Enquist es un novelista sueco con apellido de jugador de tenis. No es, como fue David Foster Wallace, un tenista frustrado, pero sí un saltador de altura que no llegó a los dos metros. Pasó su infancia en un pueblo mil kilómetros al norte de Estocolmo, en una casa verde, solo con su madre, maestra del pueblo. Era huérfano de padre.
Allí, emboscado en un mini Macondo glacial, frecuentó a un tío criador de zorros, paseó por cuevas de gatos y descubrió el sexo en los anuncios de sostenes de un catálogo de ropa y artículos para la casa. Se inició en el deporte, en la literatura, y en esa búsqueda tan protestante de las sombras de uno mismo y de sus progenitores.
Y todo ese cóctel dio como resultado a un escritor que aparece todos los años en la lista de posibles Premios Nobel, y que aquilata en esta orilla oriental del Atlántico una bolsa de canicas (eufemismo para testículos) comparable a la de Philip Roth. Un escritor macho de la vida interior. Un cirujano del hielo del alma masculina contemporánea. Un pecador del mundo de la cultura del fin del siglo XX.
Y todo ese cóctel dio como resultado a un escritor que aparece todos los años en la lista de posibles Premios Nobel, y que aquilata en esta orilla oriental del Atlántico una bolsa de canicas (eufemismo para testículos) comparable a la de Philip Roth. Un escritor macho de la vida interior. Un cirujano del hielo del alma masculina contemporánea. Un pecador del mundo de la cultura del fin del siglo XX.
Todo hombre debe bajar en vida, por lo menos, una vez a los infiernos. Enquist, en Otra vida, su novela autobiográfica publicada por Destino, desciende con celeridad. Lacónico como un personaje de Dreyer, implacable como un íntimo de Calvino (el luterano), jocoso como un compañero de charlas de Erasmo de Rotterdam, se interna en los meandros de su ser sin otra linterna que unas palabras dignas de adolescente retraído.
Y así, oblicuamente, nos cuenta que alcanzó el éxito literario temprano que le negó el deporte, que frecuentó la progresía sueca socialdemócrata antes de que se popularizara en el resto de Europa; que trató con Olof Palme y con Ingmar Bergman. Que se casó, se divorció, y se arrejuntó con una danesa que lo llevó a un exilio regional: de Suecia a Dinamarca (algo así como de Cataluña a Aragón).
Y que allí fue tan feliz que cayó en un alcoholismo profundo, gigante, propio de un macho muy alfa, pero conciliable con el éxito y con una visión de sí mismo descarnada pero orgullosa. Que, alcoholizado como solo un nórdico puede estarlo, se dedicó una década de su vida a curas de desintoxicación que culminaron en Islandia, bajo una noche eterna. Todo hombre debe bajar al menos una vez en vida a los infiernos. Lo que está menos claro es que deba volver.
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