5.5.21

Olalla Castro Hernández "La figura del escritor en Bartleby y compañía, El mal de Montano y Doctor Pasavento" 2015

La noción de autor que recorre las novelas de Enrique Vila-Matas abre un TercerEspacio, un entre-lugar que no es plenamente moderno, por cuanto reconoce el continuum semiótico, el tejido intertextual que genera cada nuevo texto, la presencia de todas las voces que entrecruzan la voz “propia” (nunca tan propia, pues, como se pretendía en la Modernidad) de cada escritor, pero tampoco posmoderno, ya que pone todo su empeño en encontrar una identidad de escritor “original”, una voz “genuina”, una “brizna de literatura propia”, aunque exista una conciencia de que ésta sólo puede surgir de la mezcolanza o la reinterpretación del conjunto de voces y escrituras de las que se nutre la literatura de todo autor.


Vila-Matas apuesta por una literatura de “riesgo” —según sus propias palabras—, por una literatura que, en el cruce con otras muchas literaturas ajenas, en la asimilación y reelaboración de otras voces, explore un camino nuevo, lejos de las convenciones y las fórmulas preestablecidas; una literatura que transgreda límites y ensanche fronteras, que transite zonas oscuras, que ronde el silencio y se escriba desde la experiencia de esa indagación en lo hasta entonces inexplorado. La suya es una noción de la escritura y la literatura que guarda estrecho parentesco aún con las concepciones del arte del modernismo y la vanguardia estéticas, incluso con la consideración nietzscheana del poeta como el único capaz de dar cabida en el lenguaje a lo particular y lo singular, de salvar a la palabra de los petrificados conceptos de la ciencia y la filosofía y explorar sentidos insospechados, dar a luz una realidad nueva a través de sus metáforas.

Sigue habiendo en la manera en la que aparece lo literario en las obras vilamatasianas una cierta sublimación e idealización, no solo de la escritura y la literatura mismas, sino de ese universo conformado por una “estirpe” de escritores que él llama de la “sección angélica”: por esos escritores de riesgo que en su momento, de distinto modo, supieron dislocar los propios códigos literarios al uso y producir una suerte de escritura extraña, desasosegante, turbadora, ya fuera a través del desafío de las convenciones literarias en la forma o el estilo o por la creación de mundos y realidades completamente personales, con gusto por los desafíos a la lógica moderna, la introducción de lo inverosímil, del absurdo y de lo insólito (todos los autores, sin apenas excepción, que se nombran en la trilogía —Joyce, Kafka, Musil, Beckett, Walser, Marguerite Duras, Rulfo, Pessoa, Salinger, Cravan, Gimferrer, Perec, Verlaine, Cheever, Sebald…— tienen en común, a nuestro parecer, el haber procurado una agitación de la noción instituida de lo literario dentro de sus textos en el horizonte histórico en que se inscriben sus producciones). 

Y en esa figura del escritor que se proyecta en la obra de Vila-Matas está aún muy presente cierto valor aurático de la obra literaria, cierta consideración, cercana a la Modernidad negativa, del autor como un ser en cierto modo “superior”, con unas cualidades especiales que hacen de él una persona rara, diferente, extravagante y, por ello, singular y original (sus diferencias lo apartan del resto de los hombres e incluso imposibilitan que sea comprendido por los demás, pero lo capacitan para inventar mundos de ficción “superiores”, mejores, que la realidad misma; de ahí que Vila-Matas y sus personajes insistan en su deseo de vivir en la literatura, de creer en la literatura por encima de la realidad).

Así, en la serie Bartleby-Montano-Pasavento, esa figura moderna del autor (o contramoderna, en tanto heredera de las narrativas que, desde dentro de la Modernidad, dieron cuenta de forma crítica de la crisis de la racionalidad ilustrada) está muy presente, pero a la vez la escritura, a la manera barthesiana, se sabe y reconoce en todo momento recorrida por infinidad de escrituras precedentes, se declara siempre escritura “parasitaria”. 

La figura del escritor en la trilogía vilamatasiana participa, por tanto, a la vez de ese halo mitificador del “poeta” como héroe o semidiós (una personalidad que sobresale por encima de la anodina y aborregada masa: el escritor atormentado, el bohemio, el visionario, el rebelde, el artista provocador y transgresor en armas contra la sociedad biempensante) y de las teorías barthesianas y blanchotnianas de la muerte del autor, pero tanto Marcelo como Andrés Pasavento y Rosario Girondo, los escritores-personajes que protagonizan la llamada “trilogía metaliteraria”, siempre conciben un espacio de posibilidad, albergan la esperanza y el anhelo de generar una literatura nueva, distinta, de poseer una voz propia, una personalidad “original”, singular. Precisamente en la manera en que estos “parásitos” de la literatura ajena escogen y reensamblan la palabra de los otros para resignificarla, son conscientes de estar diciendo ya algo distinto, algo que les pertenece a ellos, que los convierte en “autores”.

Existe en Vila-Matas, como nos cuenta el propio autor catalán que explicaba Sergio Pitol refiriéndose a Gombrowicz, “la voluntad de ser uno mismo a pesar del conocimiento de que son los demás quienes nos crean” (Vila-Matas, 2008: 14). Una frase resume magistralmente esta posición vilamatasiana con respecto a la problemática del autor: “Puede parecer paradójico, pero he buscado siempre mi originalidad de escritor en la asimilación de otras voces” (Vila-Matas, 2011: 304). En uno de los artículos más apreciados por la crítica de Vila-Matas, porque contiene las claves de la escritura vilamatasiana analizadas por él mismo, “Me llamo Tabucchi, como todo el mundo”, se percibe esa idea del escritor que navega entre el concepto moderno de genio, de originalidad, entre la concepción modernista y vanguardista del escritor, y la idea posmoderna de la escritura como un lugar en el que nadie habla o desde el que habla toda la literatura a la vez, desmontando el concepto moderno de autor: “Las ideas o frases adquieren otro sentido al ser glosadas, levemente retocadas, situadas en un contexto insólito” (Vila-Matas, 2011: 304).

En las primeras páginas de Doctor Pasavento queda clara esta consideración del escritor (de cierto arquetipo de escritor) como alguien diferente al común de los humanos: “Pensé en lo mucho que los escritores aparecían en mi vida, en mis sueños, en mis textos” (Vila-Matas, 2005: 13). Esta reflexión, a más de adelantar el que será el tema central de El mal de Montano, donde ese pensarlo todo desde la literatura dará a luz la patología que sirve de título al libro, continúa subrayando la especial fascinación del narrador-personaje de la novela con esa “estirpe” de escritores de la que venimos hablando. La metaliteratura y la intertextualidad en Vila-Matas surgen de la convicción de que la literatura y sus buenos autores son “mucho más fascinantes que el resto de los mortales, pues son capaces de llevarte con asombrosa facilidad a otra realidad, a un mundo con un lenguaje distinto” (Vila-Matas, 2005: 13). Los escritores que el futuro Doctor Pasavento incluye dentro de lo que llama “sección angélica” son “seres atormentados que parecen estar viviendo en un lugar aparte. Suelen estar angustiados y ser muy inteligentes y, de no estarlo o no serlo, se las apañan para parecerlo” (Vila-Matas, 2005: 13).

La imagen que en los textos de Vila-Matas se ofrece de la literatura no deja de estar, en cierta medida, idealizada, mitologizada. Sus personajes, aunque intenten “curarse” de la sublimación a la que someten a lo literario (aunque lleguen, incluso, a considerarse “enfermos de literatura” y conciban su obsesión por lo literario como una auténtica patología, que es bautizada en la segunda obra de la trilogía con el nombre de “mal de Montano”) introduciendo la ironía y el humor como vetas escépticas, no dejan de estar fascinados por una imagen ideal del escritor y de la escritura, por un arquetipo del escritor “raro”, existencialmente angustiado, alejado de la realidad, a la que parece tender también el propio Vila-Matas a fuerza de ficcionalizar su propia existencia. 

La de sus narradores-escritores no deja de ser la actitud de los jugadores que, aun poniendo en jaque las reglas del juego en el que participan, no pueden evitar amarlo hasta el extremo. Y, como en toda relación amorosa, no falta cierta sublimación del “objeto” amado. De ahí que los personajes vilamatasianos tiendan a la operación de dividir la literatura en la buena, la auténtica, la verdadera, la que vale la pena, frente a la que se ha anquilosado, la que ocupa el centro de un sistema literario cada vez más ligado al Mercado, la que se desprecia por falsa o mediocre. En El mal de Montano, el empeño de Rosario Girondo será acabar con esos enemigos de lo literario, esos “topos” que confabulan en contra de la alta literatura y buscan su destrucción. La verdadera, la auténtica literatura, pues, estaría emponzoñada, cubierta por el lodo de una literatura mediocre y masiva contra la que hay que luchar para rescatar la dignidad literaria de los grandes escritores que no consintieron ni consienten plegarse a los dictados de la moda y del mercado.

En cierto modo hay un retorno o una búsqueda edénica del paraíso de lo literario, configurado a través de la mirada de un auténtico mitómano, amante de autores minoritarios y de una literatura de culto, pero siempre “excéntrica” (reconocida por la academia e inscrita en el canon, pero siempre transgresora, rupturista, displicente con las convenciones de su tiempo y con los gustos al uso, situada “en la periferia del centro”, por decirlo de algún modo). Los personajes vilamatasianos no rompen la baraja, aunque hagan trampas más que evidentes a la mayoría de los jugadores. Aunque periférico, marginal, situado siempre en los límites, en las fronteras, su discurso literario no está exento de una perspectiva canónica de la literatura y su idea del canon está más cerca de las instituciones académicas que aún se rigen en muchos aspectos por valores y normas estéticas surgidos en la Modernidad normativa, que del canon mercantil que impone la industria cultural en el neoliberalismo.

En los textos que configuran la “trilogía metaliteraria” de Vila-Matas, toda escritura que merece la pena y que, además, entrecruza, conforma la voz y la propia escritura de sus personajes-narradores, nace siempre de cierta sensación de incomodidad, de extrañeza con la identidad propia y con la alteridad, con el interior y con el exterior, con el mundo de la conciencia y con el territorio de lo “real”. Esa incomodidad, esa sensación de extranjería, de incomprensión, que no tiene por qué llegar a manifestarse como desavenencia o desazón,1 sino que puede simplemente aparecer como desajuste, es el motor de la literatura que aman los personajes vilamatasianos y de la suya propia. Y, en cierto modo, es fácil pensar que todo proceso de escritura, de ficcionalización, parte siempre de cierta incomodidad con la realidad. 

No habría una necesidad de rehacer el mundo, de interrogarlo o dislocarlo a través de la ficción, si se estuviera del todo cómodo vistiendo la propia piel y si se tuviese una posición mansa o plenamente reconciliada con respecto al imaginario social al que se pertenece, con respecto al pensamiento y la concepción de la realidad que impera en el horizonte histórico desde el que se escribe. La mayoría de escritores que persigue Vila-Matas en sus obras, la mayoría de autores en los que se miran y reflejan sus personajes, no son personas “felices” o acomodadas a la realidad “dada”, no al menos de manera pueril y aborregada, sino que son más bien lo que él llama “grandes tarados”:

Caminan sin rumbo, desorientados solitarios, creadores constantes de mundos únicos y excepcionales, grandes tarados. Últimos supervivientes de un agónico modo de mirar. Nada que ver con los escritores que consideramos normales, todos tan felices, siempre con buena conducta y las rodilleras impolutas, buenos chicos que no añoran sus mesas de trabajo, pues tienen el vacío instalado en ellas, lo que les permite precisamente pasear con naturalidad por los salones del mundo (Vila-Matas, 2013: 53).

Los escritores que conforman el heterodoxo canon vilamatasiano se caracterizan por no saber moverse en el mundo en que les tocó vivir con holgura: en unos el resultado evidente de esta incomodidad es cierta angustia existencial o cierta sensación de incapacidad para comprender y ser comprendido por el prójimo (Kafka), cierta tendencia a la melancolía (Pessoa), cierta rebeldía para con lo instituido (Walser); en casi todos, su incomodidad con la realidad se traduce en una tendencia casi enfermiza a la soledad, en una incapacidad casi total para relacionarse dentro de las convenciones sociales preestablecidas; en muchos casos, la sensación de extrañeza o disconformidad con la realidad imperante se lleva al extremo del silencio, la locura o el suicidio. 

En cualquier caso, es esa incomprensión de la realidad, del afuera de la literatura, lo que hace a los escritores-personajes de referencia en la trilogía metaliteraria de Vila-Matas refugiarse en sus respectivos mundos de conciencia y en aquellos mundos posibles que se perfilan en los libros ajenos, a generar a través de la escritura realidades y mundos alternativos (de ahí la pasión por el retiro y la necesidad de una actividad solitaria como la escritura, en la que las relaciones con los otros sólo tienen lugar en la esfera de lo simbólico). Esos seres excéntricos, cada uno a su modo, con pensamientos a menudo siniestros acerca del mundo y la sociedad que habitan, no son, en cualquier caso, personas que se identifiquen y asuman el Zeitgeist imperante. Esa sensación de ser “diferentes” a veces los convierte en seres atormentados, otras en personas excéntricas, de extravagantes costumbres, llegando, como decíamos, en los casos más extremos, a desembocar ese alejamiento de los demás en la locura o en el suicidio.

En sus novelas, Vila-Matas ha conseguido crear, a fuerza de recorrer y reescribir los arquetipos literarios modernos, su propia mitología sobre el ser escritor: los shandys, bartlebys, oblomovs, pasaventos y montanos se nos aparecen ya en todas partes, se nos presentan como formando una divertida tipología con la que intentamos catalogar a todos los escritores que conocemos. Reescribiendo los modernos arquetipos del escritor dandy, el bohemio, el raro, el loco, el extravagante, el poeta maldito, el genio atormentado y otros tantos modelos de escritor que el Romanticismo, el modernismo y las vanguardias habían conceptualizado, Vila-Matas ha desarrollado una serie de mitos, en relación directa con un concepto de escritor que es plenamente moderno. 

El autor en las novelas vilamatasianas conserva, y mucho, esa aura de la que hablaba Benjamin. El escritor que le interesa retratar a Vila-Matas en su trilogía no es el “escritor funcionario” tan al uso en nuestro tiempo, ese tipo completamente asimilado al sistema y al mercado cuyo contrato editorial obliga a redactar una novela anual. No es el escritor “profesional” de la Posmodernidad, un trabajador como cualquier otro que pasa ocho horas al día frente a la pantalla de su ordenador y que recorre, una vez publicada su obra, medios de comunicación y ferias del libro promocionando su “producto” como haría un vendedor de aspiradoras.

Los autores que Vila-Matas retrata en su trilogía no son los escritores que sobrevienen a la “muerte del autor” y que aceptan incólumes el papel de mercaderes/mercancía que la industria cultural les asigna. Son escritores pertenecientes en la mayoría de los casos a otro tiempo, a la fase moderna del capital, donde el ser literato está cargado aún de una serie de connotaciones intelectuales y morales, donde funciona aún cierta metafísica de la excelencia de espíritu, la “aristocracia del alma”. En los casos en que los personajes literarios de la trilogía son escritores contemporáneos, su excentricidad los salva de pertenecer a la adocenada mayoría. Son escritores de una “estirpe” particular, escritores valientes, arriesgados, que tienen la osadía de rebelarse contra las normas economicistas del mercado literario actual y de perseguir una literatura nueva, de pelear por sacar a su escritura del lodazal posmoderno y devolverle el “brillo”, “el genio”, que tuvo en otros tiempos. 

El propio Pasavento es un crítico literario que quiere combatir con fiereza a esos escritores que él llama “topos”, “enemigos de lo literario”, a esa figura capitalista del escritor de oficio enfangado en la hoguera de las vanidades, el escritor de éxito que repite obra tras obra las mismas fórmulas manidas y fáciles que le hicieron obtener el favor del público. Andrés Pasavento es alguien que se siente demasiado cerca de ese tipo de escritor que Vila-Matas critica con dureza en su obra y cuya obsesión es alejarse lo máximo posible de esa identidad de escritor de éxito integrado en el mercado, y acercarse lo más posible a la figura de Walser, que se convierte en paradigma del escritor vocacional, privado, secreto, que escribe para sí, que detesta por vulgares y estúpidos la fama y los honores, que quiere “respirar en las regiones inferiores”, porque es desde allí, y no desde una posición servil y acomodada a la industria cultural, desde donde puede extraer el material para seguir escribiendo, desde donde puede configurar una voz literaria propia e independiente. Los escritores de la trilogía vilamatasiana son, como lo es el propio Vila-Matas (o como desea serlo), escritores con cierto aire underground, criaturas de la periferia, autores de culto, con un lector potencial minoritario. Y en esa posición minoritaria es donde buscan y encuentran su prestigio, su valor, su distinción.

El escritor vilamatasiano es, además, un ser excepcional, con cualidades que lo diferencian y separan de la masa. Posee una “sensibilidad” especial y una predisposición a hallar en el mundo “destellos de poesía”, fogonazos de la “verdad” perdida, extraviada en algún momento de nuestro viaje moderno hacia el “progreso”. Es un escritor completamente moderno, con el poder simbólico que poseía el escritor moderno, aunque consiga esa distinción y poder, en lugar de en la asimilación al estereotipo dominante de intelectual moderno, que ha dejado ya de funcionar en términos de prestigio, en un lugar distinto, pero moderno aún (más típico de las postrimerías de la Modernidad, de esa tradición moderna de la negatividad, de ese momento de crisis de la racionalidad ilustrada): el valor es ahora estar fuera de gozne, salir del centro (estar descentrado, ser un excéntrico), situarte en el límite, pulular por la periferia, desafiar la norma.

Marcelo, el narrador de Bartleby y compañía, con su inventario de escritores del No, convierte en mito literario al personaje de Melville y lo transforma en un “tipo”. Montano, como repite el propio protagonista de la novela en no pocas ocasiones, es “un Quijote en armas contra los enemigos de los literario”, una reescritura del mito moderno de Don Quijote profundamente metaliteraria, que amplía su efecto en relación con la locura de Alonso Quijano: si ésta pasaba por creer que la realidad era una novela de caballerías, la de Rosario Girondo se empeña en transformar todos los signos de la realidad externa en literatura. Para él, toda realidad posee carácter literario y toda fantasía literaria es más real que la vida misma, hasta el punto de que su único deseo es encarnarse en la literatura misma y así, convirtiéndose él mismo en “la literatura”, combatir a sus enemigos hasta hacerlos desaparecer. Pasavento, por su parte, se esfuerza por perseguir al fantasma de Walser a lo largo de casi 400 páginas, y convierte al escritor suizo en el mito por excelencia del escritor solitario y secreto cuya dignidad mayor reside en el rechazo frontal de la fama y el reconocimiento, en empeñarse en desaparecer y en ser “un cero a la izquierda”, optando por la soledad y el silencio, por la reclusión en el sanatorio de Herisau y la escritura privada de sus ininteligibles microgramas. La obsesión por desaparecer, emulando a Walser, de Andrés Pasavento es, a la postre, deseo de dejar de ser el escritor reconocido y “vulgar” que es para acercarse al tipo/mito de escritor que admira.

