Haruki Murakami regresa a la ficción con este libro de referencias hemingwayanas: Hombres sin mujeres. Son siete narraciones escritas durante los dos últimos años y que pueden entenderse como variaciones sobre el tema de hombres abandonados por mujeres o privados de su presencia. Mujeres que entran y salen de la vida de aquellos, sin posibilidad alguna de comunicación o armisticio, sin segundas oportunidades.
Murakami sentencia que basta con amar con locura a una mujer y que ella se marche a cualquier parte para convertirte en un hombre sin mujer. Perder una es perderlas a todas. Esta manera de sentenciar simple e impostadamente romántica es lo que agrada a los adictos a Murakami en la misma medida que desespera a sus detractores.
El mundo literario del japonés es artificioso, un coche de carrocería reluciente pero que, a veces, parece esconder más un manual de autoayuda que un fetiche posmoderno del que te encaprichas y te hace sentir raro y feliz.
El mundo en estos siete cuentos es Mundo Murakami pero el formato, la inmersión en treinta, cuarenta páginas, el grado de contención exigida, nos devuelve a un narrador en forma respecto de su capacidad de fabular. Y es una buena noticia que Murakami se empeñe en querer seguir siendo escritor porque lo último que sabíamos de él era preocupante: en un adelantamiento por la derecha a Paulo Coelho, Murakami había abierto un consultorio sentimental online.
En Hombres sin mujeres no hay ganas de abandonar ese Mundo Murakami porque todo está aquí. Esa asunción del aislamiento, esa morbosidad en la pérdida con personajes que desaparecen al dejar de estar enfocados por el haz de luz del protagonista. Gente que no se sabe adónde va, ni si vive o no, recordados y convocados por aquellos que siguen anclados en mares calmos, ahogados y protegidos a la vez en su imposibilidad de comunicación.
Triángulos amorosos, engaños, un gato, el mundo de los sueños y los miedos, la discografía de jazz y cancionero beatle. Seres humanos como islas bloqueadas no por secretos sino por silencios generados por el bloqueo de sentimientos salvajes, profundos, viscerales.
Ni dolor ni amor: sólo pérdida, ausencia, a discreción de la bondad de los desconocidos, como botones mal abrochados que se sostienen un tiempo para, desabrochados, perder toda oportunidad de encajar. Las ideas de aislamiento y de la búsqueda de la identidad —¿quién demonios soy?, ¿quién demonios era?— atraviesan estos cuentos que son una puerta ideal para quien no haya leído a Murakami y una forma de congraciarse para aquellos que nos habíamos sentido aplastados y hipsterizados con novelas con mucho de Oliver y Benji (la pelota girando páginas y páginas por el aire).
Dos de los relatos brillan por encima del resto. Sherezade nos explica la fascinación de Habara, un hombre recluido —o escondido— en su domicilio que recibe a una mujer que cuida de la casa y que, de un modo casi funcional, se acuesta con él y le explica historias que siempre deja a medias.
En una de esas historias, Murakami cuenta con sutil erotismo un relato fetichista y adolescente que produce en una suerte de espejo contra espejo el mismo efecto en el lector que siente Habara ante la historia que desarrolla la mujer. Queremos que siga hablando, que no acabe nunca, no concebimos tragedia peor que nos deje a medias y no volverla a ver. Kino, por su parte, es un portento de maestría narrativa a lo Murakami.
Con un tópico planteamiento suyo: hombre traicionado, búsqueda de redención, corazón puro y fuerzas de la naturaleza, abismo onírico, lo que en una novela quizás nos produjera ganas de resucitar a Godzilla, en cuarenta páginas el disfrute es mayúsculo. Sin apenas ver las costuras —en un collage a lo cara B de Abbey Road, a él que le gustan tanto los Fab Four— y fuertemente tensado el alambre de lo que se narra, el escritor nos hace navegar del conflicto del desamor a un noir con yakuza y jazz al fondo, tránsito por femme fatale con el cuerpo hecho un mapa de quemaduras y deseos a una mescolanza de pesadilla apocalíptica con Poe y Lovecraft como apóstoles sin bautizar.
Acabas de leer Kino y has olvidado durante media hora el mundo a tu alrededor. Eso no está al alcance de todos. Aún nos dará algún que otro disgusto, pero con este libro Murakami nos recuerda por qué un día nos gustó tanto.
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