19.5.16

James Ellroy " Sangre Vagabunda"


Para los que ya tienen práctica con Ellroy, un consuelo: Sangre vagabunda es más sencillo que su predecesor, Seis de los grandes. "Mi segunda esposa me dijo que tenía que escribir desde el corazón así que su forma es más sencilla", dice.
Para aquellos que no tienen práctica, su prosa sigue siendo telegráfica, frases muy cortas, palabras todavía más cortas y en muchas ocasiones sincopadas. Cada capítulo, la visión de un nuevo personaje. Una nueva localización. Ellroy, que no tiene abuela, lo describe como "una obra maestra" aunque también admite que es "una pasada". 

"No tengo duda alguna de que Sangre vagabunda es magistral pero también reconozco que toda la novela policiaca es un pasote, demasiada construcción, demasiada trama, muchas conspiraciones, una continua investigación policial", resume de su último trabajo, ése en el que confluyen caras conocidas de libros anteriores como la de Wayne Tedrow Jr., un ex policía y narcotraficante capaz de cargarse a su padre; Don Crutch Crutchfield, detective privado demasiado joven y un tanto mirón, y Dwight Holly, agente del FBI. 

Los tres reaccionarios y violentos en un Estados Unidos sacudido por la corrupción, la mafia y el amor libre. Esos años entre 1968 y 1972 que poblaron tanto en la realidad como en la ficción de Ellroy figuras históricas como J. Edgar Hoover, Richard Nixon y Howard Hughes. 

"Mi única condición es que tienen que estar muertos", comenta de su plantel de personajes. Una mórbida respuesta para un autor morboso. "Una vez muertos es legal hablar de ellos y los puedo utilizar sin problemas", se regodea de una mezcla entre ficción y realidad que en su opinión le da "latitud" a sus novelas. 

"Mi única limitación es que mi representación de los hechos no se contradiga abiertamente con lo que sucedió en la realidad. Y no hay nada contradictorio en las conversaciones de Nixon borracho o en mi creencia de que Hoover era un homosexual célibe", remata buscando pelea.

Hay mucho más que morbo en la obra de Ellroy. Están sus demonios. Por ejemplo, el asesinato de su madre cuando él sólo tenía 10 años. No recuerda sus lágrimas pero sí su obsesión por la lectura policiaca después de leerse todos los informes de la policía que cayeron en sus manos. Su madre muerta sigue siendo uno de sus fantasmas, presente en La dalia negra, pero sobre todo en su autobiografía 

Mis rincones oscuros y en esa otra reflexión de su vida y de sus mujeres que hace ahora en The Hilliker Curse, que haciendo uso del apellido de soltera de su madre espera publicación a finales de este año. Pero la trilogía de los bajos fondos americanos tiene otro origen. "La lectura de la novela Libra, de Don DeLillo, me abrió los ojos a la historia del asesinato de Kennedy. Esa época nunca me había interesado, pero el libro era tan bueno que quise hacer algo así. 

No lo quise copiar. Respeto mucho a DeLillo. Además pensé que podía escribir algo más grande. Que empezara en 1968 y donde el asesinato de Kennedy sucediera fuera de página", recuerda de una historia que ha contado muchas veces, pero que sigue narrando con fervor.

Tuvieron que pasar ocho años desde Seis de los grandes y trece desde la publicación de América hasta la llegada de Sangre vagabunda. ¿Una larga espera? "La cabeza me explotó, mi matrimonio se fue a la mierda, me fui a San Francisco y amé a una mujer llamada Joan", dice mostrándome una dedicatoria que reza "A J. M. Camarada, por todo lo que me diste". 

Con un suspiro, como si se tratara de alguien que se deja llevar por la nostalgia, continúa su recuento. "Mi 'diosa pelirroja' me dejó y me volví a Los Ángeles, donde conocí a otra mujer en la que basé a Karen (el otro personaje femenino del libro). 