Pero hay algo más que aleja de las posturas posmodernas al uso la concepción vilamatasiana del escritor. Para Vila-Matas, escribir conlleva un deber moral, el de no dejar las cosas tal y como estaban, el de no conformarse con asumir la línea dominante y de éxito y reproducirla con más o menos destreza. El escritor debe tener la voluntad de decir la verdad (de creer, a fin de cuentas, en lo que dice, y decir aquello en lo que cree), tiene la tarea moral de ir más allá de lo fácil, de lo cómodo, de lo establecido, de transitar la línea de frontera, indagar en ella y tratar de ensancharla:

En una descripción bien hecha, aunque sea obscena, hay algo moral: la voluntad de decir la verdad. Cuando se usa el lenguaje para simplemente obtener un efecto, para no ir más allá de lo que nos está permitido, se incurre paradójicamente en un acto inmoral (…). El escritor que trata de ampliar las fronteras de lo humano puede fracasar. En cambio, el autor de productos literarios convencionales nunca fracasa, no corre riesgos, le basta aplicar la misma fórmula de siempre, su fórmula de académico acomodado, su fórmula de siempre (Vila-Matas, 2002: 39).

Hay, pues, en la trilogía Bartleby-Montano-Pasavento, dos tipos de escritor opuestos y claramente diferenciados: el escritor de riesgo y el acomodado; el escritor que se niega a cumplir con el papel que la Posmodernidad neoliberal le ha reservado (un escritor a las órdenes del Mercado y cuya producción se pliega a las exigencias de éxito en términos meramente comerciales) y el escritor adocenado, aborregado; el escritor rebelde frente al escritor servil, el escritor de vanguardia frente al escritor normativo. Ambos tipos de escritor reflejan, a la postre, la moral nietzscheana del señor y la moral del esclavo, respectivamente. Los tres narradores homodiegéticos de la trilogía, anhelan llegar a ser el tipo de escritor indómito al que admiran y cuya estela persiguen con auténtica veneración; para Marcelo, Girondo y Pasavento, todos los autores que citan, glosan, estudian, rastrean y reescriben en sus textos pertenecen al primer tipo de escritor. El segundo tipo de escritores es despreciado, tratado como detestable, como no merecedor de dedicarse a la literatura (en el caso de Doctor Pasavento, toda la novela arrancará del sentimiento de arrepentimiento de Andrés, que intuye haberse convertido en ese tipo de autor que odia y que se propone, como purga, como forma de redención, un viaje iniciático hacia la desaparición).

Hay, pues, en la trilogía vilamatasiana, una sublimación de la literatura como actividad intelectual y moral que trasciende el mercadeo típico de la industria cultural de nuestros días. Hay una clara sublimación de la figura del escritor que en nada casa con las propuestas posmodernas de la “muerte del autor” o con los discursos apocalípticos del ya está todo dicho, no hay normas estéticas que puedan determinar qué es buena literatura y qué no lo es, no hay escrituras que posean más valor estético o ético que otras… En los narradores de la trilogía hay un compromiso con la verdad y con la belleza, aunque se asuman como conceptos históricos y revisables:

Es innegable que la prosa se ha convertido en un producto más del mercado: algo que es interesante, distinguido, esforzado, respetado, pero irremediablemente insignificante. Queda preguntarse, sin embargo, si no hay una sola salida (…). Y entonces, a veces uno cree ver señales para seguir navegando, porque vislumbra los casos de un puñado de escritores que captaron la gravedad del momento y lo que escribieron fue enfermizo y canibalesco, absurdo y exasperado, pero paradójicamente también feliz y auténtico. Fueron esencialmente gente zumbada —escritores obsesivos, maníacos, trastornados en el buen sentido de la palabra— que escribieron de un modo más desesperado que la revolución, lo que en cierta forma los convirtió en herederos indirectos de los misántropos desahuciados de antaño. Sus obras fueron increíblemente honestas y tuvieron un poder liberador (Vila-Matas, 2013: 37).

Y no sólo el “tipo” de escritor que está presente en la serie Bartleby-Montano-Pasavento es un sujeto aún cercano al concepto romántico de “genio” y, sobre todo, a los estereotipos modernistas y vanguardistas del escritor: la propia noción de literatura que maneja Vila-Matas en la trilogía está situada sin duda en un entre-lugar que no es moderno ni posmoderno, sustentada por un tipo de sujeto que es el que no está dispuesto a dejarse arrastrar por la vorágine posmoderna de la indiferencia moral (un sujeto que siente la necesidad de regresar sin regresar del todo a cierto momento, a cierto lugar que había considerado su hogar, su casa). Con ese concepto de la literatura que funciona en la trilogía vilamatasiana se abre ese Tercer Espacio y se explora el lugar desde el que puede surgir ese nuevo sujeto ético que hemos tratado de conceptualizar: “La literatura, por mucho que nos apasione negarla, permite rescatar del olvido todo eso sobre lo que la mirada contemporánea, cada día más inmoral, pretende desligarse con la más absoluta indiferencia” (Vila-Matas, 2002: 40).

Hay, pues, un deber ético o moral en el escritor “de riesgo”, en el buen escritor, que consiste en no dejar resbalar la mirada por la superficie de las cosas, en detener la tendencia, tan celebrada por cierta Posmodernidad irresponsable, a la indiferencia (porque de esa indiferencia se beneficia el poder, que tiene luz verde para imponer de manera violenta sus imaginarios, sus metarrelatos, sus fábulas interesadas sobre el mundo), en seguir la máxima juanrramoniana (“Ni más nuevo al ir, ni más lejos: más hondo”) de ir a lo profundo, de bucear, de indagar, de mirar la realidad de una forma insólita de tal modo que salgan al paso aspectos de la misma hasta entonces no vistos (porque una mirada atenta y distinta es capaz de cuestionar la realidad dada y asumida por la mayoría, la fábula del mundo instituida, y generar una fábula distinta). Hay, pues, una visión de la literatura y de la figura y el papel del escritor mucho más cercana al Romanticismo, al Modernismo y a las vanguardias históricas que a la indolencia posmoderna. Hay una responsabilidad moral en la literatura y el escritor está obligado a intentar imprimir un punto de vista único y distinto, aportar algo nuevo, un matiz diferente, a no dejar las cosas como estaban antes de llegar (porque, de no ser así, de limitarse a repetir fórmulas y temas, a reforzar tópicos, la mejor opción, dice Vila-Matas, es el silencio). 

El escritor no tiene el deber de conseguirlo, pero sí de intentarlo una y otra vez, incansablemente, de no acomodarse, de no conformarse en pasar de puntillas por la literatura, sin desbaratarla. Y para Vila-Matas, la literatura que realmente es digna de llamarse así (la “auténtica” y actualmente escasa literatura) es un oficio de raros y de locos, de ese tipo de gente que no está dispuesta, quizás porque sencillamente es incapaz, porque no sabría, ni aun queriendo, hacerlo de otro modo, a caminar por el redil de la repetición de la norma, mucho menos cuando la norma es la pura indiferencia, la concepción de la literatura como un negocio terriblemente desapasionado:

Si intentamos trazar una línea de flotación que sostenga alguna forma de coherencia de los modelos constantemente convocados por Enrique Vila-Matas la hallaríamos entre dos puntos. Por un lado estaría la reflexión: casi todos los autores citados han construido una literatura fundamentalmente reflexiva, ubicable en un quicio entre novela y ensayo. Y por otro, estará el hecho de que se trata siempre de una literatura inestable, descentrada, a la que es difícil asignar una racionalidad determinada (…). Podría decirse que los autores preferentemente citados por Vila-Matas coincidirían con ese momento de la cultura europea en que el sujeto estable, que proporcionaba una entidad sólida, se ha disuelto. Serían todos, y no sólo los filósofos allegados, herederos de Nietzsche (Pozuelo Yvacos, en Ríos Baeza, 2012: 259).

La tradición que reivindica en la “trilogía metaliteraria” Enrique Vila-Matas no es otra que la que acompaña a la filosofía del “giro lingüístico”, al pensamiento crítico que, en plena Modernidad, desmonta la noción de Razón y de Verdad del racionalismo y, con ellas, al sujeto solipsista cartesiano. Esa tradición, que se entrevé ya en las literaturas románticas del siglo XVIII, tiene su máximo apogeo en el siglo XIX y en la narrativa de la llamada “Viena de Wittgenstein”. Se trata de una literatura que parte de la premisa de que la única escritura posible en plena crisis de la Modernidad es aquella que se cuestiona su propia existencia, que duda de su propia condición y, sólo en esa duda, se torna posible. La tradición a la que se liga Marcelo y, en lo extraliterario, el propio Vila-Matas, no es posmoderna (no es una negación que lleve al nihilismo y al inmovilismo), en el sentido de que hay una fe en la literatura como utopía, un deseo de salvar a la literatura de la superficialidad en la que cae una vez absorbida por el capital y de devolverle la dignidad moral y la altura intelectual que poseyó en otro tiempo. Nada tiene que ver esa tradición de la negatividad con la proclamación posmoderna de una era “post mortem” donde todo pasó ya, donde nada queda y nada vale. 

En la negación vilamatasiana de la literatura hay una afirmación contenida o, al menos, la esperanza en una afirmación: una afirmación estética y moral, una afirmación de la belleza y de la verdad, aunque asomen tímidas ya, pequeñas, variables y, sobre todo, sin proclamarse objetivas e inapelables. Es una afirmación flexible, pero no blanda, que en nada se parece a la pastosa plasta con la que está hecho ese puré posmoderno donde todo se mezcla y tritura hasta la confusión y cualquier ingrediente posee el mismo valor.

El selecto Club Bartleby

Bartleby y compañía es un inventario de autores, una red infinita de referencias intertextuales plagada de anécdotas biográficas y citas (directas, indirectas e, incluso, directamente inventadas) de una serie de escritores reales y apócrifos que, por razones dispares, se convirtieron en algún momento de sus vidas en ágrafos. Pero no cualquier escritor puede formar parte del selecto “Club Bartleby”, destinado a albergar tan sólo a personajes tan “raros” y atípicos como sin duda lo es el propio Marcelo, el narrador-protagonista de la primera novela de la trilogía vilamatasiana. Bartleby y compañía es, mucho más que un muestrario de escritores que dejan de escribir (de los que, sin duda, habrían podido rastrearse ejemplos más anodinos o convencionales), una galería de personajes extraños, de seres diferentes y raros, singulares y excéntricos, cuya especial sensibilidad e imaginación los aleja por completo del resto de personas, los convierte en grandes solitarios, en personas incapaces de moverse por el mundo con la “normalidad” que proclaman las costumbres y mentalidades al uso de su tiempo y, quizás precisamente a resultas de esto, en seres capaces de imaginar, de crear, de inventar mundos únicos a través de la escritura. Escritores excepcionales, brillantes, geniales, cuyos atípicos rasgos y comportamientos Marcelo se encarga de subrayar hasta hacerlos parecer personajes sacados de las páginas de un libro.

El propio compilador de esta serie de bartlebys, Marcelo, un mitómano empedernido con una visión idealizada de cierto estereotipo del escritor surgido en el Romanticismo y apuntalado en el Modernismo (sobre todo en sus variantes francesas, Simbolismo y Parnasianismo), es un tipo físicamente raro (jorobado, feo, arisco, desagradable), con serias dificultades para relacionarse con otros seres humanos (incapacitado para el amor y con un único “amigo”, Juan, cuya relación con el rastreador de escritores del No se sustenta en la lástima y la compasión que éste le merece, más que en una empatía o filiación real), con una fuerte tendencia al aislamiento social y a una soledad que lo mismo cultiva con celo que lamenta amargamente, según el momento. 

En no pocas ocasiones, Marcelo se revela como un personaje descentrado, extraño, casi al borde de la locura (con un carácter obsesivo, que sufre constantemente bruscos cambios de humor y da en varias ocasiones serias muestras de estar claramente perturbado),2 que busca en la escritura la posibilidad de cambiar y que, sin embargo, ve cómo a lo largo de su búsqueda se acentúan cada vez más aquellos rasgos de su carácter que impiden su “normal” desenvolvimiento en el mundo real y que lo fuerzan a permanecer solo. Desde el comienzo de la novela, Marcelo nos recuerda a un personaje de Gogol o de Beckett, alguien que nos provoca una especie de simpática lástima, una personalidad tragicómica que no sabemos si compadecer o admirar. Vila-Matas se vale de la ironía para conseguir que este personaje condenado a la soledad e incapaz de una relación profunda con sus congéneres se nos aparezca, más que como un pobre desgraciado que inspire nuestra lástima, como un ser curioso y extraño cuyas excentricidades nos resultan simpáticas e ingeniosas: “Nunca tuve suerte con las mujeres, soporto con resignación una penosa joroba, todos mis familiares más cercanos han muerto, soy un pobre solitario que trabaja en una oficina pavorosa. Por lo demás, soy feliz” (Vila-Matas, 2002: 11). Justo después de la enumeración de las terribles circunstancias vitales de Marcelo, éste se declara, “por lo demás”, un hombre feliz.

Su consuelo es el proyecto literario y vital que decide emprender para salir de un bloqueo literario que le dura ya 25 años (su primera y única obra de juventud es también una oda a la negatividad, a la imposibilidad del amor, lo que nos vuelve a poner sobre la pista de la soledad de Marcelo y de su incapacidad para las relaciones interpersonales). En la primera página de la novela, el dibujo de la personalidad excéntrica y rara de Marcelo queda trazado de forma magistral con unas cuantas pinceladas. 

Oculta, pues, como en el doble fondo de una maleta, está la terrible, rotunda soledad de Marcelo, que se convierte en el verdadero motor de su escritura (aunque el compilador de bartlebys se presente a sí mismo como un misántropo, aunque finja que su aislamiento se debe a su falta de interés en los demás, cuando no a un altivo rechazo, Marcelo escribe para no estar solo, para reconstruir su nexo con lo humano). Marcelo escribe para dejar de ser quien es y para dejar de estar solo, pero su radical aislamiento se acrecienta a medida que avanzan sus notas a pie de página; en lugar de cambiar, Marcelo ahonda más en su soledad y en las “rarezas” de su carácter, se siente cada vez más incapacitado para compartir sus inquietudes o pensamientos con otros seres humanos, ni siquiera con su amigo Juan, del que cada vez se siente más desvinculado. El coleccionista de bartlebys se aparta de la vida (él quiere creer que voluntariamente) y, en ese apartarse, es más consciente aún del sinsentido de la misma, lo que lo lleva a refugiarse cada vez más en la ficción y a jactarse de aquello que hace de su existencia algo irreconciliable con la de los demás:

La radical soledad de los últimos días me está convirtiendo en un ser distinto. De todos modos, vivo a gusto mi anomalía, mi desviación, mi monstruosidad de individuo aislado. Encuentro cierto placer en ser arisco, en estafar a la vida, en jugar a adoptar posturas de radical héroe negativo de la literatura (es decir, en jugar a ser como los protagonistas de estas notas sin texto), en observar la vida y ver que, la pobre, está falta de vida propia (Vila-Matas, 2002: 63).

Pero Marcelo no decide escribir sobre quienes dejaron de escribir de modo inocuo. El bloqueo literario de los otros, el abandono de la literatura, el silencio, la agrafia, funciona de nuevo como el phármakon griego, veneno y antídoto a la vez. La fascinación del narrador por las historias y razones de esos autores que dejaron de escribir es, a todas luces, una manera de curarse (porque exponerse a una dosis extrema del veneno de la negación de la escritura puede dar como resultado, paradójicamente, la inmunidad a tal veneno) de su propio bloqueo literario de décadas. 

Al escribir sobre cómo otros dejaron de escribir, Marcelo consigue, por un lado, no sentirse solo en su silencio literario (es más, logra aproximarse, acercarse, hermanarse, a una serie de escritores que admira y ama), dejar de percibir como un fracaso el hecho de no haber sido capaz de convertirse en el escritor que en su juventud pensaba que llegaría a ser, de no haber podido volver a la literatura después de publicar su primer libro y único libro, 25 años atrás y, por otro lado, salir de su parálisis literaria, volver a escribir. Al recopilar las historias de esta serie de escritores más o menos reconocidos (de todo hay en esas notas a pie de página), aunque todos ellos sin duda minoritarios, situados en la periferia en relación con la literatura más leída y aceptada en sus respectivos contextos históricos —creadores de narrativas radicalmente atípicas, de universos literarios singulares e irrepetibles que supusieron, de un modo u otro, cierta ruptura con los gustos y las modas literarias imperantes—, que cayeron en el silencio literario, el narrador se reconcilia con su propio silencio.

La maniobra es clara: Marcelo quiere justificar su propia incapacidad para la escritura intentando compararla con la de sus bartlebys, con la de esos escritores que admira de forma entusiasta, defendiendo así su propio silencio literario como una digna e inteligente elección personal, como un signo de distinción que lo aproxima a los bartlebys que idolatra. Escribir sobre ese selecto Club Bartleby es la forma que tiene Marcelo de incluirse en él, de convertirse a sí mismo en socio de honor del club, de codearse con sus escritores más queridos. Además, una vez asegurada su propia inclusión en el club, prepara el paracaídas que ha de amortiguar su propio golpe en caso de caída, de fracaso, de no conseguir llevar a término su obra, acabar sus notas a pie de página, de caer de nuevo en el silencio (es obvio que esa posibilidad y ese miedo están ahí desde el comienzo) con una lista de admirados escritores con los que se identifica en virtud de esa opción, de esa decisión de dejar de escribir. Por tanto, la maniobra es doble: a la vez que justifica su propio silencio literario de 25 años, Marcelo consigue salir al fin de él, volver a ensayar el convertirse en el escritor que desea ser.3 Gracias a su persecución de escritores que dejaron de serlo, Marcelo logra al fin dejar de ser el triste oficinista que siente que es, para empezar a ser al fin el escritor que su bloqueo de 25 años no le permitió llegar a ser.

