, al subir la montaña, su caballo resbaló y arrastró una gran roca que se convirtió en l’Illa, el fragmento que le falta y que pareciera encajar en el monte y en su curiosa morfología. La imagen de esa isla que aparece en los folletos de publicidad nos clava instantáneamente a la orilla del mar. Una imagen que vale mucho más que mil palabras.
La topografía tiene estos caprichos naturales y no es el único en la costa mediterránea. Ya los señalaron todos los colonizadores que anduvieron de aquí para allá: fenicios, griegos, romanos, berberiscos o ingleses eligieron bahías en las que resguardar sus naves, terrenos propicios para formar familias y para instalar sus pequeños negocios de comercio ultramarino o vivir plácidamente.
Emporion, Tarraco, Hemeroskopeion, Cartago Nova o Gades eran los nombres de los emplazamientos más conocidos, las capitales, por así decirlo, pero otros pequeños núcleos jalonaron la costa, siempre elegidos por sus bondades. Quizá los antiguos habitantes peninsulares —iberos— instalados en esta tierra la conocieron como Aloní, aunque su nombre actual pudiera proceder de la familia musulmana de Aduhar de Darhim, o del que los conquistadores cristianos dieron a la peña de la fortaleza (castillo), Torm, que se levantara sobre la privilegiada atalaya que separa las playas de levante y poniente.
Siempre estuvo habitada porque siempre fue un lugar agradable para vivir y, en tanto la población no se excedía en número, el lugar fue suficiente para sus necesidades. Tras las dolorosas posguerras, mundial y española, la economía se fortaleció al punto de que las nuevas clases sociales, imitando lo que hacían los más pudientes, se decidieron a viajar. Las mejoras laborales, los meses de vacaciones y la seguridad después de la jubilación fueron los componentes de un cóctel que se instaló en la esfera del derecho a descansar, a divertirse y a disfrutar de los mismos placeres que aquellos que no habían dado un palo al agua por ser ricos por su casa.
Y, mientras el veraneo de los acomodados parecía asociado a lluvia y nublados en sus palacetes del norte, en el sur las gentes se animaban a meterse en el agua como hacían los pobres o los niños afectados de poliomelitis del Sanatorio de la Malvarrosa, que tan preciosamente pintara Sorolla a principios de siglo.
Aprovechar la luz, el calor y las playas de arena fue el objetivo que se plantearon aquellos emprendedores con la vista puesta más allá de los balnearios de madera que se alineaban en otras playas del Levante. Benidorm era y quería ser diferente, porque ya lo es en su entorno. Las poblaciones que le rodean tienen sus propias características aun estando situadas a pocos kilómetros: las playas de Altea son de cantos rodados, Finestrat es casi un pueblo de montaña como La Nucía, Polop o Guadalest, y en Tárbena se puede comer sobrasada mallorquina como si se estuviera en las Baleares. Pequeños núcleos de población que sugieren el modelo de las antiguas polis griegas, que compartían el mismo idioma y los mismos dioses, pero que eran independientes entre sí.
Sin dar lugar a la improvisación, se elaboró un plan urbanístico en 1956 que contemplaba la utilización intensiva del espacio en vertical dada la limitación del territorio. La construcción de edificios en altura, tan denostada por sus críticos, se haría con cierta racionalidad, evitando las pantallas arquitectónicas al modo de Torremolinos, y dejando correr el aire entre ellos, con zonas ajardinadas y arterias urbanas previstas para un tráfico igualmente intensivo. El Eixample que concibiera Ildefonso Cerdá en 1869 partía del mismo presupuesto, la planificación racional de un espacio limitado entre el mar y la montaña, pero Barcelona es una ciudad para vivir y Benidorm es para divertirse. Los prejuicios siguen funcionando en la mente de sus detractores.
En aquellos años, los terrenos pegados al mar no tenían prácticamente valor económico hasta que llegó el boom de los sesenta, pero los empresarios involucrados en el proyecto concibieron la idea de regalar solares a personajes importantes del mundillo del famoseo de la época, como forma indirecta de atraer otras gentes, y así se cuenta que se hizo con el cantante Manolo Escobar o con el periodista Emilio Romero, ambos entonces en la cresta de la ola. Los propietarios de esos terrenos recibieron, a cambio, unas tierras rústicas en otras zonas del extrarradio que acabarían, con el tiempo, convirtiéndose en urbanizables, con notables beneficios para ellos mismos o sus herederos.
La atracción que pudiera ejercer Benidorm pasaba también por eliminar gazmoñerías y ofrecer permisividad, aunque fuera un pequeño reducto en la España del nacionalcatolicismo en la que nacía: se cuenta que Pedro Zaragoza viajó en Vespa a Madrid a entrevistarse con Franco en el palacio de El Pardo para pedirle que permitiera el uso del bikini en sus playas y que Franco, caído en las redes del lenguaje encantador del alcalde, le concedió ese avance que abriría las puertas a las suecas y sus mirones. Si Girón de Velasco, su antiguo ministro de Trabajo, lo había hecho en Fuengirola, podía igualmente hacerse en la Costa Blanca.
