No es que sea un grupo para headbangers precisamente, con esa especie de mezcla, por decir algo medio inteligible, entre surf, pop y punk en estado de trance. Pero si existe el Más Allá, sea el católico, el tibetano o el de Raticulín, algún ectoplasma graciosillo (o mamado) les dio a estos cuatro freaks la llave para que nos colemos todos dentro como Pedro por su casa, aun a sabiendas de que una vez allí no nos vamos a enterar de nada.
Las cinco perlas que nos dejaron los Pixies son el único formato que conozco de alucinógeno que no se ingiere, y sus conciertos la única manera de meter la cabeza en una montaña de farlopa sin necesidad de hacerlo. Pero ¿cómo? ¿Por qué? ¡Yo qué sé! En una entrevista de los noventa decía el cantante y líder algo parecido a esto: "Tocamos Debaser y yo grito con todas mis fuerzas 'Chien, Andalusia!' y veo a todos los chavales de las primeras filas dando botes y gritando conmigo, y nadie tenemos ni puñetera idea de lo que estamos diciendo, es fantástico".Por ahí deben ir los tiros, supongo.
Cómo consiguieron los Pixies una intensidad mayor que la de, por ejemplo, Slayer, haciendo una música cuarenta veces más blandita y exhibiendo una técnica instrumental tan pobretona y tendente al mínimo esfuerzo, es un misterio que posiblemente quede para siempre sin resolver.
Podemos analizar un poco los elementos, pero nos vamos a quedar igual: el grupo estaba formado por un batería contundente que no daba ni un solo golpe de más, un guitarrista que tocaba frases exquisitas e irregulares con una economía de medios rayana en lo ridículo, una bajista que, con dejadez insólita, hacía inquietantes coros y tocaba cuatro notas mal contadas como si se estuviera masturbando (no solo por su eterna sonrisa en escena, sensual y enigmática, sino porque además tocaba despacito y poco más que con un dedo) y un cantante-guitarrista visionario y desquiciado, Black Francis, que aporreaba acordes en su guitarra acústica o eléctrica mientras emitía con la garganta todo tipo de chillidos, melodías extrañas, falsetes, suspiros y gemidos con una enorme intención teatral.
Un elemento especialmente propio de Pixies, quizá de las principales marcas de la casa, fue el uso insistente de sucesiones de compases abruptas, del tipo 2+2+2, 4+4+4, 4+4+2 ó 4+4+4+2, todas ellas basadas en quitarle unos pocos pulsos al bloque que instintivamente consideraríamos natural.
Es decir, las canciones que se rigen por esta excentricidad, que son unas cuantas, insisten en empezar cada ciclo un poco antes de lo que uno espera, produciendo una especie de hipnosis que va dejando al oyente sin defensas, obligándolo a dejarse llevar a la espera del siguiente subidón de adrenalina, distrayéndolo entretanto con un trenzado de seis instrumentos (incluyo las dos voces) que por separado interpretan seis simplezas, pero juntos producen una especie de magia potagia que reparte escalofríos a quien se meta realmente.
Las letras también contribuyen a este estado de ensoñación, son poesías puras tan benignas, místicas, tontorronas y agradables como cafres. Son todo ello a la vez, y sólo en raras ocasiones dicen algo a las claras. El tercer tema de Doolittle, Wave of mutilation, habla de dejarse llevar, dejar de existir, conducir tu coche hacia el océano... en una ola de mutilación.
Pero qué bestia. Todo apunta a que Francis tocaba y cantaba sus delirios tal y como se los inventaba en su casa, y los demás se acoplaban entre bostezo y bostezo y añadían sus granitos de arena posteriores, con la particularidad de que cada cual tendía a tocar cosas de su padre y de su madre, como si no se escucharan entre sí (vana apariencia, eran cuatro jodíos genios complementarios).
La mezcla resultante era siempre inquieta, enervante, como si sus creadores fueran asesinos múltiples, y daba pie a intensos clímax por doquier que siempre supieron noquearme. En cualquier momento de la escucha, una guitarra surfera o una melodía agradable me recuerdan que estoy disfrutando al fin y al cabo de un grupo divertido y simplón, sin pretensiones. Es entonces cuando me pregunto de nuevo por qué carajo me siento a la vez como si me estuviera persiguiendo un enjambre de abejas. ¡Qué mezcla, madre! Y la señora bajista, ¿de qué demonios se ríe? Tengo miedo.
Dicho todo esto, he de advertir a los no iniciados en este extraño grupo que no siempre es sencillo entrar. Muchos pueden ver a priori sólo la cara juguetona de los Pixies, la simpleza, esa pura tontería poética que parece salida de unos ñoños que se aburrían. Igual hay que insistir un poco, dejarse llevar o esperar el momento oportuno. Los dos primeros discos me sirvieron a mí en su día para adentrarme en este auténtico Mato Grosso de repertorio, y en concreto me parece muy recomendable el segundo LP, Doolittle. Si las cuatro primeras canciones no te hacen sentir como si te comieran las pirañas, mal vamos. Try again. Insert coin. Y si tras varias intentonas sigues sin verles la gracia, lo que nos hemos reído, mirusté.
