Las Memorias de Adriano, de Margarita Yourcenar, son, posiblemente, el ejemplo más conocido de ese arriesgado subgénero de la novela histórica que es el llamado «falsas memorias».
Si al escribir las memorias propias se expone uno a errores de cálculo, ambientación y exactitud, tanto más ocurrirá esto con personajes tan lejanos a nosotros como un emperador romano profundamente helenizado y adicto a cultos orientales como parte de su profundo escepticismo religioso.
Un crítico francés con quien estoy de acuerdo, ha observado que su Adriano es un típico caballero francés de la Corte de Luis XIV.
El Adriano de Marguerite Yourcenar no es el Adriano histórico, sino un personaje creado por ella al margen de Roma y los romanos, por más que guarde cuidadosamente las apariencias con gran erudición suntuaria, social, histórica y política.
Es un libro insólito por su refinamiento y hondura, ambientación y lo que podríamos llamar «pasiva actividad»: tensión dramática conseguida con matices e ideas, no con movimiento.
La ambigüedad mental y erótica de Adriano, sus pequeños rencores y sus violentas reacciones, que nos lo muestran incapaz de detener la disolución, que él intuye próxima, del mundo en el que vive, están magistralmente captados, a pesar de muchas inexactitudes, sobre todo psicológicas.
Una de las más flagrantes de éstas es la idea que Yourcenar atribuye a su Adriano: «Nuestra técnica no progresa», cosa impensable en una sociedad esclavista y técnicamente estática, cuyo ejército, por citar la principal industria romana, que era la guerra, varió muy poco en lo esencial en los cuatro siglos que duró el imperio de Occidente.
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