Marcelo, además, a lo largo de sus 85 notas a pie de página (la primera excentricidad de nuestro narrador es, desde luego, la opción formal de su propia escritura, donde todo es paratexto sin texto),4 introduce a una serie de autores y de personajes de ficción que son tratados por igual, a los que se otorga el mismo estatuto de “realidad”, de “verdad”. Las biografías de los escritores “reales”, sus nombres y anécdotas, son narradas en términos exactamente iguales que las “vidas” de personajes de ficción como Bartleby o Von Gunten. 

Se desdibujan las lindes entre literatura y realidad a fuerza de una operación que se lleva a cabo en ambos sentidos: del mismo modo que los escritores “reales” se insertan en el texto como si fuesen personajes de ficción, literaturizados, por decirlo así, los personajes de ficción son tratados como personas de carne y hueso. El resultado es una borradura de los límites entre la literatura y la vida, la construcción de una “realidad” radicalmente literaria y diferente donde, a la postre, acaba por importar poco lo extraliterario: todo lo que se introduce en el enunciado literario, lo que pasa a formar parte de la ficción, es tratado con carácter de ficción, pero a la vez toda ficción se dibuja como más “real”, más “auténtica” (desde luego, más apasionante, ingeniosa e interesante) que la propia “vida”. Refiriéndose a Bartleby y Wakefield, los personajes de Melville y Hawthorne, Marcelo llega a afirmar: “Qué habría dado yo para que esos sujetos fueran mis mejores amigos” (Vila-Matas, 2002: 125). 

En esa sencilla frase quedan plasmados, tanto el estatuto que da Marcelo a los personajes de ficción, tratados con el mismo grado de “verdad” que las personas “reales”, como el deseo que señalamos un poco más arriba de asemejarse a los escritores y personajes de ficción que forman parte de sus notas, de acercarse a ellos con el deseo de ser capaz de mimetizarse como un camaleón, por contacto. Marcelo escribe sobre un tipo de escritor que le fascina y apasiona no sólo por su narrativa, por su literatura, sino por su propia personalidad: el tipo de escritor que protagonizó una vida tan insólita e inverosímil como literaria (una vida que parece en sí misma una ficción).

El narrador de Bartleby y compañía escribe sobre ese tipo de escritor que él mismo ansía llegar a ser; y, al escribir sobre ese tipo de escritor, lo persigue, lo asedia, lo acecha, para saltar dentro de él, para ser él, para usurpar su lugar o, al menos, para tratar de convertirse en su doble. Marcelo quiere a toda costa ser él mismo un escritor y un personaje de la misma estirpe de aquéllos sobre los que escribe sus notas a pie de página; se esfuerza en buscar filiaciones, por más peregrinas que sean, entre sus bartlebys, en elaborar cuidadosamente el álbum familiar de sus escritores favoritos, para ganarse así un lugar en él, para colar su propia foto y colocarla a hurtadillas entre las demás, para crear una tradición en la que poder inscribirse. Como explica Enrique Schmukler: “Bartleby pasa de ser un personaje literario único, a un modelo y a sus dobles que, por ende, no volverán a significar lo mismo. Vila-Matas multiplica Bartlebys, inventa una serie. Pone en escena una familia de Bartlebys. Crea o propone crear una tradición” (Schmukler, 2008).

Marcelo tiene una tendencia casi enfermiza a querer parecerse a los autores que ama. La nota 57 (Vila-Matas, 2002: 151-164) es especialmente interesante para observar esa tendencia de Marcelo a desear secretamente suplantar a los escritores que admira, a perseguirlos, a convertirse en su sombra, y conseguir, por proximidad y por imitación, ser uno de ellos. El episodio en el que Marcelo narra su relación con Felipe, su amigo de infancia (ese personaje estrambótico que escribe poemas de un solo verso, escucha jazz, lee libros completamente desconocidos para él y está obsesionado con ser moderno, con no resultar anticuado), resulta revelador: “Me dije que tenía yo que convertirme en su sombra, ser su amigo y contagiarme de su distinción” (Vila-Matas, 2002: 152). La admiración de Marcelo por los autores sobre los que escribe se convierte en pura mitomanía (él desea más que cualquier otra cosa hacerse “amigo” de sus autores favoritos, estar cerca de ellos, parecerse a ellos, formar parte de sus vidas, aunque sea gracias a las más nimias casualidades), hasta el punto de llevarlo a imaginar encuentros que nunca tuvieron lugar, a conversar en sueños con ellos, a fantasear constantemente con tenerlos cerca.

Marcelo se empeña en demostrar que esta estirpe de escritores que admira de manera casi patológica (que desea secretamente imitar, incluso suplantar) son miembros de una misma “familia literaria” cuyo árbol genealógico se encarga de dibujar cuidadosamente, obcecado en encontrar las relaciones de parentesco entre ellos y, a la postre, algún detalle, por pequeño que sea, que los ligue a su propia persona, que justifique su sentimiento inconfeso de pertenencia al Club Bartleby. Marcelo necesita que sus bartlebys, sus escritores de referencia, sus ídolos literarios, estén emparentados entre sí, conectados en red, porque sólo a través de ese hilo invisible que une todas esas literaturas dispersas geográfica y temporalmente (y muy dispares entre sí) puede él mismo insertarse en esa gran foto de familia, inscribirse en la genealogía como un bartleby más, como un hijo menor de esa tradición de la negatividad (Vila-Matas, 2002: 131-137). 

Aunque el nexo de unión más evidente entre todos los autores que aparecen en las notas a pie de página es el hecho de formar parte de esa tradición que instaura y propone el propio Marcelo (la de los escritores del No o ágrafos tristes, como él los llama), creando un sustantivo, los bartlebys, para denominar a los escritores que dejan de escribir (previa conversión en mito literario del personaje de Melville), ya hemos visto cómo los escritores que Marcelo reúne en su serie responden a un determinado mito de autor (el bohemio, el raro, el solitario, el excéntrico) que surge en pleno corazón de la Modernidad más crítica.

Marcelo pone a los personajes Wakefield y Bartleby en relación directa, respectivamente, con los personajes que después poblarán los cuentos y novelas de Walser y Kafka: personajes que quieren desaparecer, esconderse, negarse, que “preferirían no hacerlo”. Esos personajes de ficción son, para Marcelo, precedentes también de los propios Walser y Kafka, lo que pone a estos autores en relación, por tanto, a su vez, con Hawthorne y Melville. Marcelo, una vez más en ese juego de disolución de los límites entre la literatura y la vida, busca en la biografía de Melville parecidos razonables con su personaje Bartleby y cree percibir una proximidad entre el escritor de Moby Dick y su escribiente. Aunque Melville no renunció a la literatura, no dejó de escribir, fue haciéndolo cada vez más a la manera de su célebre copista: “Todo lo que escribió en los últimos treinta y cuatro años de su vida fue hecho de un modo bartlebyliano, con un ritmo de baja intensidad, como prefiriendo no hacerlo y en un claro movimiento de rechazo al mundo que le había rechazado” (Vila-Matas, 2002: 136). 

De nuevo, lo que une a esos escritores y sus personajes, además de sus respectivas crisis literarias, de sus dudas sobre las posibilidades expresivas del lenguaje, es la conciencia del sinsentido de la existencia, una profunda sensación de soledad y de estar apartados de la vida del resto de los hombres, una rareza extrema. Marcelo sigue cosiendo su red de pescador, interrelacionando a sus escritores y atrapándolos dentro. Dos ejemplos claros son la descripción de la extraña amistad de dos seres radicalmente raros: Beckett y Joyce (Vila-Matas, 2002: 138) y los parecidos razonables entre Musil y Gadda, a los que sus novelas se les convertían en infinitas hasta el punto de obligarlos a abandonarlas, a dejarlas a medias (Vila-Matas, 2002: 188).

A fin de poder incluir en su Bartleby’s Club a algunos de sus autores favoritos que, en realidad, nunca dejaron de escribir —y no podrían considerarse, por tanto, estrictamente bartlebys—, Marcelo reflexiona sobre cómo la acción de poner un punto final a una obra significa también convertirse en un bartleby. Acabar un texto implica siempre caer en el silencio literario, convertirse momentáneamente en un escritor del No, del mismo modo que negarse a terminar un texto supone también, en cierto modo, convertirse en bartleby. Por eso en las notas de Marcelo aparecen varios escritores que, no habiendo dejado de escribir, no habiendo caído en la agrafia, en el silencio literario, presentan una resistencia casi patológica a terminar sus textos. Es el caso de Felisberto Hernández, que deja siempre sus cuentos huérfanos de final, o de Felipe, el amigo de infancia de Marcelo, hacedor de poemas de un solo verso que deja deliberadamente inacabados, o de Carlos Emilio Gadda, que dejaba sus novelas sin terminar, porque, como él mismo decía, se le iban haciendo infinitas a medida que las escribía (Vila-Matas, 2002: 186). 

Todos ellos conforman una clase especial de bartlebys que, aun “prefiriendo hacerlo”, por alguna razón no eran capaces de hacerlo del todo, de llegar hasta el final, de contemplar un cierre a su escritura. Ellos representan una particular manera de aceptar esa imposibilidad de la literatura de llevarse a término, una forma peculiar de asumir los presupuestos teóricos surgidos en plena crisis de la Modernidad, sin renunciar por ello a la escritura. En esta particular manera de presentarse el síndrome bartleby, el silencio literario se produce dentro de la propia obra, que jamás concluye, que se deja voluntariamente coja, como metáfora tal vez de la cojera de la propia realidad: “Felisberto Hernández, escritor y al mismo tiempo pianista de salones elegantes y de casinos de mala muerte, autor de un espacio fantasmal de ficciones, escritor de cuentos que no acababa (como indicando que en esta vida falta algo), creador de voces estranguladas, inventor de la ausencia” (Vila-Matas, 2002: 95).

Los bartlebys por derecho que protagonizan las notas a pie de página del texto invisible de Marcelo son, sin excepción, personajes extravagantes que dejan de escribir por razones igualmente singulares: la muerte del tío Celerino (en el caso de Rulfo), el hecho de “no hablar bien el inglés” (en el caso de Alfau), la sensación permanente de “no estar en disposición” (en el caso de Emilio Adolfo Westphalen, de quien Marcelo nos cuenta que permaneció 45 años en estricto silencio poético y, las pocas veces que aparecía en público, lo hacía “cubriéndose el rostro con la mano izquierda” —Vila-Matas, 2002: 192—). 

Hay casos, como el de Enrique Banchs, que enmudece misteriosamente tras publicar La urna, en los que el silencio literario carece de toda explicación, lo cual hace que adopte cierto aire de leyenda (Vila-Matas, 2002: 108). Hay otros casos, como el de Henri Roth, en los que un silencio de décadas se rompe impredeciblemente cuando ya nadie lo espera (ante el primer fracaso de su novela Llámala sueño, Roth decidió dedicarse a otras cosas y dejar de escribir; sólo cuando, treinta años después de publicar esa primera novela, ésta se reeditó con gran éxito, Roth se propuso que, en el caso de traspasar el umbral de los ochenta años, volvería a publicar. Así, en los últimos años de su vida, se editó A merced de una corriente salvaje, donde Roth ironizaba ferozmente sobre el mundo del arte y la figura del escritor de prestigio). En la nota 60, el personaje apócrifo Paranoico Pérez, del autor igualmente apócrifo Antonio de la Mota Ruiz, se niega a escribir porque asegura que, cada vez que tiene una idea para un nuevo libro, Saramago se adelanta a él y acaba por robársela.

En la galería de autores de Marcelo, insistimos, no desfila un solo personaje común —él mismo dirá: “Me he quedado pensando en lo mucho que me gustan los tipos inverosímiles” (Vila-Matas, 2002: 98). El narrador de Bartleby y compañía procura presentar biografías excepcionales, hacer hincapié en las anécdotas que convierten las vidas de sus autores en vidas atípicas y singulares.5 Incluso en su silencio, en su forma de callar, en su manera de no hacer (tal y como le ocurría a Bartleby, el personaje de Melville, que era en su inacción, en su omisión, en su no-hacer, donde se desvelaba como tremendamente irreverente, original y subversivo), los escritores que protagonizan las notas a pie de página de Marcelo se dibujan como seres especiales, fuera de lo común. Marcelo cataloga distintas formas de callar y va esbozando, a partir de una serie de coincidencias más o menos accidentales, ese árbol genealógico que emparienta a unos escritores con otros. 

Los hay que renunciaron a escribir porque comprendieron que nunca iban a ser capaces de superar lo que ya se había escrito, porque adquirieron el compromiso moral con la literatura de escribir una obra maestra o no escribir nada, y acabaron aplastados por el peso de tamaña responsabilidad. Hay también escritores desaparecidos, personajes misteriosos que acaban adquiriendo aire de leyenda, de irrealidad, convertidos en escritores ocultos a la manera de Salinger, Pynchon o Gracq (Vila-Matas, 2002: 46-47), eternamente disfrazados, como Craven (que se ocultó tras una infinidad de pseudónimos y se inventó para sí varias biografías y nacionalidades) o cuyo silencio literario se asocia a su desaparición física, como el caso de Crane perdido en México.6

De cualquier modo, como estamos viendo, todos los autores de las notas de Marcelo son personajes insólitos, que andan a disgusto con la realidad y con sus congéneres, que a menudo sienten que no encajan en el mundo, que les falta algo, algo difícilmente identificable que, de un modo u otro, buscan en la escritura; personajes de otro mundo, que parecen ellos mismos salidos de dentro de la ficción y que debido a sus anomalías, que a menudo son percibidas por su entorno como extravagancias y sinsentidos, sufren la incomprensión, la soledad, el aislamiento, llegando incluso sus desencuentros con el mundo al punto de arrastrarlos a la locura o al suicidio —Beckett, Alfau, Walser, acaban recluidos en asilos (Vila-Matas, 2002: 24)—, pero que, precisamente por ser especiales, distintos, consiguen dar a luz universos de ficción originales, únicos, valiosos (y aquí el adjetivo “valiosos” resulta imprescindible, porque contraviene totalmente las teorías posmodernas que tratan de desnudar de toda aura y de todo prestigio a la literatura a fin de acabar con el estatuto de poder, de autoridad, del autor, y nos pone sobre la pista de una noción de lo literario con claras reminiscencias de cierto idealismo moderno).

Los escritores que aparecen en la trilogía son atípicos de maneras muy distintas, desde el misterioso Salinger, paradigma del escritor oculto, al joven Rimbaud, un poeta alucinado con una imaginación tan poderosa como incompatible con la realidad asumida por la mayoría, pasando por aquellos escritores cuyas anomalías se trasladan también al plano físico y se nos presentan como personajes extravagantes y raros en su indumentaria y sus maneras (es el caso de la descripción de Sócrates en la que Marcelo cree estar viendo retratado al poeta Pere Gimferrer —Vila-Matas, 2002: 25—).7 No es, repetimos, cualquier escritor que haya dejado de escribir el que aparece en las notas a pie de página de Marcelo: es un tipo de escritor excéntrico, raro, peculiar y, en cualquier caso, completamente fuera de la norma social y literaria del momento, que casa perfectamente con el mito del autor surgido en plena crisis de la Modernidad.

El selecto Club Bartleby es un club de inadaptados, de tarados, de auténticos lunáticos a ojos de las gentes de bien. Es el club al que pertenecen todos los autores de la literatura “auténtica”, de “alto riesgo”, que Vila-Matas defiende a ultranza. Marcelo traza una genealogía, une a esos autores dispersos que ama por sus distintas rarezas (y, sobre todo, por su capacidad de llevar esos caracteres singulares, esas personalidades a contracorriente, al interior de sus literaturas y dar a luz propuestas narrativas o poéticas innovadoras y fascinantes) y rastrea con su ejercicio historiográfico una tradición literaria con el propósito de inscribirse él mismo en ella. Y, al unir bajo su particular mirada histórica a autores aparentemente inconexos (desde el punto de vista de la historiografía positivista al uso, de la historiografía cientificista de las literaturas nacionales, las generaciones de escritores, las escuelas y los movimientos literarios), los separa radicalmente del resto de escritores, de ese otro tipo de autor acomodado y normativo que a Marcelo, al igual que al propio Vila-Matas, le genera un rechazo radical. 

Los bartlebys de Marcelo, sujetos por el hilo argumental en cierto modo caprichoso (o, al menos, fuera de toda ortodoxia teórica) de haber abrazado, aunque de formas muy dispares, el silencio en algún momento de sus trayectorias como escritores, forman un heterodoxo grupo que, por encima de todo, los sitúa en clara oposición al escritor-funcionario que, cuando se aleja de su escritorio, se convierte en un tipo “normal”. En no pocos lugares ha postulado Vila-Matas su teoría de que la literatura incapacita para la vida, aparta de la vida, porque el auténtico escritor no sabe leer la vida, el mundo que le rodea, si no es en clave literaria. El escritor tiende a literaturizar la vida de tal modo que ficción y realidad se entremezclan y confunden y, por ello mismo, lo que otros llaman la vida “real” se le escapa por completo de las manos. Para Vila-Matas, es quizás porque hay de antemano en ciertas personas una tendencia a alejarse, a distanciarse de la realidad oficial, impuesta, y de las “verdades” que la gran mayoría parece aceptar sin problemas, que existe en ellos un impulso hacia la escritura, hacia la literatura. 

Para cierto tipo de “inadaptados”, para aquellos que no saben “vivir”, sólo queda el refugio de la ficción. Las lindes entre literatura y realidad, entre vida y ficción, se desdibujan, pero, a la vez, ambas se presentan como agua y aceite, como indisolubles e irreconciliables: se escribe porque se deja de vivir o se elige en un determinado momento la vida y, por ello, se deja de escribir, se calla (es el caso de Petronio —Vila-Matas, 2002: 98—). El tipo de escritor que de verdad es capaz de vivir en la ficción, de configurar su propio universo en la palabra, está incapacitado por ello para lo que el común de los mortales denomina “la vida”. Vivir y escribir no son, para Vila-Matas, empresas compatibles.

La enfermedad, el dolor, la soledad, las distintas patologías psicológicas y físicas, son contempladas por Marcelo, de una manera altamente nietzscheana, como motores de la genialidad, de la originalidad, generadores de nuevas sensibilidades: “La enfermedad no es catástrofe sino danza de la que podrían estar ya surgiendo nuevas construcciones de la sensibilidad” (Vila-Matas, 2002a: 149). Esa incapacidad para la vida de cierto tipo de escritor que predomina en las notas de Marcelo, tiene algo de “monstruosa”, de “inhumana” (de un modo muy parecido al Zaratustra de Nietzsche); Marcelo habla de una “frialdad del alma” y una distancia para con la realidad, para con los otros. Pero esa distancia, esa sensación de extranjería con respecto a su propia especie, esa falta absoluta de empatía con lo normal, con lo común, es precisamente la que hace posible que el escritor conciba ficciones que, por irreales, por estar tan fuera de lo común, nos resultan fascinantes. 