Estaba embarazada y me dejó por su marido. Mala suerte. Así que escribí este libro". Hay que reconocer que no le faltan fuentes de inspiración para regurgitar y condensar en su novela. "Me encanta lo que hago y doy gracias a Dios porque soy bueno. Nunca le estaré lo suficientemente agradecido", dice alguien a quien le gusta mencionar a Dios con tanta frecuencia como sus personajes juran en vano. 

"Pero también debo de reconocer que la historia ha sido muy generosa conmigo", añade. "Este libro me llegó en un momento muy turbulento de mi vida y acabó siendo el más fácil de escribir".

Como hombre, Ellroy es más sencillo que sus libros. Sólo hay cinco o seis cosas que le gustan: la historia, la música clásica, las mujeres, el boxeo, las novelas policiacas y los perros. "Y así ha sido durante más de 40 años", añade, no sé si queriéndose quitar un par de décadas o dejando fuera esa juventud acelerada de la que se vanagloria, aunque luego se arrepiente de que sea el centro de sus entrevistas. 

Los años en los que se iba de mirón a hacerse pajas en las casas de los vecinos, cuando le daba a lo que pillaba y se metía en mucha mierda. Esa década de los sesenta que recuerda como "comprometida con el alcohol, las drogas y con los líos" mientras a otros les daba por el compromiso social y político. 

"Mi foco de atención es muy limitado de natural, aunque soy muy bueno manteniendo la concentración", agrega. Quizá por ello se le da mejor la monogamia que la cohabitación, es incapaz de utilizar un ordenador o un teléfono móvil -objetos que no posee-, pero es un hacha escribiendo a mano, como escribe todas sus novelas. La investigación se la hace otro. 

Por ejemplo, para Sangre vagabunda mandó a una chica a Santo Domingo porque Haití era muy peligroso. "Yo pensaba que la República Dominicana estaba junto a Honduras y Guatemala hasta que mi ex esposa me regaló un atlas", insiste en llamar la atención con sus burradas. Pero en su trabajo no hay nada de burro excepto el volumen. Más de 400 páginas de estructura y 150 de notas de las que sale la novela. 

"Desde el principio tengo un diagrama claro y una superestructura para todo el libro. Sé dónde están todos sus personajes y cada una de las historias que confluyen en cada momento", describe. Un trabajo que hace principalmente de día, aunque también hay noches en vela y sobre todo en silencio. Ni tan siquiera su adorado Beethoven, ese músico al que tanto admira y a quien sin modestia alguna se compara, rompe su concentración cuando escribe. 

"No me gusta el exceso de estimulación. Me gusta estar solo en la oscuridad y ponerme a pensar. Me paso mucho tiempo pensando", agrega mientras la música suena atronadora en el ruidoso café de Hancock Park en el que me ha citado. Le pillaba cerca de casa y, a juzgar por el trato, es un habitual.

Ellroy también dice aislarse del mundo que le rodea a pesar de lo mucho que recurre a la historia en sus libros. "Sólo cito lo que me interesa. Son novelas policiacas que están emplazadas en un momento de la historia", se pone a la defensiva. "Hay muchos a los que no les gusta que les diga que me lo invento todo, que vivo en una burbuja. 

Que este libro no tiene nada que ver con Bush, con Obama o con la guerra de Irak", insiste cada vez más iracundo. Nos echa la bronca a los europeos, especialmente a los franceses, de atribuirle a su obra una lectura que según dice no existe, de querer que sus libros tengan un doble sentido contemporáneo. 

"Ni se lo veo ni me lo planteé", dice alguien que confiesa su desinterés en la política actual. Se acaba el triple expreso que se pidió y su efecto parece calmarle. Una sonrisa maliciosa aparece en sus labios. "Claro que si tú ves esa conexión, genial. Si los lectores la ven, mil gracias. Todo con tal de que lean el libro y lo compren", se regodea.


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