Y una cosa fue trayendo otras: una plaza de toros en la que rejonearon los hermanos Peralta y, con los años, esparciera sus sudores Tom Jones mientras recogía bragas de sus fans; un Festival de la Canción en el que un frustrado portero del Real Madrid cantara su dulce «La vida sigue igual»; las discotecas Penélope y su conocido logotipo, Pachá, CAP 3000 en forma de platillo volante y Estudio 54, algunas de las cuales ofrecían una única entrada para recorrerlas en la noche que confundía. Ya en los años noventa funcionaba lo del ticket para todo.
Mientras crecía ese nuevo Benidorm, la gente del poble mantenía su esencia en torno a la calle Tomás Ortuño, en el llamado ahora casco histórico, y aparecía la bipolaridad que caracteriza a otras poblaciones similares como Marbella, en la que sus habitantes se distinguen como marbelleros (oriundos), marbellíes (que viven todo el año) y guiris (de vacaciones). Las gentes del Benidorm de toda la vida usan el valenciano y se conocen entre sí, siguen siendo los naturales de un pueblo de costa en el que también habitan los que han decidido pasar aquí el resto de sus vidas.
La bandera de la permisividad atrajo muchos turistas, Benidorm se vendió directamente en el extranjero o a través de product placement como la serie británica A Place in the Sun, en la que una pareja recorría diferentes lugares del sur de Europa buscando una propiedad para comprar. La publicidad tenía como enseña una imagen en la que se veía la isla de Benidorm a través de una balaustrada blanca bajo un sol brillantísimo. Para muchos ingleses, sol+balaustrada era una promesa inconsciente de bienestar que llevó a algunos constructores durante la burbuja inmobiliaria a colocarlas sí o sí como garantía de venta en el mercado anglosajón; generalmente no pegaban ni con cola en los balcones, pero los apartamentos se vendieron como churros en los hoteles de medio pelo que utilizaron los comerciales en el Reino Unido.
Los viajes del IMSERSO, que se organizarían a partir de 1985, llenaron los hoteles en invierno y evitaron el cierre y el despido temporal de sus trabajadores modificando la vida de la ciudad que, una vez más, se adaptó a las circunstancias: se comía temprano y se abrían los salones de baile a partir de las doce del mediodía, la noche se adaptó al horario de los mayores que, no obstante, se soltaban la melena durante toda la jornada. Se cuenta secretamente que los servicios de urgencias de la ciudad hubieron de atender comas etílicos y excesos de Viagra en alguno de aquellos viajeros a los que les salía más barato pasar una quincena en Benidorm que en sus propias casas —y no tenían que hacer camas ni cocinar—.
Terrible, hortera, chabacano, vulgar o kischt son algunas de las lindezas que exhalan los que se quieren hacer pasar por finolis. A los excesos de los ingleses y sus borracheras (en Benidorm como en los barrios de Manchester) se añaden las despedidas de soltero enloquecidas, el alcohol barato y los me visto como me da la gana. Las corrupciones de políticos arribistas y los transfuguismos pagados en dinero negro ocuparon muchas páginas de unos años en los que parecía que, como los puntos de concentración de accidentes en algunas carreteras, todo ocurría en el Levante. Faltaba la princesa del pueblo gritándole a Andreíta que se comiera el pollo para que los exquisitos cambiaran el Manhattan español por la ruta del Cares, bien pertrechados con sus ropas de Coronel Tapioca y haciendo colas en multitud para llegar a Posada de Valdeón como si fueran los primeros exploradores.
Parece quedar más distinguido y elegante el menosprecio por un modelo que, sin embargo, sugiere liberación de ataduras y prejuicios. La serie de Atresmedia, Benidorm, creada por César Benítez, Fernando Sancristóbal y Jon de la Cuesta en 2020, recrea una historia de emancipación de los deseos reprimidos, en sus calles y playas, y la directora Isabel Coixet ha rodado Nieva en Benidorm, una película que se estrenará en noviembre y que, una vez más, utiliza la ciudad como excusa para bucear en los sentimientos personales, los más íntimos —aquellos que justifican por encima de todo el carpe diem como último recurso— con el lenguaje que tan bien maneja la catalana.
En Benidorm se transige con las pasiones humanas: las de cintura para arriba se acaban olvidado y las de cintura para abajo se tienen como de estricta propiedad privada. Mientras ocurren cosas alrededor y la gente habla, los genes fenicios, griegos y berberiscos inventan otra manera de salir adelante en medio de una catástrofe. Es lo que tienen los mil leches, con perdón del término perruno, que se adaptan al medio —aunque sea poniendo en práctica ideas de otros— y después se tumban a tomar el sol con una cervecita en la mano. Se le llama también «buena vida».
2020
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