Ese tipo de escritor extraño, extranjero en el mundo, mira constantemente la realidad con las lentes de la ficción, de lo literario (lo cual la mayoría de las veces lo vuelve insensible al dolor de los otros, a las vidas “reales” de los otros, que a él le parecen anodinas y carentes del más mínimo sentido). Convierte la realidad en ficción desde el mismo momento en que la observa y para él las personas muchas veces no son más que posibles personajes de lo que anda escribiendo. Su tendencia hacia la escritura, hacia la literatura, los aleja radicalmente de los demás, los aparta de los otros, los convierte en “grandes tarados sin sentimientos” (Vila-Matas, 2013: 50).

Muchos de los escritores que aparecen en las notas a pie de página de Marcelo fueron incomprendidos, incluso rechazados, por el mundo de la crítica y por el público. En el momento en que publicaron no tuvieron mucho éxito (es el caso del propio Melville, de Roth). Para Marcelo, ese dato confirma aún más la genialidad de sus literaturas y, de paso, lo redime de su propio fracaso literario. En cierto modo, también Vila-Matas se venga a través de Marcelo y de los ejemplos de grandes autores ignorados o rechazados en su tiempo, del desdén con que la crítica trató sus primeras obras en el Estado español y de la escasa recepción lectora que su obra tenía hasta la publicación de Historiaabreviada de la literatura portátil. 

Pero lo que en última instancia nos está diciendo Vila-Matas es que prefiere aquella literatura que, por su complejidad, por su veta experimental, rupturista, vanguardista, ha necesitado tiempo para ser reconocida y aceptada. Se maneja, pues, un concepto de autor muy cercano a la mitología modernista y vanguardista: el “poeta maldito”, l’enfant terrible, el “genio loco”, el visionario que resulta incomprensible o escandaloso; una literatura minoritaria, que dota de cierta distinción al que la sabe valorar, con la que Marcelo, al igual que Vila-Matas, guarda una relación casi de coleccionista, de fetichista. El concepto de literatura que se maneja en Bartleby y compañía es elitista, aristocrático, plenamente moderno, por tanto.

Antes de terminar este repaso al mito de autor que funciona en las notas de Marcelo, queremos señalar que nos resulta muy sintomática la ausencia de mujeres bartlebys en la novela vilamatasiana, cuando la historia de la literatura está plagada de ellas. Son muchas las mujeres que, pudiendo escribir, no llegaron a hacerlo o que se dedicaron a una escritura secreta que jamás publicaron o que cayeron en el silencio literario tras el rechazo social que generaron sus obras. La historia literaria está plagada de mujeres que firmaron sus obras con nombre de varones, una muy particular e interesante forma de bartlebysmo a la que Vila-Matas tristemente sólo dedica una mínima nota, cuya pluma estuvo detrás de los escritos publicados por sus esposos. Mujeres dedicadas a una escritura secreta, privada, que precisamente no es que “prefirieran no hacerlo”, sino que se vieron forzadas a ello. 

Si hay silencios literarios numerosos y desconocidos que rastrear en la historia de la literatura son los de las mujeres, y la elaboración de ese catálogo de ágrafas forzosas sería una interesante réplica al texto vilamatasiano.8 Sólo aparecen tres mujeres escritoras en las notas de Marcelo: María Lima Mendes (una escritora apócrifa luso-cubana que comienza su novela Le cafard y queda bloqueada por culpa del chosisme de Robbe-Grillet y a los críticos más renombrados de la revista Tel Quel, como Kristeva y Barthes, de los cuales María no entiende una sola palabra —no podemos dejar de señalar que la clave humorística de esa nota y la crítica irónica que Marcelo hace a través de ella de la Nouvelle Critique francesa y el Nouveau Roman, salpican de paso al propio personaje femenino de María, que se presenta como un personaje cómico que roza la caricatura, no dejando muy bien parada a una de las tres únicas mujeres que aparecen en las notas de Marcelo—), Klara Whoryzek (escritora también apócrifa, autora de una sola novela, La lámpara íntima, que deja de escribir porque sus libros “no se dirigen a nadie” y muere de hambre en 1915 como protesta contra la guerra) y Marianne Jung, única escritora real de las tres, autora secreta de algunos de los poemas de Goethe, tal y como confesó el propio poeta antes de morir.

Segunda parte

“El mal de Montano”, de Enrique Vila-MatasEl mal de Montano, una cruzada contra los enemigos de la literatura

Si Bartleby y compañía, como vimos en la primera parte de este artículo, es un inventario de ese tipo de escritores que Vila-Matas convierte casi en mitos literarios a lo largo de la trilogía (el escritor aurático de la Modernidad negativa: el loco, el raro, el genio, el solitario, el excéntrico cuya inusual forma de ser es la que le lleva a crear un universo de ficción único, a articular una voz propia, un estilo personal apartado de las convenciones literarias), en El mal de Montano va a aparecer ya su antagonista: un tipo de escritor contrapuesto a los miembros de ese secreto ClubBartleby, alejado por completo del concepto de literatura que maneja y defiende Vila-Matas. En la primera parte de la novela, Girondo va a obsesionarse por combatir a este antihéroe literario, a este archienemigo de la literatura (para nuestro narrador, un farsante, un timador, un polizón, un infiltrado, una amenaza enmascarada para la “auténtica” literatura) que, en nuestro tiempo, ocupa los escaparates de las grandes librerías y se pasea por ferias del libro, programas de televisión y tertulias radiofónicas, reduciéndose él mismo a mero soporte publicitario de su obra (a la que convierte a su vez en un producto más, en una mercancía más de la maquinaria productiva del capital). 

Para Girondo, el escritor aborregado, mercantilista, servil con las convenciones y las modas literarias que ocupan el centro de un sistema cultural dominado hoy por una lógica puramente economicista, es un claro enemigo de la literatura. El escritor comercial, el escritor de éxito que se pliega a los dictados del mercado, el escritor profundamente amoldado al capitalismo neoliberal, a la Posmodernidad más vacía y relativista, resulta, a principios del siglo XXI, ser la amenaza más peligrosa para la literatura.

Para el narrador de esta segunda novela de la trilogía, ese otro espécimen de escritor que abunda en la literatura actual es el que pone en peligro a la literatura misma, es responsable de su agonía, quien está llevándola hacia su extinción. En la primera parte del libro, titulada como la propia novela (El mal de Montano), Girondo, el crítico literario que se convierte en escritor a través de la redacción de un falso diario que va transformándose en novela a medida que avanza en la escritura —ese enfermo crónico de literatura, Don Quijote contemporáneo que lee la realidad en clave de ficción—, se erige en armas contra esos escritores-topos9 que trabajan bajo tierra para acabar con la literatura, contra esos enemigos de lo literario que confabulan en la sombra poniendo en peligro la vida de la auténtica ficción. Girondo se convertirá en el adalid de un tipo de literatura casi extinta, una literatura de riesgo, ajena al mercadeo y los porcentajes de ventas; una literatura en vías de extinción en la Posmodernidad complaciente con el neoliberalismo. 

Desde su trinchera convocará al frente de resistencia a una serie de autores, en su mayoría pertenecientes a otro tiempo (al tiempo en que la Modernidad, aun siendo cuestionada en muchos de sus presupuestos, conservaba aún cierta fe en la belleza, en la verdad, en el sentido), que se definirá como más digno y auténtico, en el que la literatura no se había convertido aún en un negocio mundial, en una industria para masas, pero también a un puñado de autores contemporáneos que mantienen vivo hoy el espíritu de las vanguardias modernas, con la esperanza de ganar la batalla a los enemigos de lo literario. 

En ese ejército de insurrectos que enfrentan al batallón de topos dispuestos a acabar con la literatura, vuelven a aparecer muchos de los nombres que habían desfilado por Bartleby ycompañía, e ingresan nuevos soldados: Justo Navarro, Julio Arward, Sergio Pitol, Perec, Kafka, Sebald, Walser, Walter Benjamin, Macedonio Fernández, André Gide, Beckett, Pessoa, Borges, Gombrowicz, Valéry, Renard, Michaux, Pavese, Blanchot, son, junto al raro escudero de Girondo (que a veces funciona, al modo cervantino, como contrapunto a las excentricidades de nuestro protagonista, y otras como instigador de las mismas), Tongoy (el hombre más feo del mundo), los aliados de nuestro narrador en su intento de frenar la conspiración de proporciones mundiales que tiene lugar bajo tierra y que amenaza con exterminar a la literatura.

El enfrentamiento entre estos dos tipos de escritor diferenciados claramente a lo largo de la trilogía, aparece en El mal de Montano desde el comienzo y es el que mantiene la tensión narrativa durante toda la primera parte del libro, reapareciendo más adelante y convirtiéndose en la clave del final de la novela: las últimas palabras que cierran El mal de Montano son un gesto de dignidad y de resistencia contra esos enemigos de lo literario, una clara amenaza contra esos escritores que, aun pareciendo haber vencido, haber arrinconado completamente el concepto de escritor y de literatura que dominaba en la Modernidad, aun pareciendo haber conquistado el mundo de las letras, “con Praga nunca podrán”. Queda Praga, pues, como reducto invulnerable a las embestidas de la literatura posmoderna, del imperio de la industria cultural, del mercado global de las letras. 

Queda Praga, la ciudad de Kafka, como último bastión de la auténtica literatura, metáfora de toda una tradición literaria que siempre fue minoritaria, pero que asomó la cabeza sobre el fango y siguió respirando, gracias a su calidad ética y estética, a su sentido del riesgo, a su valentía a la hora de navegar a contracorriente y desoír las modas y los clichés literarios de su tiempo, a su firme voluntad de no limitarse a repetir las fórmulas de éxito comercial. Una tradición literaria poblada de raros, de excéntricos, de marginales, de escrituras únicas, de mundos delirantes, inverosímiles, desquiciados (y, por ello, profundamente literarios) que, aunque mucho menor en cantidad y en lectores que las escrituras dictadas por el mercado, sigue adelante. Una literatura en vías de extinción, pero no extinta, condenada a ser minoritaria, marginal, periférica, pero que existe y seguirá existiendo siempre, porque “Praga es intocable” (Vila-Matas, 2002: 316).

Frente a la respuesta posmoderna, al nihilismo pasivo que, bajo fórmulas discursivas derrotistas o de celebración, se sitúa ya más allá de la literatura, en un tiempo “post mortem” desde el que festeja como algo liberador el fin de la literatura y del autor modernos o llora en oscuros cementerios el mausoleo del Gran Estilo, recordando con pesimista nostalgia que “cualquier tiempo pasado fue mejor”, Girondo se muestra rotundo: efectivamente, hoy, la literatura está amenazada por los dictados del mercado, por las desproporcionadas dimensiones que ha adquirido el capitalismo neoliberal, capaz de absorberlo todo, pero la agonía de lo literario no puede llevarnos a proclamar sin más su muerte, sino a seguir luchando por su vida. Las narrativas de resistencia nunca morirán y, mientras no lo hagan, la literatura permanecerá a salvo. Aunque sólo quede una isla remota en mitad de un océano plagado de petróleo, los habitantes de esa pequeña isla permanecerán insobornables, en pie de guerra, en armas contra la nada literaria que los acecha.

En el mapa mundial del estado de la literatura que Girondo cartografía durante la primera parte de El mal de Montano, con su siniestra orografía de montañas, volcanes, zonas de sombra y galerías subterráneas donde esos enemigos de lo literario se ocultan y desde donde planean la destrucción definitiva de la literatura, hay un lugar pequeño, una ciudad amurallada, un espacio intacto que jamás capitulará: Praga. Praga representa, obviamente, toda una tradición literaria, que es la misma que los narradores vilamatasianos rastrean, estudian, se esfuerzan en poner en relación, y en la que, a la postre, desean inscribirse, tanto ellos como el propio Vila-Matas. Se trata de esa tradición de dignidad y resistencia literarias de la que formaban parte los escritores del selecto Club Bartleby y a la que se suman, en esta segunda entrega de la trilogía vilamatasiana, muchos otros nombres.

La presencia en el panorama de las letras contemporáneas de estos dos tipos enfrentados de escritores da como fruto la existencia de dos formas de literatura contrapuestas: para Girondo, por un lado está la literatura “real”, “auténtica”, la literatura resistente que tiene en Praga su residencia simbólica y con la que “nunca podrán”, y, por otro, la falsa literatura de los que fingen ser escritores y no son otra cosa que mercaderes. La ventaja del primer tipo de literatura sobre el segundo es, sin duda, su pervivencia en el tiempo, su resistencia al desgaste de los años. Para Girondo, la buena literatura, a pesar de no irrumpir casi nunca en el mercado con grandes aspavientos, a pesar de aparecer siempre de forma más discreta, a pesar de pasar muchas veces desapercibida para el tiempo en que se genera, siendo incluso rechazada en el contexto en que se produce, cuenta con el tiempo como su mejor aliado. Lejos de las obras anunciadas a bombo y platillo, de los éxitos tan rápidos como fugaces de la literatura comercial, la “auténtica” literatura establece un misterioso lazo con el ser humano que la mantiene viva en otros tiempos, en otros contextos sociales, más allá de aquellos en los que se produce:

Permítanme decirles que desde siempre la literatura real, la verdadera, se ha desarrollado serenamente hasta alcanzar la categoría de duradera. La de los dueños de los topos de Pico, en cambio, es toda apariencia, pues la practican animales que se hacen pasar por escritores y cuya literatura va al galope a través del ruido y de los gritos de aquellos que la practican, y presenta cada año millares de obras en el mercado, aunque al cabo de los años uno se pregunta dónde están y qué ha sido de su renombre tan rápido y ruidoso; es, pues, una literatura pasajera, a diferencia de la real, que es permanente, aunque en los tiempos que corren la real tiene que hacer un esfuerzo cada vez más duro para resistir la embestida de los dueños de los topos (Vila-Matas, 2007: 224).

Es en la literatura (en la auténtica y minoritaria literatura, en esa que está desde hace siglos en peligro de muerte constante) donde pervive el alma del ser humano, refugiada de las embestidas de este tiempo miserable que nos ha tocado vivir. La literatura no sólo indaga en el espíritu del ser humano y en nuestras relaciones con el mundo haciendo más comprensible la vida misma, sino que es la prueba irrefutable de que somos capaces de pensar otros mundos, otras formas de existencia y reexistencia que, sin duda, son moral e intelectualmente más dignas, más “altas”: “Me pregunto por qué debo pedir disculpas por ser tan literario si a fin de cuentas la literatura es lo único que podría llegar a salvar el espíritu en una época tan deplorable como la nuestra. Mi vida debería ser, ya de una vez por todas, total y únicamente literatura” (Vila-Matas, 2007: 201).

De ahí la obsesión por lo literario de Girondo. De ahí que el narrador de El mal de Montano, que acude a Valparaíso a finales del siglo XX para curarse de su “mal de Montano”, de su enferma tendencia a leer el mundo y la realidad en clave literaria, acabe decidiendo, por prescripción de su amigo Tongoy, sustituir su obsesión por literaturizar su propia vida por una misión aún más “literaria”: la de preocuparse por la muerte de la literatura, la de convertirse en el guardián de la “auténtica” literatura. Hay aquí una clara ironía contra esa tendencia posmoderna a dar por fallecida a la literatura, a ese sentimiento de pérdida que no es en absoluto vivido por los narradores de Vila-Matas como algo que haya de celebrarse, pero a la vez hay un grito de resistencia, una llamada de atención clara a los enemigos de lo literario, que reconoce la agonía de lo literario en el mundo contemporáneo, pero que nos recuerda que, aunque en vías de extinción y cada vez más arrinconada, pervive una noción de la literatura aún moderna, que otorga a la escritura, a la ficción, un valor inmenso. 

La literatura constituye un “refugio ante la aspereza de la vida” (Vila-Matas, 2002: 157), es “un mundo autónomo, una realidad propia” (Vila-Matas, 2002: 178), que incluso supera en muchos aspectos a la vida: “Después de todo, el tránsito instantáneo hacia otras voces y otros ámbitos es una de las secretas ventajas de la literatura sobre la vida, porque en la vida ese tránsito nunca es sencillo, mientras que en los libros todo es posible y además, muchas veces, de una forma asombrosamente fácil” (Vila-Matas, 2002: 170).

La muerte de la literatura, tema presente casi desde el comienzo de la Modernidad (una Modernidad contradictoria que, como hemos explicado largamente, se cuestiona a sí misma, se pone en crisis, casi desde el mismo momento en que surge), no se encara al modo posmoderno, no se narra como un hecho de facto ya acaecido, sino que se tantea a la manera de la Modernidad negativa: es vivido como una amenaza, como algo que se adivina al final del horizonte pero que aún no ha sucedido y contra lo que hemos de luchar. Hay en la forma de enfrentar la realidad agónica de la literatura de nuestro posmoderno mundo, una crítica radical, rotunda, a nuestro tiempo, a la conjunción de Posmodernidad y capitalismo neoliberal. Es la ligazón de la literatura con el mercado la que está provocando, precipitando la muerte de la literatura. Es el dominio del mercado sobre el propio concepto de arte lo que convierte el nuestro en un tiempo dominado por la farsa, el fraude, los fuegos de artificio, los bailes de máscaras, la mentira voraz que lo consume todo. Y en ese tiempo, sólo podemos mirar hacia el pasado con nostalgia por aquello que hemos perdido, pero también con la clara y firme intención de recuperarlo:

Una lenta, envolvente, cada vez más profunda nostalgia por todo aquello que la literatura había sido en otro tiempo se confundía con la niebla a la hora del crepúsculo. Yo me veía como un hombre muy engañado. En la vida y en el arte. En el arte me notaba rodeado de odiosas mentiras, falsificaciones, mascaradas, fraudes por todas partes. Y cuando miraba lo que tenía frente a mis ojos veía siempre lo mismo: la literatura a comienzos del siglo XXI, agonizando (Vila-Matas, 2007: 245).

