9.4.21

Gusi Bejer: Milan kundera "El telón" 2005

Milan Kundera ha defendido siempre la potencialidad epistemológica de la novela, su capacidad de descubrirnos el sentido de lo oculto o de lo complejo con sus propios medios, al margen de los recursos argumentativos de la filosofía, la sociología o la interpretación histórica, como se puede leer ya en su libro El arte de la novela (1986).


Por otra parte, sus experiencias biográficas y su condición de checo exiliado en Francia y en su lengua le ha hecho reflexionar acerca de la situación de Centroeuropa, sobre lo que pronunció en Bruselas, en 1983, una sonada conferencia bajo el título de “Un Occidente secuestrado”. La publicación ahora de este “ensayo en siete partes” titulado El telón, cuando la Europa de los veinticinco porfía por darse un tratado constitucional, resulta, por lo tanto, muy oportuna. No faltan tampoco ráfagas de autobiografía, condensadas y sustantivas como no podía ser de otro modo en un texto tan intenso y escueto como éste, en el que la parte del león se la lleva, una vez más, la teoría de la novela. Pero en plena conmemoración del cuarto centenario del Quijote, el protagonismo que se otorga aquí a Cervantes resulta, asimismo, de la máxima pertinencia.

Tal variedad de argumentos y de temas, así como la disposición del texto en parágrafos con limitada extensión hace extraordinariamente grata la lectura de este libro. Nos recuerda, incluso, el quehacer novelístico del propio autor, que en obras como La ignorancia o La identidad hace uso de una técnica en cierto modo “mixta”, pues el relato está empedrado de concisas reflexiones que, al hilo de la acción, se formulan a propósito de preocupaciones fundamentales del autor como pueda ser, además de las ya citadas, el gran enigma del tiempo. Precisamente en El telón el tiempo es omnipresente, y dos de sus corolarios, la memoria y el olvido, aparecen estrechamente vinculados a la novela.

Así, la primera parte de este ensayo se titula “La conciencia de la continuidad”, rasgo que Kundera identifica como característico de nuestra civilización europea, acerca de cuyo futuro alberga serias reservas. Pero doscientas páginas mas adelante, el mismo rubro le servirá para encabezar una digresión en la que concluye que “arrancadas de la historia de sus artes, poco queda de las obras de arte” (página 201), reiterando de este modo sus planteamientos iniciales y confiriendo cierta unicidad, sutil pero operativa, a un texto misceláneo y coherente a la vez. Porque también, según él, “la Europa en que vivimos ya no busca su identidad en el espejo de su filosofía o de sus artes” (página 192).

Ya desde el principio aparece Cervantes -bien cierto que de la mano de Rabelais- como fundador de la novela moderna, que es cómica y lírica a la vez y desconfía de la tragedia, pero Kundera acabará admitiendo que el escritor español ha merecido, a este respecto, un universal reconocimiento del que el autor de Gargantua et Pantagruel ha carecido, incluso en su propio país. Cervantes tampoco fue profeta en su tierra, pues la forma de hacer novela que él había inventado fue obviada entre nosotros al tiempo que era tomada como modelo por los escritores ingleses del XVIII. En esta línea, Kundera continúa firmemente asentado en lo que Carlos Fuentes -uno de los autores a los que el checo presta especial atención- denominara, con expresión que hizo éxito, “el territorio de La Mancha”. Más para él, siguiendo el ejemplo cervantino, la teoría debe ser “ágil y placentera”, ya que los novelistas, en semejante trance, huyen “como de la peste de la jerga de los eruditos” (pág. 17).

Precisamente fue Henry Fielding el que, pisando el mismo territorio, enfatizó lo que la invención novelística tiene de verdadero descubrimiento. Pero la razón de ser del arte de la novela estaba ya en Cervantes, en su desvelamiento de la belleza que reside en la prosa del día a día, con el intento de comprender “la irremediable derrota que llamamos vida” (página 21). La verosimilitud de la que hizo enseña reclama una eficaz técnica descriptiva, y la descripción no es otra cosa que “compasión por lo efímero; rescate de lo perecedero” (página 27).