Podemos analizar un poco los elementos, pero nos vamos a quedar igual: el grupo estaba formado por un batería contundente que no daba ni un solo golpe de más, un guitarrista que tocaba frases exquisitas e irregulares con una economía de medios rayana en lo ridículo, una bajista que, con dejadez insólita, hacía inquietantes coros y tocaba cuatro notas mal contadas como si se estuviera masturbando (no solo por su eterna sonrisa en escena, sensual y enigmática, sino porque además tocaba despacito y poco más que con un dedo) y un cantante-guitarrista visionario y desquiciado, Black Francis, que aporreaba acordes en su guitarra acústica o eléctrica mientras emitía con la garganta todo tipo de chillidos, melodías extrañas, falsetes, suspiros y gemidos con una enorme intención teatral.
Un elemento especialmente propio de Pixies, quizá de las principales marcas de la casa, fue el uso insistente de sucesiones de compases abruptas, del tipo 2+2+2, 4+4+4, 4+4+2 ó 4+4+4+2, todas ellas basadas en quitarle unos pocos pulsos al bloque que instintivamente consideraríamos natural.
Es decir, las canciones que se rigen por esta excentricidad, que son unas cuantas, insisten en empezar cada ciclo un poco antes de lo que uno espera, produciendo una especie de hipnosis que va dejando al oyente sin defensas, obligándolo a dejarse llevar a la espera del siguiente subidón de adrenalina, distrayéndolo entretanto con un trenzado de seis instrumentos (incluyo las dos voces) que por separado interpretan seis simplezas, pero juntos producen una especie de magia potagia que reparte escalofríos a quien se meta realmente.
Las letras también contribuyen a este estado de ensoñación, son poesías puras tan benignas, místicas, tontorronas y agradables como cafres. Son todo ello a la vez, y sólo en raras ocasiones dicen algo a las claras. El tercer tema de Doolittle, Wave of mutilation, habla de dejarse llevar, dejar de existir, conducir tu coche hacia el océano... en una ola de mutilación.
Pero qué bestia. Todo apunta a que Francis tocaba y cantaba sus delirios tal y como se los inventaba en su casa, y los demás se acoplaban entre bostezo y bostezo y añadían sus granitos de arena posteriores, con la particularidad de que cada cual tendía a tocar cosas de su padre y de su madre, como si no se escucharan entre sí (vana apariencia, eran cuatro jodíos genios complementarios).
La mezcla resultante era siempre inquieta, enervante, como si sus creadores fueran asesinos múltiples, y daba pie a intensos clímax por doquier que siempre supieron noquearme. En cualquier momento de la escucha, una guitarra surfera o una melodía agradable me recuerdan que estoy disfrutando al fin y al cabo de un grupo divertido y simplón, sin pretensiones. Es entonces cuando me pregunto de nuevo por qué carajo me siento a la vez como si me estuviera persiguiendo un enjambre de abejas. ¡Qué mezcla, madre! Y la señora bajista, ¿de qué demonios se ríe? Tengo miedo.
Dicho todo esto, he de advertir a los no iniciados en este extraño grupo que no siempre es sencillo entrar. Muchos pueden ver a priori sólo la cara juguetona de los Pixies, la simpleza, esa pura tontería poética que parece salida de unos ñoños que se aburrían. Igual hay que insistir un poco, dejarse llevar o esperar el momento oportuno. Los dos primeros discos me sirvieron a mí en su día para adentrarme en este auténtico Mato Grosso de repertorio, y en concreto me parece muy recomendable el segundo LP, Doolittle. Si las cuatro primeras canciones no te hacen sentir como si te comieran las pirañas, mal vamos. Try again. Insert coin. Y si tras varias intentonas sigues sin verles la gracia, lo que nos hemos reído, mirusté.
Debaser – 2:52 – 1:55 Wave of Mutilation – 2:04 I Bleed – 2:34 Here Comes Your Man – 3:21 Dead – 2:21 Monkey Gone to Heaven – 2:56 Mr. Grieves – 2:05 Crackity Jones – 1:24 La La Love You – 2:43 No. 13 Baby – 3:51 There Goes My Gun – 1:49 Hey – 3:31 Silver (Francis, Kim Deal) – 2:25 Gouge Away – 2:45
Black Francis: Guitarra, voz Kim Deal: Bajo, voz, quitarra slide en "Silver" Joey Santiago: Guitarra solista
David Lovering – drums, voz principal en "La La Love You", bajo en "Silver"
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