La proclamación de la muerte de la literatura no es algo deseable y liberador para Girondo, sino un hecho terrible que se viene acercando desde hace mucho tiempo y que, sin embargo, afortunadamente, nunca termina de ocurrir. La literatura agoniza, sí, pero no ha muerto todavía, aún puede “salvarse”. Girondo no es el superhombre nietzscheano (tal y como la Posmodernidad ha leído, ha interpretado este concepto del filósofo alemán) que se jacta de estar ya más allá del bien y del mal, que se ha desembarazado de todo valor y de toda moral y proclama con su inhumana risa la muerte de Dios. 

El suyo es el gesto de un hombre profundamente moderno (aunque la de Girondo sea una posición crítica con la Modernidad central, con el discurso dominante) al que le aterra quedarse a la intemperie, que duda de la existencia de Dios (como símbolo del sentido, de la verdad, de la metafísica),10 que es plenamente consciente de que éste es un invento nuestro, pero que no sabe o no quiere renunciar del todo a creer en él, porque intuye que desterrarlo de su imaginario sólo le dejará una heladora sensación de orfandad, de desamparo. Girondo es el hombre crítico de la Modernidad negativa, que sabe que la fábula de la Verdad, fábula es, pero que, aun así, no quiere renunciar a seguir fabulando (en realidad, esa es la verdadera fórmula que propuso Nietzsche, quien nos invitó a “seguir soñando sabiendo que soñamos”):

La muerte de la literatura. Allí en la terraza del Brighton, al oír las palabras de Tongoy, primero miré de nuevo hacia la bahía, después a Margot, que me sonreía —como diciendo: exacto, en la muerte de la literatura—, y acabé volviendo a mirar a la bahía y al horizonte e imaginando que en el filo mismo de ese horizonte se veían unas nubes difusas que anunciaban una dura tormenta y, con la llegada de ésta, el fin de los libros, el triunfo de lo no literario de los escritores falsos (Vila-Matas, 2007: 61-62).

La medicina que Tongoy ofrece a Girondo para curarse de su “mal de Montano” resulta ser una píldora envenenada. Girondo no tarda en caer en una especie de delirio de grandeza que le lleva a pensarse como el único salvador posible de la literatura, como un “Quijote lanza en ristre contra los enemigos de lo literario” (Vila-Matas, 2007: 62) y, emulando a Nietzsche, se imagina a sí mismo como alguien cuyo nombre evocará en un futuro el recuerdo de una crisis sin precedentes de la literatura que fue superada sólo gracias a su heroicidad. Obviamente, la propuesta de Tongoy para sanar a Girondo se convierte, en la mente enferma del narrador, en la excusa perfecta para no abandonar sus pensamientos literarios, so pretexto del deber moral que acaba de contraer con la literatura misma, a la que se ha propuesto salvar de la muerte. Para ello, y llegando a la cota más alta de su enfermedad, decide encarnarse en la Literatura, convertirse él mismo en la Literatura (ya unas páginas antes, Girondo nos cuenta que ha recibido un cuento de su hijo Montano que “contiene toda la memoria de la literatura” y que se está planteando “ser” él mismo ese cuento —pág. 58—):

Me dije que (…) sería en aquel momento conveniente y necesario, tanto para el aumento de mi honra como para la buena salud de la república de las letras, que me convirtiera yo en carne y hueso en la literatura misma, es decir, que me convirtiera en la literatura que vive amenazada de muerte a comienzos del siglo XXI: encarnarme pues en ella e intentar preservarla de su posible desaparición reviviéndola, por si acaso, en mi propia persona, en mi triste figura (Vila-Matas, 2007: 63).

Girondo traslada así su delirio personal en clave metaliteraria al ámbito general del estado de las letras contemporáneas. Ya no es él el amenazado por el mal de Montano, sino la literatura misma. A partir de ese momento, todo su afán será el de cartografiar el “mapa” de los peligros que asedian a la literatura y estudiar de cerca a los enemigos de lo literario para poder combatirlos. Vila-Matas, a través de su quijotesco narrador, de esta delirante caricatura del personaje cervantino con el que nació la narrativa moderna (obviamente, esa relectura de Cervantes no es casual, está preñada de significado), arremete, parapetado tras el humor, contra el panorama literario actual y hace una crítica despiadada a la irresponsabilidad de una industria cultural cada vez más poblada de firmas y al clima mismo de tolerancia editorial que hace que todo tipo de libros tengan cabida sin que opere ningún criterio de calidad estética o de valor intelectual, guiándose las publicaciones exclusivamente por las razones propias del dios Mercado. 

La mayoría de las editoriales únicamente se dejan convencer por las previsiones de éxito comercial, de tal modo que pareciera que “todo el mundo se siente capaz de escribir una novela sin haber aprendido nunca ni siquiera los instrumentos más rudimentarios del oficio” (Vila-Matas, 2007: 64).

Es claro el rechazo ético y moral a una industria literaria absorbida completamente por la lógica del capitalismo neoliberal y por el “todo vale” impuesto en la Posmodernidad triunfal (un “todo vale” que, como hemos visto ya, es equivalente a decir que nada posee un “valor” en el sentido moderno del término —un valor moral o estético; a nada se le exige ya un compromiso mínimo con la “verdad”, la “belleza” o la “bondad”, ni tan siquiera reformuladas éstas desde el escepticismo o la mirada crítica propios de nuestro tiempo—, sino que el valor que pueda tener una obra es ya mero valor de uso y de cambio, el valor de cualquier mercancía). Girondo rastrea en la historia de la literatura la existencia de ese mal de Montano de las letras y lo localiza en el corazón mismo de la Modernidad (cuando las relaciones entre literatura y capitalismo comienzan a configurarse):

Acabé concentrando mis pensamientos en la provincia más mundana y necia del mal de Montano de la literatura, y me dije que no era una zona geográfica con pocos años de existencia, pues en realidad Milton, por ejemplo, ya hablaba de ella cuando decía haber visitado una nebulosa zona gris, una provincia en la que sus habitantes se dedicaban, por costumbre, a machacar la elegancia de espíritu y las más nobles corrientes de la tradición literaria (Vila-Matas, 2007: 64).

Así, la agonía de la literatura está estrechamente vinculada a la aparición y el desarrollo del capitalismo. Es, pues, una cuestión plenamente moderna, aunque también lo es el esfuerzo por generar discursos al margen de esa tendencia del Mercado a absorberlo todo, el esfuerzo por mantener viva la literatura, tal y como se entiende en la Modernidad crítica. Girondo se dedica a trazar ese complejo mapa del mal de Montano de la literatura, a analizar los males propios de la literatura de finales del siglo XX. En ese mapa, España es sólo un “suburbio” de las afueras que el narrador ni siquiera se molesta en dibujar. En ese suburbio se repiten las fórmulas manidas del realismo decimonónico y se desprecia el pensamiento, dice Girondo:

Casi en las afueras se halla un suburbio al que llaman España —aún ni lo he dibujado—, donde se jalea una especie de realismo castizo del siglo XIX y donde para una gran parte de los críticos y los lectores lo normal es el desprecio por el pensamiento. Una perla de suburbio. Por si fuera poco, ese suburbio está conectado a través de un túnel submarino con una especie de territorio que recuerda a aquella isla del Realismo que descubriera Chesterton, una isla en la que sus habitantes aplauden apasionadamente todo lo que les parece arte verdadero y gritan: ¡Eso es arte verdadero! ¡Así es como son las cosas verdaderamente! (Vila-Matas, 2007: 65).

En el plano extraliterario (en el circuito externo de la comunicación literaria, que, en el caso concreto de la escritura vilamatasiana, suele “colarse” a menudo en el circuito interno, en forma de autoficción), intuimos una clara contrarréplica vilamatasiana a aquellos críticos que, tras la publicación de Bartleby y compañía, enfrentan al autor catalán con la acusación de ser excesivamente metaliterario. Vila-Matas, con una habilidad sorprendente y utilizando a su narrador como portador de los dardos envenenados que él mismo quisiera lanzar a sus críticos, se radicaliza en sus posiciones para defenderse de sus acusadores de la forma más inteligente: aparentando no defenderse, autoinculpándose, confesando su “crimen”, dándoles la razón. Al convertir en literatura y trasladar al interior de El mal de Montano las propias acusaciones que se le hacen como autor e introducir su respuesta, en forma de ficción, en el interior del enunciado literario, Vila-Matas da una vuelta de tuerca que deja sin armas a sus detractores. 

Es más que sabida la inquina de Vila-Matas hacia esa tendencia al realismo costumbrista que sigue imperando en la narrativa del Estado español, así como es conocido por todos (porque él mismo lo reconoce abiertamente) el rencor que Vila-Matas guarda a los críticos que despreciaron sus novelas al comienzo de su carrera literaria sólo porque se salían de esa norma realista, porque les inquietaba el no saber dónde encasillarlas. No en pocas ocasiones Vila-Matas se ha referido a lo mucho que le costó hacer algo nuevo y diferente en un contexto totalmente adverso. Girondo, pues, es una caricatura del propio Vila-Matas visto a través de los ojos de esos críticos que rechazan su escritura por considerarla “demasiado metaliteraria”. Vila-Matas, una vez más, utiliza las críticas a modo de trampolín, hace gala de aquello que le reprochan y lo convierte en su propio programa estético (demostrando así que aquello que le reprochan ciertos críticos es, precisamente, lo que lo convierte en un escritor con voz propia, distinto a los demás). En otras palabras, muestra a los críticos el error de considerar algo negativo sus continuas referencias literarias y demuestra que, no sólo no es un vicio de su estilo, sino que es el mayor logro de éste, la fórmula de su éxito.

Pero regresemos al interior del enunciado literario, donde el narrador está solo y Vila-Matas ni importa ni existe. A Girondo, el nuevo papel de salvador de la literatura que se ha autoimpuesto siguiendo el consejo de Tongoy le sirve como coartada para dar rienda suelta a su enfermedad, a su personal mal de Montano, sin tener ya que preocuparse de lo que piensen su mujer o sus nuevos amigos y sin tener que defenderse, habiendo transformado a sus propios ojos su patológica obsesión en la heroica, loable e ingente tarea de rescatar a la literatura del cenagal en que la ha sumido su inclusión en la industria capitalista del ocio para masas:

Yo había pasado a disfrutar de mi recién inaugurada y muy responsable posición moral ante la grave situación de lo verdaderamente literario en el mundo. Y estaba encantado de encontrarme al servicio de una causa noble y superior que de paso me ofrecía en bandeja una coartada perfecta para seguir teniendo, reforzado incluso, mi mal de Montano personal, que ahora quedaba más que plenamente justificado por el interés general y además me eximía del engorro de tener que pedir disculpas por ser tan literario (Vila-Matas, 2007: 67).

Lo cierto es que a Girondo la excusa de ocuparse del mal general de la literatura va a servirle como pretexto para dar rienda suelta a su obsesión por leer la vida en clave literaria hasta límites insospechados. Tras recibir y leer el cuento de su hijo Montano (un cuento que presume de contener y condesar en sus páginas la historia entera de la literatura; una historia de memorias robadas, de escritores asaltados por los recuerdos de otros escritores —un cuento, pues, que da cuenta nuevamente de la literatura como continuum intertextual11 que se maneja en la trilogía—), se afianza en su delirio de megalómano en ciernes que pretende encarnarse en la literatura misma (es Montano, con su idea de escribir un cuento que contenga dentro de sí la memoria de todos los textos precedentes, el que termina de dar alas a su padre en su disparatado deseo de convertirse él mismo en la encarnación humana de la literatura): “Estoy en Faial y soy un manuscrito, o mejor dicho, imagino que lo soy, juego a soñar que soy la memoria andante de la literatura” (Vila-Matas, 2007: 72).

El mapa del mal de la literatura contemporánea se convierte en la nueva obsesión de Girondo. Los enemigos de lo literario, esos topos que trabajan en el interior de la tierra, ocultos a nuestros ojos, para rematar a la malherida literatura de comienzos del siglo XXI, no sólo ponen en riesgo lo literario, sino lo humano mismo. En el prototipo de escritor que Girondo quiere combatir hay una deshumanización que es igualmente denunciada en el texto. El representante de ese tipo de escritor deshumanizado (precisamente por vivir como una fiesta el haberse librado de toda moral y de todo compromiso con la verdad que anidaba en la Modernidad, incluso en los resquicios que quedaban de éstas en la tradición moderna más crítica) es Teixeira, el autor oculto en la isla de Faial que Girondo y Tongoy visitan una tarde lluviosa:

Saco del escondite el mapa, mi geografía íntima del mal, y vuelvo a mirarlo, pero no lo hago con demasiada atención, y de pronto, distraídamente, descubro que en las galerías subterráneas del interior del volcán, allí donde el lápiz ha obrado con mayor ligereza, ha florecido un abismo que no conocía y que probablemente ha surgido —al igual que los topos— del viciado y rugoso subsuelo mental y moral que me ha parecido ver en las grietas de la patética risa de Teixeira, el hombre del futuro, el hombre que vendrá (Vila-Matas, 2007: 79).

Hay, pues, en El mal de Montano, una crítica al sujeto posmoderno descrito por Baudrillard o Lipovetsky (ese sujeto neonarcisista, consumista, que huye de toda responsabilidad para con la alteridad y de todo compromiso con la realidad), y una reivindicación de cierto humanismo (que no es estrictamente el humanismo de la Modernidad normativa, sino una relectura crítica del mismo desde nuestro tiempo), de cierta existencia ética y estéticamente comprometida. Los topos, los enemigos de lo literario, animales medio ciegos que cavan sus túneles bajo tierra, que trabajan contra la literatura sin que podamos verlos, sospecharlo y hacerles frente, y ese nuevo hombre que representa Teixeira, un hombre deshumanizado por completo, ponen en relación a la tradición literaria que reivindica el texto vilamatasiano con un determinado concepto de sujeto que opera en esa tradición. Si la literatura está en riesgo es, al fin, porque el propio sujeto moderno lo está; no hay posibilidad de subsistencia para la literatura en el mundo de ese hombre nuevo que está por venir, de ese hombre cuya risa hiela la sangre:

He confirmado así que Teixeira no era desde luego un artista sino un criminal moderno o, mejor dicho, el hombre por venir o tal vez el hombre que ya ha llegado, el hombre nuevo con su indiferencia por el arte antiguo y el actual, un hombre de risa amoral, deshumanizada. Un hombre de risa de plástico, de risa de la muerte (…), uno no ve todos los días al hombre sin alma del futuro, uno no ve cada día el rostro glacial y risible que tendrá la humanidad en el extraño mañana que nos espera (Vila-Matas, 2007: 91-92).

La Posmodernidad, con su negación de la literatura, del sujeto fuerte, sólido, de la Modernidad, favorece la aparición de un yo profundamente individualista, desvinculado de todo compromiso ético, estético e intelectual con la realidad (un ser despiadadamente indiferente ante cualquiera de los tres ideales clásicos de Verdad, Bondad y Belleza que, aunque replanteados en cada época y adaptados a las necesidades del inconsciente hegemónico en cada momento, habían sido una constante en el pensamiento occidental desde Platón a Kant, pasando por San Agustín). La crítica a ese sujeto deshumanizado nos sitúa de nuevo en ese entre-lugar teórico que andamos rastreando desde el comienzo de este artículo. En El mal de Montano se observa la búsqueda de un nuevo concepto de sujeto ético, consciente de que su mundo está permanentemente en crisis y capaz de enfrentarlo con un pensamiento crítico que no caiga en fundamentalismos ni dogmas (como sí hizo el inconsciente moderno del poder), pero que tampoco celebre con una mezquina irresponsabilidad la ruptura de todo nuestro anclaje con el pasado, la muerte y el fin de todo aquello que nos ligaba a la Modernidad.

Girondo, el escritor que lucha contra los enemigos de lo literario, que desea salvaguardar lo que quiera que quede aún en pie de un viejo concepto de la literatura que está desapareciendo desde hace siglos, pero que se resiste a desaparecer del todo, no se identifica en absoluto con ese nuevo ser humano que ha de llegar o que ya ha llegado, con ese sujeto desalmado que representa Teixeira. Girondo mantiene una actitud (como ocurre con el resto de narradores-personajes de la trilogía Bartleby-Montano-Pasavento y con el propio Vila-Matas autor) con respecto a la literatura, a la escritura y a la manera misma de ser/estar en el mundo, mucho más próxima al espíritu del Modernismo y las vanguardias históricas, a esa tradición plenamente moderna (que lo es incluso en su crítica a la Modernidad y en su subversión de los valores establecidos en su tiempo), que a la tan cacareada Posmodernidad. 

Girondo navega, a la manera descrita por Magris, entre Escila y Caribdis, entre la utopía y el desencanto y, aunque cree que el paraíso está perdido, guarda el anhelo de que en algún momento haya existido, de que queden al menos algunas de sus huellas. En Girondo, como ocurría en los poetas modernistas o en la Generación del 27, está presente el mito adámico del paraíso perdido, mito esencialmente moderno, como lo está la también usual idea moderna (típica de la literatura centroeuropea del siglo XIX y de gran parte de la literatura del siglo XX) de que aquello que nos aleja de ese paraíso, lo que siembra la confusión primera de los hombres, la raíz del malentendido que nos alejó para siempre de la verdad, no es otra cosa que la única herramienta que hemos sabido crear para entender y explicar el mundo: el lenguaje, que en algún momento dejó de servirnos para acercarnos a la verdad, a la bondad, a la belleza, para perseguirlas (aunque esa verdad, esa bondad, esa belleza fueran desde siempre residuales, cambiantes, inestables):

El tejido ajado tal vez esté en algún paraíso donde en otros tiempos, en un día con una luz de otro mundo, murió el hilo lógico de un tejido verbal que le daba a la vida sentido. Eran tiempos mejores. Pero alguien desquició en ese paraíso al inventor del lenguaje y el tejido se fue ajando y nuestras vidas se volvieron absurdas, sin el antiguo orden y el antiguo sentido. Ese tejido, hoy irreconocible, podría ser el mismo que intuye Sebald que, aunque ajado, existe. Existe pese a que a nosotros sólo nos llegan, cuando nos llegan, fugaces pero asombrosos centelleos que tal vez estén confirmándonos que no sabemos qué exactamente pudo ocurrir y cuál fue el malentendido, pero sin duda hubo disparos en algún paraíso (Vila-Matas, 2007: 192).