La enigmaticidad del título que Kundera pone a este libro se resuelve justamente en clave cervantina: “Un telón mágico, tejido de leyendas, colgaba ante el mundo. Cervantes envió de viaje a Don Quijote y rasgó el telón. El mundo se abrió ante el caballero andante en toda la desnudez cómica de su prosa” (pág. 114). En ese intento, además de los nombres más ilustres de lo que Torrente Ballester denominaba “la tradición anglocervantina”, Kundera destaca a Flaubert, otro escritor que supo extraer la belleza de la futilidad, de la repetición, de lo cotidiano.

La problemática europea, y no sólo en la dimensión regional a la que antes me he referido, ocupa la segunda parte del libro, cuyo título es préstamo de Goethe: Die Weltliteratur. A raíz de la invasión de Chequia por parte de los rusos Kundera concibió una Europa ideal, que hoy ve también en peligro, en la que la máxima diversidad coexistiera en un mínimo espacio geográfico como el nuestro, frente a las magnitudes americanas o rusas. él tiene la misma idea de la Europa de la cultura ya formulada por ilustres europeístas como, por caso, Denis de Rougemont, que hablaba de corrientes continentales nacidas de focos locales, pequeños países en unos casos, solamente ciudades en otros (Kundera recuerda, así, cómo el primer gran corpus de la narrativa europea nació en Islandia). Maneja, a este respecto, dos horizontes que se muestran sumamente operativos para comprender la dinámica de la cultura: el “pequeño contexto” local y el “gran contexto” supranacional. 

Así como la música se considera integrada en este segundo horizonte, Milan Kundera denuncia que la literatura lo sigue siendo en el otro, de modo que el ideal de Goethe -una “literatura del Mundo”- modernamente reavivado por T. S. Eliot, no se ha cumplido todavía. Merece la pena leer con atención el apartado “El provincianismo de los pequeños” (que, por cierto, es posible también en el comportamiento cultural de los grandes): “La pulsión posesiva de la nación con respecto a sus artistas se manifiesta como un terrorismo del pequeño contexto que reduce todo el sentido de una obra al papel que desempeña en su propio país” (página 54).

La tragedia de naciones como Chequia nacería, por otra parte, de su inclusión en un “contexto mediano” como, por caso, el denominado “Europa Central”, que durante la guerra fría se quiso vincular con el mundo eslavo, cuando Kundera reivindica, con sobradas razones, su pertenencia por pleno derecho al cogollo de Europa. Y como prueba de contraste esgrime figuras eminentes de novelistas tales Musil, Kafka, Broch, Gombrowicz: “mi gran pléyade”, como él los denomina.

No elude Milan Kundera, en este libro tan lleno de referencias culturales y de reflexiones históricas, denuncias de la más pura actualidad. Destacaré dos: su diatriba contra las novelas escritas sin ambición, efímeras y convencionales, y sus páginas magistrales acerca de la burocracia que nos ahoga, cuya primeras descripciones literarias están en el escritor bohemio Adalbert Stifter y, lógicamente, en Franz Kafka.

¿Se equivocaba Kundera?

Las opiniones de Kundera referentes a los autores del pasado son muy personales y a menudo han provocado polémicas públicas con otros escritores. Una de las más sonadas la mantuvo con el premio Nobel ruso Joseph Brodsky: la excusa fue Dostoievski (Kundera en contra, Brodsky en su defensa), pero de fondo estaba el modo en que ambos (Brodsky en la URSS, Kundera en Checoslovaquia) habían vivido y afrontado la represión soviética y el papel que la concepción de la cultura occidental había tenido en ese proceso y después. De las palabras de Kundera decía Brodsky: “Suenan grandes y trágicas, pero son puro histrionismo”.

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