Hay novelas que a uno lo dejan completamente indiferente, es más, pasados los días ya apenas sí recuerda de qué iba el asunto que proponían, y su atmósfera se ha perdido por completo en el interior del lector sin haber dejado ni siquiera el rastro de un mal perfume. Ese tipo de libros, con el tiempo, cuando uno va haciéndose mayor y parece que pierde la vergüenza de equivocarse ante sí mismo, es mejor dejarlos arrinconados cuanto antes, a las pocas páginas degustadas si uno presume que la cosa va a terminar en nada, o lo que es peor, en algo prescindible.
Otras veces, por el contrario, las páginas de la novela leída le dejan a uno un rastro señalado a fuego, como si el libro fuera sencillamente un soplete cuya llama se ha aplicado a conciencia sobre la piel, la carne, las mismas entrañas dejándolas palpitantes y desnudas. Esto es lo que me ha ocurrido con el último premio Pulitzer y libro más vendido del año en los EE.UU,
Estamos ante un claro viaje iniciático (como el que propone Stevenson en La isla del tesoro), pero en el que todo empieza y termina en una desolación de marcado carácter nihilista, un viaje que es, a la vez, principio y fin, inicio y término, una nada sólo aliviada por la memoria y sus recuerdos que lleva directamente a la nada
Cormac McCarthy es ganador del Premio Pulitzer de ficción 2007 por su novela La carretera.
El crítico literario Harold Bloom le ha distinguido como uno de los cuatro mayores novelistas norteamericanos de su tiempo, junto a Thomas Pynchon, Don DeLillo y Philip Roth. Se le compara frecuentemente con William Faulkner y ocasionalmente con Herman Melville, aunque por la importancia del viaje y del río en su obra también se le podría emparentar con Mark Twain, y por la causticidad y precisión de su prosa con Jim Thompson
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