La segunda parte de El mal de Montano se convierte en un diccionario de autores de diarios íntimos o literarios donde vuelve a aparecer ese tipo de escritores que habían dominado Bartleby y compañía, esos escritores que componen el ejército de resistencia contra los enemigos de lo literario, y comprobamos de nuevo cuán modernos son los referentes literarios de Girondo (igual de modernos que el propio género del diario íntimo, que no puede surgir más que en el tiempo del imperio del sujeto, uno de los géneros literarios que sirven para construir y apuntalar la nueva subjetividad moderna).12 A través de las referencias a Pessoa, Kafka, Sebald, Walser, Valéry, Michaux, Pavese, Pitol…, y de las reflexiones en torno a sus literaturas y a sus diarios personales, se va dibujando el perfil de ese escritor comprometido con la moral, la belleza y la verdad que anhela la vuelta a otro tiempo en el que aún era posible creer que la literatura puede hacernos mejores como seres humanos:

Si algo oscuramente persiguen estas páginas de diario que escribo son la creación de mí mismo y una mejora moral, que busco por medio del trabajo y la reflexión sobre la precaria situación de mi vida, de la vida de los otros y de la vida de la literatura, a la que tanto necesito para sobrevivir y que a comienzos de este siglo recibe como nunca los furiosos asaltos de los enemigos de lo literario (Vila-Matas, 2007: 181).

Ese tipo de escritor al que Girondo dedica la segunda parte de El malde Montano, un diccionario de autores que escribieron diarios íntimos o literarios (diccionario en el que se entrecruza la escritura del propio diario personal del narrador), el modelo de escritor estética y moralmente comprometido con la literatura (el escritor de riesgo, el “auténtico” escritor) vuelve a aparecer junto con su antagonista, el escritor-topo, representante de los enemigos de lo literario que asedian a la literatura de principios del siglo XXI. Es fácil leer este dualismo, esta oposición entre ambos modelos de escritor, como la contraposición entre las maneras en que se concibe la literatura en la Modernidad y en la Posmodernidad. 

Sin embargo, ya sabemos que el modelo de escritor que persigue Vila-Matas en sus textos no encaja en ninguno de los estereotipos modernos dominantes, sino que, aun formando parte de la Modernidad, proviene de una tradición marginal, subversiva, crítica, dentro de la propia Modernidad. A una tradición que surge precisamente como contramodernidad, en la periferia, y no en el centro del sistema cultural moderno. Además, se trata de un tipo de escritor y de sujeto que, como hemos visto ya, adelanta muchos de los rasgos típicos de la Posmodernidad: un sujeto escindido, atravesado por la otredad, con una identidad abierta y cambiante. 

Se trata de un escritor, de un sujeto, pues, situado en un entre-lugar, en un espacio fronterizo, de intercambio y diálogo, un espacio por el que transitan, si nos fijamos, las narrativas de la mayoría de los autores que aparecen en ese diccionario de escritores de diarios (Pessoa, Kafka, Walser, Pitol, Magris, Sebald) y casi todos los autores que desfilan por la trilogía Bartleby-Montano-Pasavento. Se trata de alguien que escribe “situándose siempre al borde de ese abismo, pero aferrándose a él en difícil equilibrio” (Vila-Matas, 2007: 208).

Girondo tiene como referente en su lucha contra el mal de Montano de la literatura un momento de su pasado reciente en que ésta, aun siendo crítica con el proyecto humanista, advirtiendo de sus peligros y sus trampas, aun no haciéndole el juego al poder, creía todavía, necesitaba creer que había una salida. Y aunque esa salida no era ya la puerta grande, el arco del triunfo que los ideólogos de la Modernidad habían prometido, el gran pasaje de las utopías cumplidas, del paraíso recuperado (sin dioses ya, o con los dioses encarnados en los hombres); aunque es ya una salida sin alfombras rojas bajo nuestros pies ni música de fondo de clarines (porque ya no podemos ser tan ingenuos como para no ver que, cuando el capitalismo nos prometía la liberación, la emancipación del ser, la salida de nuestra minoría de edad por esa alfombra roja del humanismo ilustrado, evitaba mencionarnos a esos “otros invisibles” que tendrían que tejerla, limpiarla, ponérnosla bajo los pies; que no todos éramos ni hermanos ni iguales, ni mucho menos libres dentro de un sistema basado en la explotación), pero sí un lugar donde, aun sin salida aparente, hubiese pequeños orificios, boquetes, ranuras que poco a poco y con el trabajo de todos se fueran ensanchando, hasta abrirnos el paso. 

Por eso recurre a la literatura que tiene lugar en ese momento de tránsito, de crisis, de ocaso, de la Modernidad, a ese momento en que es posible articular un discurso contramoderno que, sin embargo, no es posmoderno aún, está preñado de los valores modernos y no deja de aspirar a todo aquello que la utopía humanista prometía, aunque sepa que el suyo es un anhelo imposible.

En la cuarta parte de El mal de Montano, titulada “Diario de un hombre engañado”, Girondo fantasea con que se llama Walser y tiene un encuentro con Musil en el Café Sport. Ambos hablan de Kafka, otra figura que se convierte en símbolo de la escritura que Girondo pretende salvar de la nada posmoderna que amenaza engullirlo todo. Musil le relata a Girondo-Walser su idea de organizar un grupo llamado Acciónsin Paralelo (en homenaje a la Acción Paralela de El hombre sin atributos):

Si Kafka anduviera aún por Praga, iría a esa ciudad y le pediría que se uniera a Acción sin Paralelo, estoy pensando en reunir a mis amigos resistentes en algún lugar del mundo (…). Resistentes, gente de letras y de catacumba. Luchadores contra la destrucción de la literatura. Me gustaría reunirlos en algún lugar y allí empezar a poner bombas mentales contra los falsos escritores, contra los granujas que controlan la industria cultural, contra los emisarios de la nada, contra los puercos (Vila-Matas, 2007: 258).

Girondo ya no está solo en su empresa de salvar a la literatura. Todos los escritores que ama y que respeta lo acompañan en su imaginario frente de batalla contra los enemigos de lo literario. En pleno horizonte posmoderno, a comienzos del siglo XXI, Girondo convoca a Musil, figura clave de esa escritura fronteriza, de esos entre-lugares de la Modernidad que venimos rastreando a lo largo de este artículo, de esos Terceros Espacios donde es posible posicionarse en precario equilibrio al borde del abismo, explorarlo y sentirlo, sin llegar a lanzarnos al vacío; donde aún es posible encontrar una salida, inventar un gesto de resistencia:

Al amanecer, al desviarme de la carretera perdida, vi a Musil junto a un abismo. Camisa blanca con el cuello abierto. Abrigo muy negro hasta los pies y rojo sombrero ancho. Estaba pensativo mirando al suelo. Levantó la cabeza y me miró. Ante nosotros no había más que vacío. “Es el aire del tiempo”, le dije. Miró hacia el borroso horizonte. “No nos resignemos a ofrecernos a la época tal como nos ansía”, me dijo (Vila-Matas, 2007: 246).

Esa hermosa frase pronunciada por un imaginado Musil (“No nos resignemos a ofrecernos a la época tal como nos ansía”) se convierte en la consigna de los resistentes, en una llamada a la disidencia contra esa Posmodernidad hegemónica que amenaza lo humano y lo literario. Girondo nos invita a repensar al ser humano desde el escenario posthumano en que se ha convertido nuestro mundo. Hace una crítica a la indiferencia posmoderna, pero también se encarga de señalar que esa indiferencia es el fruto de la crisis de la razón moderna y del fracaso de un proyecto de emancipación, el del humanismo ilustrado, en cuyo corazón anidaba ya un germen antihumanista. 

La propia empresa humanista (esa que terminó por mostrarse, con su carácter eminentemente burgués, masculino y blanco, totalitaria, unificadora de la conciencia, impositiva, cómplice con las necesidades del capital, que funcionaba ocultando la huella de la explotación, de la marginación, invisibilizando toda diferencia) portaba el germen de su propio fracaso. La pérdida de fe en ese proyecto ilustrado que fracasó cuando el sueño de la razón produjo sus propios monstruos, nos ha llevado a esto otro, a esta pérdida de confianza en cualquier tipo de sentido, a esta negación de cualquier valor, a este escepticismo, a este relativismo absoluto, a este nihilismo pasivo que nos convierte en seres vacíos, en concordancia absoluta con los requerimientos del capital en su paso de la fase industrial a la fase neoliberal. Girondo intuye, sugiere, aunque no lo explicite en términos claramente marxistas, cuánta parte de culpa tiene el capitalismo en esta deriva de la sociedad, en este vaciamiento de lo humano. 

La solución pasa por desvincular la literatura del mercado y volver a traerla al lado de lo humano, a la búsqueda de lo universal y la recreación en la diversidad infinita de lo particular, al reconocimiento del Otro (“Ver a los demás. Y no hacer estudios de mercado”); de un Otro con el que en ningún caso podemos relacionarnos a través de la relación explotador/explotado:

Crear una realidad distinta desde la realidad empobrecida sin sentido del mundo de hoy. Explorar los innumerables, infinitos sentidos de la realidad por crear y que sólo podremos inventar desde dentro de esa realidad. Ser inteligentes y bondadosos (…) Ver a los demás. Y no hacer estudios de mercado. Luchar contra la maquinaria destructora del mal de Montano de la sociedad, luchar contra el vaciamiento de la figura humana producido por la perversión de la misma empresa humanista (Vila-Matas, 2007: 295).

Y el libro se cierra, después de todo, con una última proclama desde la trinchera de los resistentes, con una esperanza, con una mínima, hermosa victoria. Girondo-Walser y Musil vuelven a encontrarse, con la música de fondo de Kafka,13 para regalarnos un precioso final, una afirmación de la literatura, de la dignidad, de la vida (aunque sean una literatura, una dignidad y una vida asediadas por diversos peligros, por un ejército que supera con creces en número a la pequeña facción de escritores resistentes), que invalida las teorías de la muerte de la literatura, los oscuros presagios que vienen cerniéndose sobre nosotros desde hace más de dos siglos, y nos invita a pensar que siempre habrá un futuro para el pensamiento crítico, la transgresión, la valentía, la búsqueda del sentido y la belleza; un pequeño reducto, Praga, con el que nunca podrán los que se empeñan en arruinarlo todo: “Musil miró hacia el incierto horizonte. 

A lo lejos, muy lejos, más allá de todo, como un espejismo de salvación surgido del vacío y del abismo, se veía el mar, con sus bandadas, con sus enjambres de velas blancas, triangulares. ‘Praga es intocable’, dijo, ‘es un círculo encantado, con Praga no han podido, con Praga nunca podrán’ ” (Vila-Matas, 2007: 316).

Pasavento, el fantasma de Robert Walser y los escritores de la sección angélica

Doctor Pasavento es la novela vilamatasiana en la que el escritor suizo Robert Walser se convierte, definitivamente, no sólo en un personaje de ficción del escritor catalán, sino, sobre todo, en un mito literario. El Walser que retrata Andrés Pasavento (o, lo que es lo mismo, el Robert Walser que ha “inventado” Vila-Matas en sus novelas y artículos) es un escritor claramente mitificado y ficcionalizado, a consecuencia de esa tendencia a literaturizar la realidad típica de la trilogía. 

Un Walser hecho de retazos de ficción, de la ficción vilamatasiana, pero también de la propia ficción walseriana, ya que el escritor “real” se mezcla con los personajes de sus libros (el Walser de Andrés Pasavento es también Joseph Martí, protagonista de El ayudante, o Jacob von Gunten, o el Simón de Los hermanosTanner) y está pasado también por el tamiz de la mirada de Karl Seeling (quien contribuyó a convertirlo definitivamente en un mito literario), que inmortalizó al escritor suizo en sus Paseos con Robert Walser. Vila-Matas se inscribe, pues, en una tradición de escritores fascinados por la figura de Walser (Canetti, Kafka, Seeling, Calaos, Coetzee…), para los que el escritor suizo es un símbolo de honestidad y de humildad, de entrega a la literatura y de rechazo de las banalidades que a menudo se asocian a ésta (en cierto modo, un símbolo de la literatura “pura”, no contaminada por el mercado). 

Pero, sobre todo, Walser se convierte, tanto en la narrativa vilamatasiana como en las distintas recuperaciones que de su figura se han hecho desde la literatura, en un símbolo de rechazo absoluto al poder, a la Modernidad monológica y sus axiologías, que llevaban la marca de la explotación capitalista marcada a fuego en cada uno de los conceptos que pusieron en circulación: “Su profunda e instintiva aversión por cualquier tipo de altura –escribió acerca de él Canetti–, de elevación o de pretensión lo convierte en uno de los poetas esenciales de nuestra época henchida de poder”. Walser se convierte, pues, en símbolo ético y en mito literario. El propio Andrés, el narrador de DoctorPasavento, reconoce que no puede ver en Walser a una persona, sino a un personaje literario:

A Walser le veía sólo como un fascinante personaje literario, un poeta muerto en la nieve el día de Navidad. No me lo podía imaginar, por ejemplo, sentado en esta cama junto a mí, o comprando aspirinas en la farmacia Dupeyroux, o tomando un café en el bar de la esquina. Su leyenda literaria —esa biografía tan fascinante del escritor callado durante veintitrés años en un manicomio rodeado de nieve— había hecho que le hubiera visto siempre a una distancia irreal e infinita” (Vila-Matas, 2005: 204-205).

Vila-Matas se ha convertido en uno de los principales responsables de la inscripción en el canon de ámbito hispano de Robert Walser, de su recuperación, de su rescate del olvido y de su difusión (es de recibo reconocerlo y subrayarlo), gracias, sobre todo, a Doctor Pasavento, pero también a la recurrente presencia del escritor suizo en el resto de sus novelas y artículos a lo largo de los años. Como advierte Roberto Solano en su artículo “La inquebrantable ingenuidad”, Vila-Matas convierte a Walser en un héroe moral de la literatura, en el paradigma de una literatura henchida de dignidad, una literatura de altos vuelos, una literatura minoritaria que en ningún caso podrá ser una literatura de masas, comercial, con todo lo que ello conlleva. 

Tanto ha influido la trilogía Bartleby-Montano-Pasavento en el rescate de Walser en el ámbito de las letras hispánicas, que podría decirse que para muchos lectores Walser es, antes que el autor de El ayudante o Jakob von Gunten, un escritor profundamente vilamatasiano, casi un personaje más salido de la ficción del escritor catalán. La lectura de Walser en la última década está sin duda ligada a la lectura de la trilogía, pasada por el filtro de la escritura de Vila-Matas, que condiciona completamente la recepción de la obra del autor suizo en las nuevas y no tan nuevas generaciones de lectores (incluso las traducciones de Walser y reediciones de su obra en español, si nos fijamos en las fechas de edición, repuntan claramente al albor del éxito de Doctor Pasavento). 

Vila-Matas ha convertido a Walser en un mito literario y en el prototipo por excelencia de ese tipo de escritor que venimos rastreando a lo largo de este artículo: el escritor “puro”, “auténtico”, “verdadero” (qué lejos quedan todos estos adjetivos del imaginario posmoderno al uso); el escritor ética y estéticamente comprometido con la literatura y con la verdad (aunque ésta sólo pueda ser ya “su” verdad); el escritor disidente, que resiste a pesar de la terrible tendencia neoliberal a convertir la literatura en una industria capitalista vacía de todo contenido “revolucionario”.14

Como hemos visto, la transición de El mal de Montano a Doctor Pasavento se hace de forma suave y precisa. Se trata de un engarce perfecto, medido al milímetro que, sin embargo, está orquestado de un modo tan armónico que queda por completo oculto su mecanismo, el artificio que lo sustenta. En Elmal de Montano la presencia de Robert Walser va in crescendo hasta convertirse en central en las últimas dos partes del libro (tan decisiva que Girondo llega a identificarse con el escritor suizo hasta el punto de adueñarse de su nombre, de presentarse ante los demás como Walser), y va adelantando los temas centrales en torno a los que girará la paradójica y metafísica búsqueda del narrador-protagonista de la tercera obra de la trilogía, Andrés Pasavento (la búsqueda de una pérdida, el anhelo de desaparecer para poder ser). 

Pero es que hay más. Desde el paratexto que abre El mal de Montano, la cita de Blanchot “¿Qué haremos para desaparecer?”, se está apuntando ya al tema central de Doctor Pasavento, el tema de la desaparición o la disolución del sujeto moderno. Antes de comenzar siquiera el texto de la segunda novela de la trilogía vilamatasiana, están puestas las piedras, pues, del edificio narrativo que constituirá la última parada en ese recorrido desordenado en tres partes por la historia del sujeto y de la literatura del yo que es la trilogía Bartleby-Montano-Pasavento.

Ya Girondo, a partir de la página 250 de El mal de Montano, sufre un episodio de lo que podríamos llamar “pasaventismo”: juega a ocultarse, sueña con desaparecer y reflexiona una y otra vez sobre la figura de Robert Walser, que se convertirá después en el héroe moral de Andrés Pasavento, en alguien a quien éste pretende a toda costa emular, en quien sin duda desea convertirse. El cerco se estrecha. Las dos novelas, El mal de Montano y Doctor Pasavento, comienzan del mismo modo, aunque inmediatamente después cada una tome su propio camino. 

Una de las primeras frases que abren Doctor Pasavento es, como lo era también la cita de Blanchot que constituía la puerta de entrada a El mal de Montano, una pregunta, un interrogante sobre la desaparición: “¿De dónde viene tu pasión por desaparecer?”. Un interrogante tan sólo precedido por un “nosotros” (indicado por el verbo “paseábamos”), por un yo y un “tú” que bien podría ser un “ellos”, porque ni eso aún tenemos claro (“me preguntaron”). Todo permanece en una indefinición absoluta en esa pregunta que no posee, para el lector, al ser enunciada, ni un emisor ni un receptor claros todavía (una interrogación que, a tenor de la cita que abre 

El mal de Montano, podría estar dirigida al mismísimo Blanchot, incluso al pobre Girondo, quien sin duda vuelve a nuestra memoria en el instante en que la leemos). A renglón seguido, aparece de nuevo la indefinición y, ahora también, la autoficción como forma de jugar al equívoco, de intentar hacernos confundir al autor del plano extraliterario con el narrador-personaje que nos interpela desde dentro del texto: “Mi acompañante deseaba saber de dónde venía esa idea de desaparecer que tanto anunciaba yo en escritos y entrevistas, pero que no acababa nunca de llevar a la práctica” (Vila-Matas, 2005: 11).

El tema de la desaparición (como elección ética, como acto de resistencia y como búsqueda, paradójicamente, de una afirmación del yo más “auténtica”) estará, tanto en El mal de Montano como en DoctorPasavento, ligado indisolublemente a la figura de Robert Walser, que se convierte en el paradigma por antonomasia de ese tipo de escritor fuera de la norma, que desprecia la fama (para quien el éxito, el reconocimiento, son auténticos lastres) y las concesiones a las que ésta obliga, y pone todo su empeño en retirarse del mundo, en quedarse solo, en empequeñecerse, en adelgazar (literal y metafóricamente) cada vez más su escritura hasta borrarla, para desaparecer él mismo con ella. 

