Esto no es “mi autobiografía”. Tampoco es la “búsqueda de mis padres”. Sé que ser hijo de alguien implica una sensación de familiaridad asqueada y grandes zonas prohibidas de ignorancia: al menos a juzgar por mi familia. (...) Lo que estoy haciendo, en parte –y que puede parecer innecesario-, es intentar comprobar hasta qué punto están muertos.
Mi padre murió en 1992, mi madre en 1997. Genéticamente, sobreviven en dos hijos, dos nietas y dos bisnietas: un orden demográfico casi indecente. Narrativamente, sobreviven en la memoria, en la que algunos confían más que otros.
Desde su habitual ironía, Julian Barnes se acerca en Nada que temer, a la idea de la muerte y la divinidad a través de su propia conciencia del tiempo y de la experiencia familiar.
Inclasificable y divertida pese a su tema sombrío, Nada que temer mezcla en su burla distanciada autobiografía y novela, memoria y reflexión, seriedad y sonrisa. Esa es la peculiaridad más llamativa de este texto: su enfoque socarrón del tema de la muerte, la religión y las relaciones humanas en el restringido ámbito familiar: abuelos, padres y, sobre todo, el contrapunto racionalista de su hermano filósofo.
Ajeno a cualquier tentación melodramática o a un enfoque existencial, todo es aquí sonrisa, flema e ironía: Habida cuenta de mi historial familiar de fe atenuada, combinada con irreligión enérgica, yo podría, como parte de la rebeldía adolescente, haberme convertido en un devoto.
Este libro es, entre otras cosas, una explicación jocosa de cómo desestimó esa posibilidad verosímil, un relato que revela cómo el joven Barnes descartó toda veleidad religiosa con deducciones como esta:
Siendo adolescente, encorvado sobre un libro o revista en el cuarto de baño, solía decirme a mí mismo que Dios no podía existir porque la idea de que pudiera estar observándome mientras me masturbaba era absurda; era más absurda aún la de que todos mis antepasados difuntos estuviesen colocados en fila y también mirando.
Nada que temer es un repaso por la educación sentimental de alguien tan flaubertiano como Julian Barnes, una educación que hizo de él -como de su hermano- un distante antropólogo en tierra de antropófagos.
Se declaró ateo feliz a los veinte años y se suavizó como agnóstico a los cincuenta. Fue todo un proceso vital e intelectual el que le llevó a matizar su posición, a pasar de la determinación a la precaución. Un proceso en el que se mezclan los recuerdos personales con un recorrido por sus lecturas y por las posiciones ante la muerte y la religión de escritores, filósofos y compositores. Renard, Stravinski, Montaigne, Larkin, Stendhal, Flaubert, Ravel, Zola son algunos de ellos.
La mayoría de esos autores han muerto, bastantes son franceses y uno de ellos señaló una vez que cuando se teme de verdad a la muerte se deja de hablar de ella. Si eso es verdad, Julian Barnes, que habla todo el tiempo de la muerte, le ha perdido el respeto, quizá porque sabe que tener el sabor de la muerte en la boca, mantener una conciencia continua de la temporalidad es la mejor manera de liberarse del miedo y de sus servidumbres.
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