De nuevo se enfrentan dos conceptos de literatura, optándose claramente por uno: el autor de éxito comercial —que repite las mismas fórmulas literarias manidas una y otra vez, que escribe en función de lo que cree que gustará al público, que dedica más tiempo a la promoción de sus libros que a su propia escritura, más volcado en el marketing que en la literatura, que pugna por ser cada vez más “grande”, por estar más presente, por ocupar más espacio—, y el escritor “auténtico”, entregado a la “verdadera” literatura, ajeno a las modas y gustos de los lectores, a las exigencias del mercado —el escritor que escribe, sobre todo, para sí, porque desea encontrar una forma más digna de existencia. 

El segundo tipo (del que hemos visto ya diversos subtipos en las dos anteriores novelas de la trilogía), se personifica ahora en la figura de Robert Walser y en su rechazo tajante a todas esas cosas que en el capitalismo rodean a la literatura sin ser estrictamente asuntos “literarios” (el éxito, la gloria, el mercado, las ventas, el mundo editorial, la publicidad, los medios…). La negativa del escritor suizo, en un momento determinado, a seguir siendo un “escritor público”, su firme propósito de retirarse a Herisau, de guardar silencio ante los demás y entregarse a una escritura privada, secreta, que huye deliberadamente del lector (los microgramas indescifrables escritos con lápiz del último Walser son, según interpreta Pasavento, intentos de volverse ilegible para los demás, a la vez que una manera de ir borrando poco a poco la propia escritura y, con ella, ir borrándose a sí mismo; la escritura del Walser que está recluido en Herisau es una manera de disolverse, de procurar su propia desaparición), se convierte en un símbolo claro de resistencia al establishment cultural, en un símbolo del rechazo de Walser al sistema y a sus diversas formas de poder.

Vuelve a configurarse el mismo eje dicotómico que hemos visto tanto en Bartleby y compañía como en El mal de Montano: vuelven a establecerse dos maneras de entender la literatura de las que se desprenden dos perfiles contrapuestos de escritor, asociados claramente a dos opciones éticas, estéticas, incluso políticas; a dos formas claramente enfrentadas de concebir los textos y la vida. De hecho, la inquietud que lleva a Andrés Pasavento a iniciar su fuga sin fin, esa huida del centro de su propio yo, se despierta en el momento en el que éste se da cuenta de que, sin quererlo, él mismo se parece cada vez más al tipo de escritor que desprecia. 

El establishment cultural ha comenzado a absorberlo; la maquinaria capitalista que todo lo engulle ha empezado ya a masticarlo, a contaminar con sus leyes y sus estudios de mercado una parte de su propia vida, de su yo. La dialéctica capitalista del éxito y el fracaso y los “antivalores” que comporta están penetrando en su interior, de tal modo que el acto de huir, de ocultarse, de retirarse, de procurar hacerse invisible, de empeñarse en desaparecer, se convierte en un acto de resistencia, en una afirmación de lo que en él hay del tipo de escritor que ama y que recuerda haber sido antes de comenzar a publicar, antes de entrar a formar parte de la industria literaria: “Pienso en lo escasamente saludable que a la larga fue publicar libros y haberlo hecho en gran parte para tener cierta fama y luego poder administrarla como un buen burgués y acabar diciendo banalidades en periódicos y revistas, incapaz de ser el dueño de la más pequeña partícula de terreno de índole privado, personal. Escribir para esto” (Vila-Matas, 2005: 58).

Para Andrés Pasavento, la decisión de Walser de apartarse del mundo, de romper su silencio literario únicamente para entregarse a la escritura privada, íntima, de sus microgramas, esos diminutos textos casi ilegibles, escritos con lápiz (y por tanto, prestos a desaparecer, sin voluntad alguna de permanencia),15 se convierte en un gesto de dignidad y de rechazo a todo lo que conlleva publicar, tener lectores, ser un escritor público, formar parte del mercado editorial. 

El escritor suizo se convierte en un héroe moral para Andrés, que decide, mientras viaja a Sevilla para dar una conferencia, no presentarse en el lugar en el que se le espera, huir a Nápoles sin avisar y encerrarse en un cuarto de hotel a escribir en un cuaderno, y sólo para narrársela a sí mismo, la historia de su transformación en otro escritor, en otra persona (que será, a la postre, transformación en otras personas). Huir sin dejar rastro, sin comunicar a ningún otro ser humano su paradero, convertirse en un escritor oculto a la manera de Salinger o Pynchon, pero, sobre todo, a la manera de Walser, es la maniobra de Andrés para alejarse de esa persona en que se había convertido, para ensayar ser alguien diferente, con Walser como brújula con la que guiar sus pasos:

Me convertí en un escritor del que espero estar ahora librándome en este cuarto de hotel, escribiendo sólo para mí mismo. Encerrado aquí, cuento la historia de mi viaje a Sevilla y simultáneamente voy ensayando ideas que me sirven para estudiarme a mí mismo y a mis soledades. Creo que quien está escribiendo todo esto, con su frágil lápiz (…), ya no es exactamente el escritor de antes, el que había conseguido un nombre, una cierta fama, y que había comenzado a sentirse muy agobiado por haber atraído la atención de algunos lectores. Ahora soy un más que discreto literato escondido que mira desde una ventana al vacío y al mar y sabe que si uno mira largo rato al abismo, el abismo acabará observándolo a él también (Vila-Matas, 2005: 36).

Desaparecer, como lo hizo Walser en el sanatorio de Herisau, será el leitmotiv de la larga aventura de Andrés Pasavento, de su interminable búsqueda de una identidad nueva y de su intento, sobre todo, de volver a las “regiones inferiores”, de acercarse al tipo de escritor que fue Walser para alejarse lo más posible del tipo de escritor en que él mismo sospecha haberse acabado convirtiendo antes de comenzar su huida. Pero se trata de procurar la propia desaparición de un modo paradójico que no podemos dejar de subrayar: se trata de desaparecer tal y como nos hemos/han construido, para poder reaparecer siendo ya otros; se trata de dejar de ser quienes creíamos ser, de dejar de llevar una existencia inauténtica, en términos heideggerianos, para poder “realmente” llegar a ser. Se trata, a la postre (desde nuestra lectura marxista), de borrar la huella del inconsciente ideológico y libidinal capitalista que nos entrecruza, para poder ser otros que no hablen ya el lenguaje del Amo. Y esa clave de sentido de Doctor Pasavento se nos ofrece desde la primera página del libro, cuando el protagonista afirma: “Sospecho que paradójicamente toda esa pasión por desaparecer, todas esas tentativas, llamémoslas suicidas, son a su vez intentos de afirmación de mi yo” (Vila-Matas, 2005: 11).

La identidad del sujeto moderno es un traje ceñido y hecho tan a medida que, con el tiempo, se pega a la piel de forma tal que llegamos a creer que es la piel misma. Entonces, la identidad se convierte en un caparazón adherido a nuestro cuerpo, del que nos es imposible separarnos. Ese traje ceñido es un molde prefigurado por el inconsciente del poder. Somos hombres o mujeres, obreros de fábrica o escritores, personas de éxito o fracasados, siempre según la escala de valores de la lógica capitalista. El traje está hecho de todas las etiquetas que fueron adhiriéndose a la piel, de la ideología que asimilamos y con la que fuimos construyendo nuestro yo redondo y perfecto, clausurado hasta la asfixia. 

Pasavento lucha durante las casi 400 páginas de su relato por desprenderse de esa identidad-escama, de esa identidad-caparazón de escritor de éxito que no le permite ya ser ninguna otra cosa, y juega a disfrazarse de otros con la intención de que, al superponer las más diversas prendas, el traje ceñido quede sepultado, desaparezca a la vista de los demás, y a la suya propia. Se trata, al fin, de no olvidar que la identidad es un vestido, por más que a veces nos quede tan ajustado que lleguemos a creer que muestra nuestro cuerpo tal y como éste “realmente” es (cuando ocurre lo contrario, ese traje ceñido hace las veces de faja y presiona, constriñe y moldea nuestro cuerpo hasta hacerlo encajar en sus costuras). 

Andrés Pasavento juega a cambiar de prenda, a vestirse con identidades estrambóticas, con zapatones de payaso y nariz roja, con pajaritas de colores y pelucas naranjas, con prendas mucho más cercanas al disfraz que al traje, porque el disfraz es siempre menos engañoso (se reconoce en el juego de intentar ser otro): estar disfrazado significa huir de la idea misma de que existe un vestido que encaja a la perfección con nuestro cuerpo (hasta el punto de no ser algo externo e intercambiable sino algo que forma parte de nosotros, nuestra piel misma), para abrazar la ambivalencia de la máscara, para fingir ser otros sabiendo que toda asunción de una identidad cerrada es un fingimiento. 

El traje de la identidad moderna intenta hacerse pasar por verdad aséptica, por una prenda que resalta nuestras cualidades personales, lo que de únicos hay en nosotros, fiel a la verdad de nuestro desnudo (que, aunque oculto, queda pretendidamente representado o sugerido por esa prenda en la que los demás nos reconocen), mientras el disfraz cambia nuestra fisonomía por completo, nos transforma, nos aleja de eso que supuestamente somos, permitiéndonos ser cualquier cosa. El disfraz no se pretende fiel reflejo exterior de una verdad interna e invisible; por el contrario, el disfraz pone en evidencia cuán lejos estamos de cualquier identidad “originaria” y cuán fácil es mudar de yo a cada instante.

Para el protagonista de Doctor Pasavento, desprenderse de la identidad que nos han/hemos endosado es siempre un acto liberador. Por eso Walser, que decidió dejar de ser el escritor público que era (porque repudiaba todo lo que en el capitalismo significaba ser un escritor público y los propios valores que preconizaba la Modernidad: el éxito, el poder, el progreso, el reconocimiento…) para convertirse en un ser silencioso que practicaba una escritura privada y presta a desaparecer, en un observador, en un paseante, es el héroe moral de Pasavento:

Fue un escritor que supo deslizarse lentamente hacia el silencio y que, al entrar en el sanatorio de Herisau, se liberó de los oficios que había tenido que practicar hasta entonces y también se desprendió del agobio de una identidad contundente de escritor, sustituyéndolo todo por una feliz identidad de anónimo paseante en la nieve. Para él sus largas caminatas alrededor del sanatorio de Herisau no eran sino un modo de abandonar el “cuarto de los escritos o de los espíritus”. Y, en cuanto a su estilo, fue más bien de prosas breves y tentativas de fuga, un estilo hecho de aire libre y de un muy personal sentido del vagabundeo (…). Buscaba desaparecer en la inmensidad de la vida (Vila-Matas, 2005: 47).

A la sombra de Walser, los temas centrales de Doctor Pasavento van entretejiéndose: el silencio, la desaparición, la muerte, la soledad, la locura, pero también la dignidad humana, la resistencia, la lucha personal e íntima por no asumir cierto estado de cosas (una actitud completamente ajena a las celebraciones irresponsables de la muerte de la literatura y de cualquier tipo de humanismo), por huir de la tendencia cada vez mayor de las sociedades a la obediencia ciega, a vestirse el uniforme que dicta la norma, a asumir la “moral de los esclavos”:

En Walser pensaba yo a menudo. Me gustaba la ironía secreta de su estilo y su premonitoria intuición de que la estupidez iba a avanzar ya imparable en el mundo occidental. Me intrigaba la gran originalidad de sus relaciones con el mundo de la conciencia. Y siempre había encontrado infelices, pero muy bellos, sus melancólicos paseos alrededor del manicomio de Herisau, donde (…) estuvo internado durante veintitrés años, hasta el final de sus días (Vila-Matas, 2005: 15).

De nuevo, y como hemos visto tanto en Bartleby y compañía como en El mal deMontano, los escritores que la trilogía vilamatasiana convierte en referentes literarios y morales son seres a los que la “realidad” les incomoda, seres que se sienten en cierto modo extranjeros en el mundo, que perciben como extraña su propia existencia y que, en muchos casos, renuncian a ella de distintos modos (unos a través del silencio literario, otros con el suicidio, otros reconociéndose en la locura antes que en la norma social establecida). Son seres profundamente solitarios y su soledad está ligada a cierta sensación de incomprensión y a cierta angustia vital. Los “escritores de la sección angélica” de Pasavento son “seres atormentados que parecen estar viviendo en un lugar aparte. Suelen estar angustiados y ser muy inteligentes y, de no estarlo o no serlo, se las apañan para parecerlo” (Vila-Matas, 2005: 13).

Así, de la misma manera que le ocurría a Marcelo o a Girondo, Pasavento también se siente mucho más cercano, mucho más hermanado con ese pequeño grupo de escritores “con ángel” con los que se relaciona a través de la literatura que con los congéneres con los que comparte “realidad” a diario: “Pensé en lo mucho que los escritores aparecían en mi vida, en mis sueños, en mis textos” (Vila-Matas, 2005: 13). 

La metaliteratura y la intertextualidad en la trilogía vilamatasiana surgen de la profunda convicción de que la literatura y los escritores (ojo, sólo ese tipo de escritores que venimos rastreando, la “extraña sección minoritaria de escritores que tienen ángel”, en palabras del propio Pasavento) son “mucho más fascinantes que el resto de los mortales, pues son capaces de llevarte con asombrosa facilidad a otra realidad, a un mundo con un lenguaje distinto” (Vila-Matas, 2005: 13). Esto puede leerse en clave nietzscheano-heideggeriana: si el lenguaje construye la realidad, inventar un mundo distinto, una ficción, debe implicar también inventar un lenguaje distinto o darle al que tenemos, al heredado, a ese horizonte al estamos arrojados desde siempre, un soplo de aire fresco, revivificando las palabras, convirtiendo los escombros de un lenguaje petrificado en bosque vivo).

De nuevo el protagonista de Doctor Pasavento, como le ocurría a Marcelo o a Girondo, desea ser uno de esos escritores “con ángel”: “Recuerdo muy especialmente a un escritor de esa sección angélica que en una película que se titulaba En un lugar aparte vivía en un hotel con una gran ventana frente a un abismo y un mar en una ciudad sin nombre. Y también recuerdo que siempre deseé ser algún día como el protagonista de aquella película y vivir en algún lugar que tuviera el mismo duende que aquel hotel frente al abismo” (Vila-Matas, 2005: 14). 

Más adelante, cuando Andrés imagine/viva su huida de Sevilla y tome la decisión de transformarse en el doctor Pasavento para acercarse a su héroe moral, Walser, y dejar atrás al escritor de éxito en el que se ha convertido, el primer escenario de esa huida será la habitación de un hotel con vistas al abismo, en un nuevo intento de emular a los escritores que admira, porque los escritores de la sección angélica “viven siempre en lugares muy abismales” (Vila-Matas, 2005: 14). De todos los autores que Pasavento tiene como referentes literarios, Walser es el “discreto príncipe de la sección angélica de los escritores”, su “héroe moral”, de ahí que durante todo el libro persiga la sombra de Walser, a quien encontrará un claro doble en el personaje del profesor Morante, y se esfuerce por mimetizarse con el escritor suizo: “Admiraba de él la extrema repugnancia que le producía todo tipo de poder y su temprana renuncia a toda esperanza de éxito, de grandeza” (Vila-Matas, 2005: 15).

La forma en que Vila-Matas convierte en mito literario a Walser vuelve a alejarlo de las posturas posmodernas al uso. Intentemos explicar en qué forma. La Posmodernidad triunfal interpretaría ese rechazo walseriano a toda forma de poder, ese esfuerzo por habitar las “regiones inferiores” del ser, por reclamar todo lo que en la Modernidad era rechazado, desvalorizado, como una ruptura con la propia dicotomía moderna alto/bajo y extraería las consecuencias propias de una época posmoral, posética (todo vale, puesto que todo está al mismo “nivel”, puesto que no operan ya las axiologías alto/bajo, bueno/malo, superior/inferior, moral/inmoral) y supuestamente posmetafísica, que habría roto definitivamente con la lógica de las oposiciones metafísicas propia de la Razón moderna. 

Sin embargo, Vila-Matas eleva a héroe moral a Walser precisamente por reivindicar esas “regiones inferiores” del ser como más dignas, auténticas y “elevadas”. Ese desprecio walseriano a la fama y el éxito, esa tendencia a pasar desapercibido, a callar, ese deseo de que lo dejen en paz es para Vila-Matas, paradójicamente, el mayor ejercicio de dignidad humana y de altura ética y estética. En la línea de la Modernidad negativa se lleva a cabo una inversión de los valores, de las axiologías: lo que antes estaba arriba (éxito, gloria, fama) en la versión capitalista de lo moderno, ahora queda abajo, mientras adquiere valor la parte hasta entonces despreciada por la lógica moderna triunfante, pero la dicotomía sigue operando (esa oposición metafísica sigue funcionando, no se desmonta ni se desarticula, tan sólo se invierte). 

Ahora lo minoritario, lo selecto, lo que casi nadie aprecia, lo aparentemente raro, lo que transgrede la norma, es lo que adquiere valor. Lo diferente, hasta ahora rechazado o invisibilizado en el imaginario dominante, se convierte en lo realmente “bueno”, interesante, elevado. Se rompe con la lógica capitalista que se había instalado en el imaginario moderno dominante, pero se siguen manteniendo las mismas coordenadas metafísicas, por decirlo de algún modo (lo bueno/lo malo, lo bajo/lo alto, lo verdadero/lo falso, lo superficial/lo profundo…). Se sigue, a la postre, participando del pensamiento utópico moderno, aunque se rechace y denuncie la falsa utopía que alentaba la fábula del poder en la Modernidad normativa.

Es por eso que la escritura vilamatasiana se sitúa en un entre-lugar de la Modernidad y la Posmodernidad. Vila-Matas habita una línea de frontera, un cruce entre la Modernidad negativa y cierta Posmodernidad crítica que nunca conformaron el centro del sistema, sino sus márgenes. Y es en esos márgenes de lo establecido, del centro, de la norma, de lo canónico, de lo asumido y asumible por el poder, donde aún podemos repensar la literatura y la vida.

Conclusiones

Como explica Joan Oleza, desde el comienzo de la Modernidad y hasta las vanguardias históricas, e incluso en las neovanguardias de los años 60, el autor es concebido como un héroe. Tras la crisis de la razón ilustrada y desde mediados del siglo XVIII, comenzando por la “Sturm und Drang”, siguiendo por el Romanticismo, la estética modernista (simbolismo y parnasianismo incluidos) y terminando por las vanguardias de entreguerras, la manera en que se cuestiona y combate la noción moderna-ilustrada de autor, el bel sprit, el intelectual del racionalismo, es creando su contracara irracionalista, pero no menos heroica y mitificada: el autor adquiere estatuto de profeta, el genio creador es casi una divinidad (se retoma cierto platonismo y se recupera el concepto de inspiración como arrebato de las pasiones, en su versión romántica; como la verdad profunda e inefable del lenguaje que habla a través del poeta, en su versión simbolista —en ambos casos, la escritura se configura como una alta tarea de calado metafísico, como respuesta a la llamada de misteriosas e insondables fuerzas que muestran al poeta las conexiones ocultas entre el mundo en crisis en que estamos atrapados, la intuición de la falta de sentido y la imposibilidad de hallar la verdad esencial, y el eco de un mundo original, la huella atávica de un mundo ya perdido—). La sacralización de la figura del autor, del poeta, llega hasta las vanguardias (para Oleza, incluso está presente en las neovanguardias de los 50-60):

La crisis del sistema liberal crea las figuras contrapuestas del poeta maldito naufragado en la bohemia y del sacerdote de la belleza encerrado en su torre de marfil, pero ambas coinciden en el culto a la personalidad diferente del poeta y en la ruptura con el sistema burgués liberal, así como en la creación de un dominio aparte, lejos de las leyes del mercado, y tanto en las tabernas de la bohemia como en los refinados templos interiores de la belleza el poeta se mueve en un universo de clausura, el de una minoría corta en número pero inmensa por su valor estético, como la quería Juan Ramón, y tiene una alta misión, igualmente heroica: la de preservar la religión de la belleza. Si en lugar de revestir la condición de poeta reviste la de intelectual, que se ha ido configurando en la segunda mitad del XIX, entonces (…) asume una misión no menos elevada, la del profeta que, armado con el poder de la inteligencia se constituye en azote del poder, en transgresor de las normas establecidas (…). En el período de entreguerras, con las Vanguardias, y en la década de los sesenta, con las Neo-Vanguardias, se vuelve a convocar al autor a una tarea heroica, la de dinamitar los fundamentos de una civilización opresora” (Oleza, 2008: 45-46).

En la Posmodernidad se asume la máxima barthesiana de la muerte del autor y las teorías posestructuralistas. En el célebre texto barthesiano “La muerte del autor”, el crítico francés desmonta la noción de autor mostrando, como vimos que se hizo en otros contextos con el resto de nociones capitales de la Modernidad (el Sujeto, la Razón, la Verdad…), precisamente su carácter histórico, su naturaleza de construcción discursiva impregnada de la ideología burguesa del capital. Se rechaza la figura del autor como invento de la Modernidad burguesa, el autor como autoridad moral e intelectual, pero también se rechazan esas contralecturas que en plena crisis de la Modernidad surgen de la mano del Romanticismo, el Modernismo y las vanguardias. 

El poeta que deja traslucir su alma, su yo más íntimo, en el discurso lírico, el Autor-Dios, el poeta-profeta, son también expresiones de esa concepción moderna del Sujeto que pone en jaque el estructuralismo. No hay sentido último, en términos de verdad íntima y original del autor, inscrito en el texto. No hay un significado a descifrar ni un alma a la que acceder a través del texto. El texto nunca es original, en el sentido de que jamás puede rastrearse su origen, siempre diferido en y por el propio lenguaje: “El escritor se limita a imitar un gesto siempre anterior, nunca original. El único poder que tiene es el de mezclar las escrituras, llevar la contraria a unas con otras, de manera que nunca se pueda uno apoyar en una de ellas; aunque quiera ‘expresarse’, al menos debería saber que la ‘cosa’ interior que tiene la intención de traducir no es en sí misma más que un diccionario ya compuesto” (Barthes, 2009: 80).

Si resulta imposible saber quién habla en el texto, si la cuestión del yo que se esconde tras el texto se torna irresoluble, precisamente porque al estar todo texto recorrido por todas las voces de la cultura nunca es el sujeto el que escribe, sino la propia escritura la que se escribe a sí misma, el autor desaparece completamente del tablero de juego. El texto parece la única realidad tangible y analizable. Un texto que no pertenece a nadie, incapaz de responder a la pregunta de quién habla en o a través de él. Se asume, en clara correspondencia con las teorías de la disolución del sujeto, que el texto es un entramado de signos donde convergen todos los textos que le preceden, una conjunción de voces, tejido intertextual (“el texto es un tejido de citas provenientes de los mil focos de la cultura”, dirá Barthes).

En la estela de Barthes, Blanchot y Derrida, los posmodernos retiran del campo de juego al escritor, para situarse ante “la escritura” y ante “los textos”, haciendo desaparecer de escena también la consideración de las condiciones materiales del escritor y la escritura, negando la radical historicidad de los textos, rechazando la pertinencia y validez de la crítica marxista, la historiografía literaria (no sólo en su versión positivista, sino también en la del materialismo histórico) o a la crítica biografista, y llevando la cuestión a un terreno de abstracciones resbaladizas y gelatinosas que parecen olvidar lo que de producción cultural tiene todo texto, y dejan de señalar las relaciones entre el capitalismo y sus producciones textuales/discursivas, entre literatura y mercado.

Si estamos de acuerdo en que el escritor no puede volver a sus viejos disfraces (tanto a sus ropajes de auctoritas intelectual, de Autor, como a sus vestidos metafísicos de Poeta-Profeta), creemos que aún existen criterios, herramientas, para discernir el valor estético e histórico de los textos (quizás precisamente por su capacidad de transgredir la norma y de enfrentar la ideología dominante, de abrir nuevos caminos al lenguaje y la creación verbal, de llevar a cabo propuestas arriesgadas y experimentales que recojan lo mejor de la tradición en que se inscriben a la vez que cuestionen la penosa mercantilización de la literatura en nuestras sociedades). Situar al escritor en un entre-lugar, en una línea de frontera donde no ejerza ya como esa auctoritas incuestionable al servicio de los intereses del poder, pero tampoco sea ese personaje que obtiene consideración social en función de su éxito en el Mercado, nos resulta vital para repensar el campo literario. Y eso es precisamente lo que hace Enrique Vila-Matas en su “trilogía metaliteraria”: concebir al autor, al escritor, desde un Tercer Espacio novedoso que vuelve a poner sobre la mesa valiosos criterios éticos y estéticos que la Posmodernidad había desechado por completo de su imaginario.

Bibliografía citada

Barthes, R. (2009): El susurro del lenguaje, Barcelona, Paidós.

Blanchot, M. (2002): El espacio literario. Madrid, Editorial Nacional.

Bloom, H. (1991): La angustia de las influencias. Venezuela, Monte Ávila Editores.

Genette, G. (1989): La literatura en segundo grado. Madrid, Taurus.

— (2001): Umbrales, México, Siglo XXI.

Oleza, J. (2008): “De la muerte del autor al retorno del demiurgo y otras perplejidades: Posiciones de autor en la sociedad globalizada”. Memoria del Primer Congreso Internacional de Literatura y Cultura Españolas Contemporáneas. Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, Universidad de La Plata.

Ríos Baeza, F. (ed.) (2012): Enrique Vila-Matas, los espejos de la ficción. México, Ediciones Eón.

Schmukler, E. (2008): “Bartleby y compañía, del mito literario al mito del autor”.

Vila-Matas, E. (2002): Bartleby y compañía. Barcelona, Quinteto/Anagrama.

— (2005): Doctor Pasavento. Barcelona, Anagrama.

— (2007): El mal de Montano. Barcelona, Compactos Anagrama.

— (2008): Dietario voluble. Barcelona, Anagrama.

— (2011): Una vida absolutamente maravillosa. Barcelona, Ed. Debolsillo.

— (2013): Fuera de aquí. Barcelona, Galaxia Gutenberg.

Notas

“No somos de aquí. Y sólo la literatura parece ocuparse con seriedad de nuestro espanto (…). Los hombres normales han mirado a Kafka siempre con extrañeza, en realidad con la misma extrañeza con la que él les miraba a ellos, consciente de que no tenía un lugar en este mundo (…); un Kafka que siempre quiso transmitirnos que aquello que se nos antoja una alucinación inimaginable es precisamente la realidad de cada cual” (Vila-Matas, 2005: 115).

Los episodios oníricos que Marcelo nos describe, como cuando sueña que es visitado en su casa por Pepín Bello (Vila-Matas, 2002: 97), no son más delirantes y surrealistas que aquellos que imagina que suceden o que asegura que han tenido realmente lugar: “Una vez pasé todo un verano con la idea de que yo había sido caballo. Al llegar la noche esa idea se volvía casi obsesiva, venía a mí como a un cobertizo de mi casa. Fue terrible. Apenas yo acostaba mi cuerpo de hombre, ya empezaba a andar mi recuerdo de caballo” (Vila-Matas, 2002: 93). Así, el delirante encuentro en un autobús de Nueva York con Salinger y su amante Shirley (97-105), que navega entre lo que Marcelo imagina que le diría a cada uno de ellos y lo que narra como lo que “realmente” ocurre, o los recuerdos de Marcelo sobre su amistad adolescente con el compañero de escuela Luis Felipe Pineda (151-161), escritor de enigmáticos poemas de dos versos, resultan episodios tan hilarantes e inverosímiles como los que sólo tienen lugar en la imaginación o en los sueños del narrador.

“A fin de cuentas, en estas notas a un texto invisible me dedico yo también a comentar los comportamientos literarios de otros para así poder escribir y no ser escrito” (Vila-Matas, 2002: 124).

Recordemos que, al comienzo de Umbrales, la continuación de sus Palimpsestos, Genette describía los paratextos como elementos “que no sabemos si debemos considerar o no como pertenecientes al texto, pero que en todo caso lo rodean y lo prolongan precisamente por presentarlo” (Genette, 2001: 7). Esos elementos que normalmente rodean al texto y que configuran un umbral del texto sin que pueda precisarse si forman o no parte de él (lo que Genette llama un “vestíbulo” o “zona indecisa”), se constituyen en sí mismos en texto, en el único texto al que nosotros, como lectores, tenemos acceso. Paratexto que rodea un texto invisible, un texto que no existe o que, cuando menos, está ausente. ¿Cuál es ese texto ausente o inexistente? ¿De qué hablaría, cómo hablaría ese texto ausente de estar presente, de no ser un vacío, un hueco, una ausencia?, será una pregunta que ronde al lector en todo momento; ese texto ausente, invisible, está funcionando todo el tiempo, generando un determinado efecto en el lector, que viene a incidir de manera clara en esa imposibilidad de la literatura cuya historia y motivos se rastrean en las 85 notas a pie de página de Marcelo. Ya que Marcelo cree que la única literatura posible después del giro lingüístico ha de ser aquella que se erija sobre su propia imposibilidad, que indague en esa imposibilidad y sólo desde ella se torne posible, la ausencia del texto a favor del paratexto es una clara metáfora del reconocimiento de esa imposibilidad de la literatura que paradojalmente se transforma en posibilidad sólo convirtiéndose en discurso sobre la duda radical acerca de sí.

De nuevo esas vidas, sean reales o ficticias, pertenezcan a los autores o a sus heterónimos y personajes, se intuyen como acechadas por una angustia vital irreparable, por cierta sensación de desencaje entre la realidad interior y exterior del sujeto, por la sospecha de que se es completamente incapaz para la vida: “Álvaro de Campos, experto en decir que no había en el mundo más metafísica que las chocolatinas, y experto en tomar el papel de plata que envolvía a éstas y en tirarlo al suelo como antes —decía— había tirado al suelo su propia vida” (Vila-Matas, 2002: 112).

A Marcelo le fascinan los escritores que se ocultan, que se esconden, se le vuelven personajes aún más irreales, más fantasmáticos, más cercanos a la ficción. Es el caso de Julien Gracq, de quien dice que “vive en su propia imaginación mundos fuera de los reales, vive en paisajes interiores y a veces en mundos perdidos, en territorios del pasado” (Vila-Matas, 2002: 196), a quien Marcelo llega a considerar “el último gran escritor francés de antes de la derrota del estilo, de la abrumadora edición de la literatura llamémosle pasajera, de antes de la salvaje irrupción de la literatura alimenticia” (Vila-Matas, 2002: 197). Observamos de nuevo que, para Vila-Matas, hay dos tipos de escritores en clara oposición: el escritor de mercado, el escritor-funcionario, un profesional adherido completamente al sistema, y ese otro tipo de autor atípico y genial que en Bartleby se mitifica y que proviene mucho más del imaginario moderno que del posmoderno. Cuando irrumpe con más fuerza en el mercado la literatura —podemos colegir—, cuando el capitalismo se apodera de la industria cultural, muere la gran literatura, de la que quedan apenas pequeños islotes aislados, convirtiéndose en algo muy minoritario en comparación con la imparable tendencia a la mala literatura, repetitiva y superficial, a la cultura del best-seller, que parece imperar en el panorama actual.

Escritores cercanos al Modernismo y las vanguardias, a las nociones francesas tan literarias de la bohemia y lo bizarro.

Los esfuerzos de la crítica literaria feminista, desde que surgiera en los años 70, de hecho, han estado volcados en dos ingentes tareas: mientras la llamada crítica de “imágenes de mujer” indaga en cómo la mujer ha sido representada en la literatura escrita por hombres (o no representada, porque su ausencia es, sin duda, también significativa, elocuente, como ocurre en el propio texto de Vila-Matas que estamos analizando), y la crítica que rastrea en la historia extraoficial de la literatura en busca de mujeres escritoras con el objetivo de sacarlas del interesado olvido en el que el patriarcado las ha sumido durante siglos. De esa segunda tendencia en la crítica literaria, los estudios Literary Women (Ellen Moers), The Madwoman in the Attic, traducida al castellano como La loca del desván (Gilbert y Gubart) y ALiterature of Their Own (Elaine Showalter) son los pioneros de una serie de necesarios ensayos que rescatan a toda una serie de silenciadas escritoras (en el ámbito de la lengua castellana, son destacables los estudios de Iris Zavala o el volumen editado por Nieves Ibeas bajo el título La conjuradel olvido).

Creo que es genial la metáfora de Girondo, porque esa clase de escritor se describe en El mal deMontano como un “topo”, lo es no sólo en alusión a ese animal medio ciego que escarba sus túneles en la tierra –la actividad contraliteraria de este tipo de escritores es, por tanto, soterrada; una actividad invisible que, sin embargo, va convirtiendo imperceptiblemente la tierra firme en terreno inestable, hueco, minado de agujeros—, sino también en el sentido figurado en que se utiliza en el argot de los espías: un enemigo infiltrado, un oponente encubierto que se introduce en una organización haciéndose pasar por aquello que no es con el objeto de reventarla desde dentro. Los enemigos de lo literario son para Girondo farsantes, simuladores que se hacen pasar por escritores sin serlo y que, con su presencia y su escritura, ponen en peligro a la literatura misma.

“Y me vienen a la memoria Pessoa y las metafísicas perdidas por los rincones de los cafés de todas partes, las ideas causales de tanto casual, las intuiciones de tanto don nadie. Quizás algún día, con fluido abstracto y sustancia imposible, formen un Dios o un tejido nuevo y con la luz de otra vida ocupen el mundo” (Vila-Matas, 2007: 195).

Por tanto, como la prueba inequívoca de que ese sujeto autónomo y solipsista moderno no ha existido nunca, de que somos seres construidos por la alteridad, entrecruzados por las voces ajenas, habitados por los otros, y de que, en consecuencia, ninguna escritura nace de manera aislada, sino siempre imbricada en ese continuum literario que convierte necesariamente al enunciado literario en enunciado dialógico y al sujeto de la escritura mismo en sujeto múltiple y descentrado.

Aunque el concepto de diario íntimo que Girondo maneja es precisamente uno que desdibuja las fronteras entre realidad y ficción, entre literatura y vida, y que pone en entredicho la propia noción de género literario; un tipo de diario que se escribe también desde los entrelugares de la Modernidad, navegando a caballo entre esa filosofía de la fe en el sujeto autodeterminado, en el sujeto racional moderno, y su contracara crítica, la negación de esa intimidad del yo y la conciencia de que el yo es siempre un yo narrativo y, por tanto, en cierto modo, ficcional.

Kafka, Musil y Walser se convierten en El mal de Montano, adquiriendo un peso determinante, en los símbolos claros de ese tipo de escritura fronteriza y “auténtica” que defienden Girondo y el resto de personajes-narradores de la trilogía. La figura de Walser, que planea por esta segunda parte de la trilogía vilamatasiana, adelanta ya Doctor Pasavento y sirve de hilo conductor entre los dos libros, convirtiéndolos en un continuum semiótico inseparable.

Y hablo de “revolucionario” no tanto en su sentido más político cuanto en su sentido puramente etimológico, tan visual que funciona como imagen poética: algo que te hace revolverte, que te sacude; algo inquietante que te cambia rápida y profundamente, impidiéndote volver a ser la misma, como sin duda ocurre con la buena literatura.

“Escribo a mano en este cuaderno Moleskine, y lo hago con un lápiz, sintiendo que éste me acerca más cálidamente que una pluma a la idea de desaparición, de eclipse (…). A medida que el lápiz va trenzando las letras de este texto, noto que cada vez más detesto ese aspecto tan mecanizado de la escritura en ordenador, me encanta, me exalta haber regresado al lápiz” (Vila-Matas, 2005: 32-33).

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Olalla Castro Hernández

Escritora española (Granada, 1979). Es licenciada en periodismo por la Universidad de Sevilla y licenciada en teoría de la literatura por la Universidad de Granada, casa de estudios donde recibió un doctorado con una tesis sobre el escritor catalán Enrique Vila-Matas, que obtuvo por unanimidad la calificación de sobresaliente cum laude. Autora de la antología Ocho paisajes, nueve poetas y articulista del diario La Opinión de Granada durante seis años, sus cuentos y poemas han sido incluidos en diversas antologías. Ganadora del Primer Premio Internacional de Poesía Piedra del Molino por su obra El camisón de Emily Dickinson y ganadora del Premio Nacional de Poesía Miguel Hernández con su poemario La vida en los ramajes (Devenir, 2013). Especialista en la obra de Julio Cortázar y de Enrique Vila-Matas, ha publicado varios artículos en revistas especializadas en literatura, como Entretextos o Sociocriticism.


Letralia

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